HISTORIAS DE LA CIUDAD, LA NOCHE, LOS AUTOS Y LA RUTA

HISTORIAS DE LA CIUDAD, LA NOCHE, LOS AUTOS Y LA RUTA

"Ya he escrito toda la carretera. He ido rápido porque la ruta es rápida. Es sobre tí, sobre mí y sobre el camino"
(Carta de Jack Kerouac a Neal Cassady fechada el 25/5/51)





lunes, 6 de diciembre de 2010

EL LLAMADO DEL CAMINO


En el “Bar Británico” frente al Parque Lezama, en el tren Retiro-Tigre, en el “Strarbucks” de Praga, en “El Popular” de México DF, en la pizzería “Mora” de Avellaneda, en el Pelourinho de Salvador de Bahia, en la estación Ángel Gallardo del subte “B”, en la bajada Márquez del Acceso Norte, y en otros tantos miles de lugares resuena en mi cabeza: “Un amor real es como vivir en aeropuertos”. Lo escribió alguien que alguna vez tuvo mucho talento. Mi falta de raíces estables hace que esa frase cale profundo en mi alma desde hace décadas y no pueda dejar de repetirla para dentro mío en forma consciente o inconsciente.
Era diciembre del `95, y mientras estábamos sentados con mi amigo Adrián esperando el llamado de abordaje al vuelo internacional que nos traería desde Santiago a Buenos Aires en una cafetería contigua al free shop, yo le comentaba justamente acerca de la grandeza de ese verso de Charly. Se pueden escribir novelas de amor en varios tomos con cientos de miles de giros idiomáticos, con distintas tonalidades y cantidades de técnicas narrativas propias de lo más elevado de los claustros de las letras; pero el tipo tuvo el talento suficiente como para redactar un tratado sobre la verdadera historia del romance constante en solo ocho palabras: “un amor real es como vivir en aeropuertos”.
“Wow, man!” suspiraba yo con la vista extraviada y el café expresso entre mis manos. “¿Como se puede decir algo tan genial?, quien escribe una línea tan buena como esa, puede morir en paz”. Adrián asentía con la cabeza como esos perritos que llevan algunos taxistas pegados al tablero y que parecen decir todo el tiempo que “si”. El tenía los ojos chiquitos y colorados como testimonio de lo poco que habíamos dormido y lo mucho que habíamos vivido en los últimos tres días, y cada tanto miraba al techo quebrando la nuca y se ponía unas gotas oftálmicas por sus lentes de contacto de baja graduación.
En esos días habíamos tenido buenas anotaciones con unas chilenas que habíamos conocido en la playa de Reñaca y también con unas chicas suecas que estudiaban en un curso de negocios en la universidad de Santiago de Chile y volvíamos cansados y felices con muchas historias para contar frente a nuestros amigos y callar frente a nuestras novias.
Aquellas historias fugaces de esos tres días habían sido adrenalina pura. Nos habíamos ganado el odio de un pibe sueco que había venido desde Goteburgo con las escandinavas y siempre le había tenido ganas a la que estuvo conmigo, que era una rubia que se llamaba Anette. Y un día mas tarde casi nos pescan los dos novios de las chilenas de Reñaca, que eran policías “carabineros” y si se hubiesen enterado de que sus chicas habían pasado la noche en las camas de sus casas con dos argentinos mientras ellos estaban de guardia, nos hubiesen fusilado en el Estadio Nacional al mejor estilo pinochetista.
Pero el viento fresco nos pegaba en la cara y nos recordaba que de eso se trataba la vida. ¡Tan distinto era lo que nos esperaba en Buenos Aires con nuestras novias y sus oscuros planes matrimoniales y de créditos hipotecarios!...planes claro, destinados a naufragar con gente de nuestra calaña. Pero esa es otra historia.
Lo cierto es que pasaron los años y aún de tanto en tanto, ya no en aquel aeropuerto quizá, pero en algún otro seguramente, o en alguna terminal de micros o estación de servicio rutera, o en algún bar de pueblo desconocido, vuelvo a aprisionar entre mis manos algún pocillo de café acercando mi nariz al humo cargado de aroma a recuerdos, y cerrando los ojos vuelvo a repetirme a mi mismo aquella línea magistral: “un amor real es como vivir en aeropuertos”. Esa es la idea que los americanos definen como “emotion in motion”, o emoción en movimiento constante. La idea del pasajero/a en tránsito perpetuo, es lo opuesto al concepto del viajero hacia un destino final donde por lo tanto se bajará del eventual avión para detener su recorrido y asentarse.
Así, he visto a muchos de mis compañeros de viaje que con el tiempo se fueron bajando del avión, o de la ruta o como más te guste llamarlo; quizá porque para ellos el camino era un medio en sí para llegar a algún lugar y echar raíces.
Para mi el camino, creo ha sido siempre “El” objetivo. Qué importa donde vaya o cuántas curvas o bifurcaciones tenga. Si un día me levanto con ganas de tomar la ruta, poco interesa que sea la 9, la 2 o alguna autopista (“que tenga infinitos carteles que no digan nada”, y una vez mas vuelvo al homenaje al maestro). La carretera es el objetivo en sí. La vieja mística del caballero medieval solo se agiornó con los siglos y así la armadura tomó forma de muscle fastback y el corcel pasó a ser de tracción trasera. El final de cada película de cowboys mostraba al protagonista alejándose solitario en su caballo hacia el poniente, y nunca nos preguntábamos hacia donde iría entonces; simplemente lo veíamos desde atrás seguir su recorrida luego de haber hecho justicia. Seguramente más aventuras lo esperaban. Pero lo único cierto es que el cartel de THE END caía como telón sobre su marcada figura alejándose hacia el sol del horizonte. Y eso era fantástico como aquel Alan Ladd de “Shane, el desconocido”, perdiéndose en el ocaso mientras el niño rubio lo llamaba a los gritos, quizá para ofrecerle un hogar que el vaquero no aceptaría.
El llamado de la ruta se lleva en la sangre. O no se lleva. Sería mas seguro asentarse y echar raíces. Construir la casita y el techo de maderas para luego morir como un aburrido personaje de los Ingalls. Pero la ruta es el desafío inagotable del kilómetro a kilómetro, y quizá no importe nada más. No importa el nombre del próximo pueblo, Rojas, Colón, Graceland. No importa tampoco el siguiente hotel ni los altares a ambos lados de la ruta al “Gauchito Gil” o a la “Difunta Correa”, no importa la luminosa sonrisa de la chica del próximo “24 horas” en la YPF que ya vislumbro en el horizonte; pero pienso disfrutar intensamente de todo ese universo de personajes pasajeros de esta película interminable. A lo mejor ellos luego recuerden algo de un sujeto con acento porteño que un día pasó por allí con una Chevy negra y gris con calaveras y cruces de malta. O quizá no lo recuerden, ¿por que deberían?, nada es para siempre, solo las rutas, que nos llaman en sueños.
Y el desierto de “Paris Texas” se me mezcla con el de “Mad Max 2” y con el de Clint Eastwood en “Por un puñado de dólares”. Quienes elijen el sillón del hogar, el control remoto y el LCD de 42 pulgadas en 24 cuotas, jamás se internarán en ese desierto. Está reservado para los excelsos espíritus restauradores de oxidados cascos prehistóricos y mecánicas nafteras de más de 160 burros salvajes. De ellos es el reino de los cielos.
A través de los años mis compañías han ido cambiando un poco, creo. Y algunos de mis laderos del pasado simplemente “maduraron” (siempre preferí el término “mediocrizarse”) y me dicen que yo pretendo vivir siempre como si tuviera 25 años. En ese sentido, Bukowski sostenía que para tener una vida digna de ser escrita en un libro, la fórmula era vivir como joven eternamente.
Y así es que hoy mis amigos son tipos que cada tanto me mandan un mensaje de texto que no me cita a una reunión de negocios, ni a una audiencia en el Centro de Conciliación Laboral. El SMS solo dice: “Power Tour!”. Y no hace falta nada más. Se agrupan en curiosas bandas sin contratos prefijados de afiliación unidas por el solo vínculo de la amistad, y que se ajustan a nombres tales como “Bandidos Off Road”, “Chivo Salvaje”, “Torino Argentino”, “Chivo Pasión”. Dios salve a estos forajidos.
Wow, man! Otro sorbo de café de máquina al paso y a través del vidrio de la Petrobras vemos a la chica de calzas amarillas cargando al 400 de uno de los nuestros. Y mas tarde la caída del sol en el horizonte del campo. Y The Doors en el stereo: “There`s a killer on the road…”. No hay dinero en el mundo que pague tanta belleza.
Hasta puedo contarte que en el oeste californiano ví nidos de águila gigantescos sobre los postes eléctricos, y que en la ruta a Santa Clara en Cuba, casi todos los autos son de los años cincuenta y están impecables y de una sola pieza.
Hoy en día mi amigo Adrián con quien compartiera aquel viaje salvaje a Chile y muchos más, es uno de los abogados constitucionalistas mas reconocidos del país, además de un ejemplar padre de dos hijos dentro de una sólida estructura familiar, que maneja una sobria CRV 4x2 con la que suele vacacionar en un hotel-spa de Mar de las Pampas. Él al igual que muchos otros compañeros de viajes del pasado hoy prefiere una expo de decoración como “Casa FOA” o “Estilo Pilar” antes que un encuentro de fierros en San Pedro o Chascomús. Yo, no me bajo de mi Chevy ni de las terminales de micros, ni de los aeropuertos sin destinos finales. Pasajero en tránsito perpetuo.

CESAR RODRIGUEZ BIERWERTH

miércoles, 1 de diciembre de 2010

ANTICIPO DEL PROXIMO CUENTO


Este es un breve fragmento de mi próximo cuento aún sin nombre que aparecerá en la revista TC Urbano Nº 162 de fines de diciembre. Cuando termine los ajustes del texto, subiré también la historia completa a este blog. Espero que les guste.


"Y así es que hoy mis amigos son tipos que cada tanto me mandan un mensaje de texto que no me cita a una reunión de negocios, ni a una audiencia en el Centro de Conciliación Laboral. El SMS solo dice: “Power Tour!”. Y no hace falta nada más. Se agrupan en curiosas bandas sin contratos prefijados de afiliación unidas por el solo vínculo de la amistad, y que se ajustan a nombres tales como “Bandidos Off Road”, “Chivo Salvaje”, “Torino Argentino”, “Chivo Pasión”. Dios salve a estos forajidos.
Wow, man! Otro sorbo de café al paso bien cargado y a través del vidrio de la Petrobras vemos a la chica de calzas amarillas cargando al 400 de uno de los nuestros. Y mas tarde la caída del sol en el horizonte del campo. Y The Doors en el stereo: “There`s a killer on the road…”. No hay dinero en el mundo que pague tanta belleza. "

jueves, 25 de noviembre de 2010

BALADA PARA UN FALCON '81


No existían fronteras para mi Falcon ’81. El fue mi compañero de equipo en mis años más salvajes. Mi otra mitad en las recorridas nocturnas inigualables de los ochentas y noventas. Mi partícipe necesario en mis mejores delitos impunes.
Aprendí a manejar en aquel Standard de color celeste gastado por el sol. Y desde allí en adelante fuimos inseparables por casi quince años en los cuales no me bajé de él y él no se bajó de mi vida.
Nunca fue tope de gama. Tres punto cero con caja de tercera al volante. Aún recuerdo sus ópticas delanteras rectas y cuadradas y su inolvidable asiento delantero enterizo que no era nada deportivo, pero que hacía que no fuese necesario pasarse al de atrás con una o hasta dos chicas.
Cuando mi viejo Standard ’81 vuelve a saludarme a mis recuerdos, no visualizo precisamente un auto, sino que revivo noches, rutas, calles, sótanos, amores, victorias, derrotas y fantasmas que ya nunca me abandonaron. Gran parte de lo que soy tiene mucho que ver con él. Doy gracias a Dios por haberlo puesto en mi camino y darme sus llaves. El resto fue solo seguir la ruta. Llamalo como quieras, pero a veces estos autos nos buscan a nosotros para transformarnos en héroes: 400, Valiants, Ramblers: el destino del gladiador está marcado por su gladius, por la arena y en definitiva por la lucha. La voluntad de los dioses de la guerra y del camino hizo que aprendiese a manejar en un glorioso Falcon ’81. Y ya nada fue igual.
Si yo hubiese nacido en cuna de oro en los barrios al norte de Callao y con autos fabricados en las ejemplares plantas de Stutgart, mi vida hubiese sido muy distinta, mucho más tranquila y ordenada quizá. Pero no. Soy como un seis en línea de la vieja Argentina industrial, y tengo ese mágico olor a nafta que algunos desdichados nunca conocerán.
Todo se redimensionaba a bordo del Falcon, mi socio fiel en aventuras dignas de Julio Verne, de Kerouac o de Bukowski. Allí todo se transformaba en una odisea de héroe mitológico o de adelantado descubridor de nuevos continentes. Buenos Aires-Mar del Plata era como el New York –San Francisco de “On the Road”. Los recorridos que empezaban a las once de la noche y terminaban a las once de la mañana, los Irish Pubs, Ave Porco, el Morocco, el Club Caniche, El Dorado, y el mítico after Panteón de avenida de Mayo, que abría a las 7 de la mañana y donde pasaban a la por entonces “novedosa” banda Prodigy y su “Firestarter”!!
Mi primera novia, y la segunda, y el beso inolvidable, y las promesas infinitas en aquella noche de lluvia. Y las mujeres sin rostro. Y mi amigo y copiloto Andrés, y la críptica y oscura disco Star de avenida La Plata, donde había que entrar con contraseñas que cambiaban cada noche. Y la ruta 2, y la solitaria avenida Colón en Mar del Plata, iluminada como camino a las estrellas. Y “The Joshua Tree” sonando en la gastada cinta de mi cassette de aquel pesado Pioneer de carcaza metálica encastrado bajo la radio AM de fábrica. Todo ese universo encerraba mi viejo Falcon celeste. Éramos los mismísimos aventureros náufragos del fin del mundo.
En aquellas dos últimas y mágicas décadas del siglo veinte donde no existían ni los amigos virtuales ni las novias por Facebook, teníamos el desafío constante de aguardar a la caída del sol -como los vampiros de raza- y salir al apasionante desafío que nos proponía la noche, donde tu presa, acaso el amor de tu vida, debía ser capturada poniendo a prueba tus mejores técnicas de cazador. Quizá por eso me fascina tanto la figura del Stuntman Mike de Kurt Russell en Death Proof: un tipo de otra época, cuyo rostro muestra las cicatrices de su pasado, y que no acepta las modernas reglas del vacío y el mensaje de texto; su vida es perseguir y capturar chicas de la mitad de su edad usando las técnicas de la vieja escuela: un auto retro en la puerta, mirar a los ojos apoyado en la barra, y practicar el sagrado oficio de la “parla”, nada que ver con el chat.
Pero puedo ir aún más atrás en el pasado, y me veo a mi mismo de niño acompañando a mi abuelo a comprar aquel 3.0. de cero kilómetro en la agencia Quintana, si mal no recuerdo por la avenida Rivadavia, allá a la altura de Liniers o Villa Luro. Y luego volver andando hasta mi casa con el olor a nuevo de los asientos. Ese auto crecería a la par mía y de mis sueños, la mayoría de ellos rotos -desde ya-, pero que brillaban mientras aún latían en aquel largo asiento enterizo, sede de miles de juramentos y compromisos incumplidos de cara a las estrellas.
Con aquel Falcon anduve por calles, rutas, arena, barro y piedras. Y a mi derecha se sentaron princesas escandinavas, paulistas, eslavas y del conurbano bonaerense. Pero él jamás me falló. Y si alguien pudo haberse equivocado no una sino mil veces, ese seguramente fui yo en mi eterno western polvoriento, pero nunca mi caballo de tres velocidades y seis cilindros en línea.
Ángel guardián en noches y rutas extremas. Sabio sensei en caminos oscuros y encrucijadas endemoniadas. Junto a mi Falcon celeste salimos heridos y triunfantes de las profundidades más oscuras y de las tormentas más eléctricas y furiosas.
Juntos aprendimos y perfeccionamos miles de técnicas de supervivencia de esas que solo saben los guardianes de la verdadera y secreta sabiduría de las calles. Considero un privilegio haber forjado mi espíritu en aquel confiable 3.0 de asiento enterizo y tres marchas al volante.
Las lecciones del destino hicieron que un fanático de las Chevys como yo, tuviese como auto y hermano fundacional a aquel majestuoso Falcon ’81, que aún me saluda en sueños, en los cuales todavía puedo sentir el grip en las manos de aquel volante negro con su óvalo central.

La denuncia policial en la Comisaría 24 del Barrio de La Boca, consignaría en aquella fatídica noche de abril de 2002, que un Ford Falcon Standard celeste estacionado sobre la calle Lamadrid había sido robado en horas de la noche, mientras a pocas cuadras se jugaba un partido de la Copa Libertadores. Yo personalmente, creo que mi viejo amigo y maestro modelo ‘81, un día consideró que finalmente yo ya estaba listo para seguir mi camino solo, habiendo aprendido ya, sus valiosas enseñanzas en nuestro sendero marcial.
Te pido perdón entonces, guerrero de armadura de color gastado, si a veces me permito la debilidad de extrañarte. O de extrañar ese mundo que vivimos escuchando viejas canciones de los ochentas en aquel Pioneer de carcaza metálica.
Así que desde aquí me permito reverenciarte tal como los gladiadores lo hacían a su emperador: ¡los que van a morir te saludan!
CESAR RODRIGUEZ BIERWERTH

miércoles, 10 de noviembre de 2010

Crónicas de viajes: CUBA


Tuve la suerte de visitar Cuba a comienzos de 2007. Viajar a esa isla es una experiencia que recomiendo a cualquiera, pero muy especialmente a todo fanático de los autos clásicos, y particularmente de los norteamericanos de la dorada década del 50.
Son muchos los argentinos que viajan a la isla a la que Nicolás Guillén se refiriera alguna vez como “un largo lagarto verde con ojos de piedra y agua”, pero rara vez cuentan anécdotas o datos de real interés que tengan que ver con la verdadera cultura de los cubanos. Y cada vez que menciono la palabra cultura me gusta aclarar su real sentido: “conjunto de costumbres de un pueblo”. Así es que, previo a mi viaje, cada compatriota que volvía de Cuba solo me mencionaba el color del agua, o me describía el hotel “all inclusive” donde había estado alojado. Algunos incluso me comentaban que los precios eran más baratos, y se quejaban de que no se aceptaban tarjetas de crédito de bancos norteamericanos, o de que no había Coca Cola. Paradójicamente después de eso, se sacaban una foto en la tumba del Che, quien seguramente se hubiese avergonzado de ellos tanto como yo.
Personalmente recomiendo a todo aquel que tenga la suerte de viajar a ese país, que trate de conectarse lo más posible con las verdaderas costumbres de los cubanos, y así podrán descubrir un lugar único en el mundo, detenido en el tiempo hace 50 años.
Cabe recordar que Cuba a mediados del siglo 20, fue el gran lugar barato de esparcimiento de los norteamericanos, y abundaban los casinos y hoteles de lujo donde industriales, millonarios y mafiosos estadounidenses despilfarraban alegremente sus dólares con la anuencia de los gobiernos títere que regían la isla. Esta situación alcanzó su pico en los años 50, donde estalla la revolución que finalmente triunfa en 1959 de la mano de Fidel Castro, nuestro compatriota el Che Guevara y otros laderos como Camilo Cienfuegos.
No es intención de esta nota hacer ningún análisis político ni emitir opiniones en tal sentido, pero resulta necesario describir ese marco para entender el porqué de las características únicas de los autos que circulan por toda la isla.
Desde entonces, y con el férreo sistema totalitario de Castro instalado en el poder, más el bloqueo económico impuesto por los Estados Unidos, lo cierto fue que los cubanos debieron arreglárselas con el parque automotor existente en la isla sin posibilidad de adquirir modelos nuevos. Y esto era: miles de autos americanos de los años 40 y 50 que aún hoy circulan por todas partes donde uno vaya.
Ni bien arribé a Cuba y mientras el taxi me llevaba por la ruta desde el aeropuerto, comencé a sentir que estaba en alguna película de la época de James Dean. Por la carretera circulaban con total normalidad Bel Airs y Mercurys de los años cincuenta, Dodges, Studebakers, y más en todas sus versiones: cupés, sedanes, de lujo.
Esa imagen surrealista de autos majestuosos se acrecentaba al entrar a las ciudades como La Habana, o Santa Clara o en pequeños pueblos como Cárdenas, Perico o Colón donde un Plymouth 56 aún en su versión convertible, puede ser un taxi que te lleve a donde le pidas sin dificultades en el tránsito, o donde una familia de clase trabajadora –quizá la única clase en Cuba, claro- sale a hacer su paseo de domingo a la tarde en su Dodge Sierra 57, o donde los veinteañeros cubanos salen en grupo a encararse chicas a bordo de la cupé Studebaker que fuera de sus abuelos, y luego de sus padres. En esas mismas ciudades y pueblos rurales, un repartidor de productos lácteos puede tranquilamente hacer su recorrida por almacenes en su fiel Chevrolet Sapo del `50 como si ello fuere lo más normal del mundo.
Lo cierto es que yo no salía de mi asombro, al tiempo que trataba de averiguar si de casualidad existiese alguna maldita fórmula para traerme una de esas joyas, lo cual es prácticamente imposible para mí o para cualquier extranjero, ya que el parque automotor de Cuba –único en el mundo- está protegido por duras leyes que impiden que las legiones de hot-roteros de todo el mundo puedan depredarlo en cuestión de horas.
Cabe mencionar que si bien los cascos de los autos se ven en muy buen estado de conservación, son pocos aquellos que conservan sus partes originales en un país bloqueado, con modelos que se han dejado de fabricar hace décadas y donde el sueldo promedio es de menos de 25 dólares mensuales. Por ello, al levantar el capot de un Cadillac (que bien puede ser un taxi, como ya dijera) seguramente encontraremos un motor Perkins gasolero o hasta algún engendro de Europa del Este. Prácticamente ningún clásico americano de los miles que circulan por la isla conserva su viejo V8 de fábrica. Se dice incluso que los rusos en la época del comunismo fabricaron un motor compatible con el Chevrolet 51 y muchos cubanos simplemente le cambiaron el motor americano por el ruso del cual existían y existen mas repuestos, y desde ya, es más económico. Por ello, el “Chevy 51” es uno de los autos que mas se ven por todo Cuba.
Todo esto ha hecho que los cubanos se vuelvan verdaderos maestros de la mecánica artesanal en el mejor sentido de la palabra y utilicen su ingenio para solucionar estas adversidades, “fabricando” piezas de motor y de carrocería, más otras como contornos de ópticas baguetas, etc. con una dedicación y amor inigualables.
Cuando hablaba con los cubanos y les contaba que yo estaba armando mi cupé Chevy 71, ellos me miraban como si yo les hablase de un auto nuevo, o quizá del futuro.
Es imposible encontrar un lugar igual en el mundo si lo que a uno lo apasiona son los autos americanos de la “Golden Age” de los cuarentas y cincuentas. Cualquier fanático de los autos clásicos o del hot rod puede llegar a perder la razón en un viaje a esa isla del Caribe, porque como no me canso de afirmar: viajar a Cuba no es ir a un “museo rodante” como muchos turistas sin cultura automovilística sostienen. Viajar a Cuba es conocer un lugar donde esos mágicos dinosaurios viven, trabajan, pasean y se divierten en calles y caminos. Lejos están del museo. Están tan activos como hace 50 años.
Paradógicamente, en las ciudades cubanas suelen verse conviviendo con los clásicos americanos, a varios subtipos de pequeños autos de cuatro cilindros del bloque soviético de los años 80, que seguramente llegaron a la isla por los convenios económicos de Fidel con el bloque socialista. Estos autos se ven decadentes y destartalados en contraste con el estado de conservación de los Cadillacs, Fords y Chevrolets cuarenta años más antiguos. El tiempo suele ser el mejor tester de la verdadera calidad. Cualquier similitud con casos de estas tierras es “pura coincidencia”.
Otro detalle de color que no puedo dejar de mencionar es que en varias ciudades cubanas he visto autos argentinos de las décadas del 60 y 70, siendo el más común el Peugeot 404. Las exportaciones de nuestro país en aquellos años también han dejado su rastro en Cuba. Así es, alguna vez fuimos un proyecto de país industrial.
Finalmente un viaje a un lugar tan mágico y con tantos matices me llevó a muchas conclusiones, algunas hasta de tinte social. Pero en lo que hace a nuestra pasión por estos autos puedo afirmar que los cubanos nos están dando un ejemplo maravilloso. Ellos con sueldos de veinte dólares al mes mantienen vivos y hermosos sus clásicos americanos de los años cincuenta. Lo que no tienen lo fabrican, pero esos monstruos siguen paseándose orgullosos por todo ese país. No nos quejemos nosotros entonces de nuestras dificultades y démosle la vida que se merecen a nuestros Toros, Chivos, Halcones y Chanchas. Empecemos de una vez a armar ese Hot o Rat que nos ronda la cabeza. Ningún dictador y ningún bloqueo económico nos lo impide. Y quizá algún día, al igual que los cubanos, nuestros nietos puedan decir: “este auto está en mi familia desde mi abuelo, y no se vende”.

CESAR RODRIGUEZ BIERWERTH

jueves, 4 de noviembre de 2010

viernes, 15 de octubre de 2010

CHARLA CON UN PUMA


“Si un hombre aspira a una vida correcta, su primer acto de abstinencia es el de lastimar animales” (LEON TOLSTOI)


La página 33 del diario Clarín del 12 de agosto de 2010 traía la noticia ilustrada por la foto de un felino rugiente: “El Ministerio de la Producción de la Provincia de Río Negro ofrecerá 500 pesos por cada ejemplar de puma muerto, debido a que estos animales provocan daños importantes a la ganadería ovina y vacuna”. El artículo del matutino ampliaba la información agregando: “El Director General de Ganadería señaló que los Gobiernos de Chubut y Santa Cruz ofrecen recompensas aún mayores por su caza” y “…los propios ganaderos son los primeros interesados en terminar con esta plaga predadora de ovejas”.
Así, las autoridades gubernamentales, de común acuerdo con el sector de productores de ganadería sellaron un oscuro pacto decidiendo el aniquilamiento del viejo “León Americano”, dueño antiguo de las Pampas, que, agazapado en la oscuridad, ignora la promulgación de la siniestra normativa que ahora dictó su sentencia de muerte por afectar intereses comerciales.
Le han puesto precio a tu cabeza, puma legendario, como en el viejo oeste norteamericano, bajo tu retrato un grupo de obesos burócratas asociados a millonarios hombres de negocios, han colgado la leyenda de “BUSCADO”. Más vale que te ocultes ahora, viejo cazador de la estepa y del monte. La norma no excluye hembras ni crías. Los muy cobardes saldrán a buscarte con armas a repetición y miras nocturnas. Y ellos cazan por dinero.
Déjame hacer un fuego bajo las estrellas de esta noche, y contarte algunas historias antes de que ellos vengan por ti, hermano puma (como podría llamarte el joven de Asís). Los de mi raza dicen que soy buen narrador. No se si sea cierto, pero quizá te ayude a aplacar un poco los nervios entre los grillos y búhos de esta deliciosa oscuridad.
Por motivos fáciles de adivinar, los políticos de turno siempre han tenido una marcada preferencia por los rebaños en detrimento de los espíritus libres de los verdaderos aventureros como vos. Los rebaños son fáciles de manejar, como los autos modernos. Las ovejas que los integran se pueden dominar fácilmente haciendo que vayan en tal o cual dirección. Son muchas, todas iguales y se pueden guardar a presión, comprimidas en un corral cuando su dueño lo decide. Son baratas de alimentar, nunca se revelan, agachan la cabeza y comen siempre las mismas pasturas.
Esas ovejas son tantas y tan parecidas que hasta resulta difícil diferenciar una de otra. Se las saca a pastar todas las mañanas para volverlas a guardar en sus corrales al caer el sol.
¡Pero vos sos tan distinto, querido puma! A través de los siglos nunca dejaste de ser salvaje. El hombre jamás pudo domesticarte. Siempre fuiste una amenaza para los rebaños, cuyos dueños se estremecen al ver tus huellas frescas cerca de sus propiedades. Nadie te quitará nunca tu libertad. Y por sobre todas las cosas, tienes la energía, la fortaleza y la ferocidad necesarias para la más sagrada de las misiones: la cacería nocturna, esa que tanto nos apasiona.
Debes saber, desde ya, que no todos los humanos somos iguales a esos que hoy te persiguen, así que no me consideres tu enemigo. De hecho puedo contarte que conozco grupos de soñadores apasionados por una ilusión. Luchadores incansables y aventureros cultores del viejo rito de la amistad, que salen totalmente del molde del cual salieron los mediocres que ahora vienen a cazarte.
Como recordarás, hace algunas décadas, estas rutas eran surcadas por autos que parecían salidos de un fantástico sueño. Majestuosas naves como el Kaiser Carabela dejaban una estela de magia a su paso por estos caminos con sus líneas sobrenaturales. Chevys de dos y cuatro puertas con amarillos canarias y rojos mandarines iban y venían como flechas con sus bajadas en forma de fastbacks. Fabulosos Falcons de redondos faros y parrillas cromadas cortaban el viento de las Pampas en trazos infinitos. Y una aventura producto de un sueño acelerado con varios carburadores, hacía kilómetros e historia, su nombre: Torino.
Todos ellos, mi amigo, al igual que vos, rugían. Y ese rugido gritaba la proclama patriótica de una vieja canción de valientes: libertad, libertad, libertad.
Desde hace décadas ya habrás notado que casi no se escuchan esos rugidos. Solo las ovejas, solo las ovejas. Esas que no tienen garras, ni colmillos, ni violentos paragolpes de hierro, ni chasis en forma de “H” o de araña, ni cromadas parrillas, ni el espíritu del cazador, ni seis cilindros, ni el aliento agitado del perseguidor de asustadas presas, ni tonelada y media de puro metal, ni los recuerdos de inolvidables cacerías.
¿Así que ahora los muy cobardes pagan por cada puma muerto? Déjalos entonces acercarse y afilemos nuestras garras sobre alguna piedra para el zarpazo yugular de quien sabe pelear en la distancia corta. Esa en la que pelean solo los bravos.
Hoy vienen por ti, mañana quizá lo hagan por mí o por mi carro de combate, que tanto los asusta. Los asusta la fuerza, lo salvaje, el alma del predador que ellos no tendrán jamás.
Vos y yo hemos visto aparecer y morir tantas ovejas a esta altura. Y ya nadie las recuerda, ya sea que estén cubiertas de lana o plásticas carrocerías.
Así que sigamos avivando el fuego en esta noche de estrellas silenciosas y recordemos otras historias de tus cacerías…y de las mías. Antes de que los puntos rojos de las miras se posen sobre nosotros.
Lamento mucho que ahora quieran exterminarte, como alguna vez también lo hicieron con los indios que poblaban estas mismas tierras para luego subdividirlas y repartirlas entre los ancestros de quienes hoy pusieron precio a tu cabeza.
Por último, solo me queda agradecerte, mi “amigo puma”, como alguna vez cantara un ídolo popular de la zona sur. Agradecerte nunca haber cambiado, aunque ello te haya llevado a esta blasfema sentencia de muerte con un precio por tu cabeza. Porque tu nunca perteneciste a esos rebaños que aún sigues atacando.
Si algún día o alguna noche llego a verte con mi Chevy al costado de una ruta de esta Pampa silenciosa, no temas. Solo pararé para hacerte luces a modo de saludo respetuoso y continuar mi camino. Tú sigue con tu leyenda, yo seguiré con la mía.


CESAR RODRIGUEZ BIERWERTH

viernes, 1 de octubre de 2010

THE SKY IS CRYING


Manejé durante horas por Ruta 9 todo aquel día escuchando el sonido del 250 que servía de soundtrack perfecto para el camino. Baradero, San Pedro, Villa Constitución. Cada pueblo, cada ciudad era una invitación a quedarme, buscar un hotelucho con algo de garaje y hacer base allí para pasar la noche. Cada cartel rutero con nombres conocidos o extraños tenía en mi imaginación un marco de neón destellante y una promotora sexy haciendo dedo, muriéndose de ganas de subir a mi Chevy. Cada café al paso que me tomaba en las estaciones de servicio donde paraba potenciaba más mi absurda inventiva de escritor compulsivo donde surgían héroes y villanos confrontando violentamente en ese magnífico escenario de autovías y rutas provinciales transversales, cuyos kilómetros estaba dispuesto a devorar.
Dicen que los monjes tibetanos encuentran en la soledad de las montañas el lugar ideal para alcanzar el estado mental y espiritual perfecto para meditar. La meditación al estilo tibetano es de las más respetadas y practicadas del mundo. Como no nací ni crecí en el Tíbet sino en Buenos Aires, cerca del Riachuelo, necesito cada tanto salir a la ruta solo y sin destino fijo. Ese es mi retiro espiritual donde puedo olvidarme de mis obligaciones profesionales y problemas cotidianos, y conectarme conmigo mismo y con mi Chevy. Existe una armonía sincrónica muy especial entre los hombres y el motor de sus autos (recomiendo los 6 cilindros) que solo las almas elevadas pueden lograr en la soledad de la ruta. Ese es el punto donde el corazón y la mente se hermanan con los latidos que surgen de las entrañas del dragón bajo el capot. Muchos alcanzan este punto de nirvana a las 3000 RPM, algunos más arriba incluso, no se trata de acelerar al extremo, sino de encontrar el equilibrio único que se da cuando una persona y su auto son uno solo. Esto es muy difícil de lograr en las ciudades en las horas pico, donde hombre y máquina se encuentran a disgusto en el tránsito y ambos tienden a recalentar. Pero la ruta es especial para eso. Allí se encuentra la armonía. Allí le cuento en privado mis historias de triunfos y fracasos a mi Chevy, que a su vez me cuenta las suyas. Desde ya, esto solo puede darse con humanos que tengan historias para contar, y con autos que a su vez tengan las suyas en su pasado, y con personas y coches que sepan escucharse mutuamente. Estos requisitos, desde ya, dejan fuera de toda posibilidad a personas vacías o superficiales, así como a autos nuevos y sin heridas.
Otro requisito fundamental es que el auto en cuestión tenga carrocería de metal con tuercas ajustando hierro en lugar de piezas de plástico encastrado. La vibración que produce un motor de más de 150 burros sobre una coraza metálica a altas revoluciones es inigualable y resulta en definitiva otra de las condiciones para alcanzar ese estado de elevación espiritual y hermandad con la máquina.
Sigo a velocidad crucero por la Ruta 9. Un BMW aparece en mi espejo retrovisor. Unos segundos más tarde me pasa. Al rato veo por delante a un 206, lo veo cada vez más cerca, y esta vez lo paso yo a no más de 140; lo mismo hago enseguida con un Renault 9 que aparece más adelante. Los sujetos van como autómatas.
De repente veo en el horizonte una chata a lo lejos con formas interesantes. Acelero para apreciarla bien y me pongo a la par: va cargadísima, despacio, aún trabaja, es una hermosa C 10, diría yo que `70 o `71. Cuando vamos paralelos el tipo me saluda bajando la cabeza y tocándose la visera de su gorra. Este entiende de qué se trata. En sus ojos adivino la calma y el acero de los guerreros del camino. Señalo su camioneta y levanto mi pulgar derecho. El tipo hace lo mismo. Acelero y lo dejo atrás. No hacen falta palabras. Pertenece al círculo sagrado, y si algún imprevisto me sucediere en el camino, intuyo que sería el primero en parar al costado del camino para dar una mano.

Miro al costado del camino y veo la monótona imagen de los campos y los alambrados que pasan. Miro al frente, y el capot de la Chevy me señala como inalcanzable punta de flecha el destino infinito del horizonte. Como alguien cantara alguna vez: “lo importante no es llegar, lo importante es el camino”. Hace tiempo ya que dejé de tenerle miedo a la muerte, imagino que solo será cerrar los ojos, y en un parpadeo, abrirlos de nuevo y ver la ruta, el horizonte, y la trompa de mi Chevy buscando otro pueblo o la mítica Paradise City (where the grass is green and the girls are pretty, ja!). El día que comprendí eso, experimenté una infinita sensación de libertad ante la certeza de que el verdadero espíritu humano está identificado con aquello que lo apasiona. La muerte no implicaría un final por lo tanto, ni un pasaje de la luz a la oscuridad, ni nada por el estilo. Solo cambiarían las rutas, que pasarían a ser infinitas.
Comienza a anochecer y atravieso Rosario, y llego a Bell Ville donde paro en una estación de servicio a comer algo y seguir un poco más. Cuando llegue a Villa María, pienso, voy a entrar a la ciudad y buscar un hotel para dormir y seguir mañana. “¿A cuanto estoy de Villa María? le pregunto a la petisa de gorrita que atiende el minibar, “a unos 60 kilómetros” me contesta ella sonriente con esa simpatía de las que al no ser tan agraciadas necesitan entrar por algún lado. Le agradezco, saludo y sigo camino bajo las estrellas que tan bien se ven en la noche del campo.
En unos 40 minutos debería llegar, pienso, mientras las luces largas me muestran el camino que piso. Pasa una hora y voy a 100, y aún no llego, y pasa otra media hora. Y nada. Solo la noche cerrada y me empiezo a impacientar. No tengo GPS, claro, nunca lo tuve pero ya debería estar en Villa María y solo sigo manejando en línea recta por la ruta sin carteles a los costados.
De repente, veo unas lucecitas de colores sobre mano derecha mas adelante. Me acerco un poco más y ya vislumbro un cartel luminoso destellante en el techo de un local. Desde lejos, pensé que sería uno de esos cabarets baratos para camioneros de la ruta, pero cuando llego y lo veo de cerca veo que es un pub que se llama Voodoo Child. ¡Como el tema de Hendrix!, pensé. El lugar era una suerte de casucha no muy grande construida en madera y chapa contorneada por una guarda de bombitas de luces de colores y un cartel luminoso en el techo con el nombre Voodoo Child en letras rojas sobre fondo negro.
Paré la Chevy al costado de la puerta junto a media docena de motos chopperas y un hot rod con casco de Ford T en muy buen estado. Un poco mas allá se veían otros vehículos estacionados en la oscuridad bajo unos árboles: tres o cuatro chatas bastante vaqueteadas al parecer, entre las que sobresalía una Apache desvencijada pero con carácter, por supuesto. Cuando apagué el motor de mi cupé escuché que desde adentro del pubsito se escuchaba “Black Dog” de Zeppelin. Este es un lugar como para mí, pensé. Puedo entrar, tomar algo, y de paso pregunto cuánto falta para Villa María.
Cuando entré al lugar vi la escenografía típica de varias mesitas de madera llenas de gente tomando litros de cerveza y descascarando maníes, una pequeña barra y un escenario con una pizarra al costado donde se leía en letras grandes que habían pintado: “Hoy Duelo de Guitarras”. Me apoyé en la barra que era el único lugar libre y pedí algo para tomar.
El gordo detrás de la barra tiene una remera de AC/DC y me comenta que ya va a empezar “el duelo”, y que los dos violeros de esa noche eran excelentes. Al parecer y según me cuenta, los desafíos guitarreros se daban cada tanto y eran pretexto para que dos virtuosos toquen cada uno sus mejores trucos y luego como es de esperar termine todo en una zapada.
De repente se apagan las luces y la manada empieza a aplaudir. Los más ruidosos son un grupo de pibes de no más de veinte años que ocupan una mesa cerca de mí y no paran de hacer bardo desde sus asientos.
Cuando miro al pequeño escenario muy oscuro y sin reflectores que lo enfoquen, veo dos figuras que aparecen en escena. Si bien la iluminación es pobrísima sumado al humo de cigarrillos, lo cual me impide distinguir muchos detalles de sus rostros, alcanzo a ver que uno porta una Strato y el otro una SG, algo así como un Chevrolet vs Ford, pienso, el clásico Gibson vs. Fender.
El de la Gibson es algo mas bajo, con lentes oscuros y ropa de cuero al viejo estilo. En tanto el de la Strato anda con un poncho y un sombrero de ala grande, como salido de un spaghetti western de Sergio Leone.
Arranca el de la SG con un punteo infernal que me pone los pelos de punta, es una variación del solo de guitarra de “Dios Devorador” algo más acelerada, pero tocada con una técnica impecable. Cuando el tipo termina, todo el tugurio estalla en un aplauso. Los pibes de la mesa de al lado mío se ven felices y se paran en las sillas para aclamar al violero que hace una reverencia para darle paso al de la Fender. Entonces este, que mira todo el tiempo hacia abajo con sus sombrero negro y un dejo de tremenda calma, camina dos pasos y alguien le alcanza una botella de Corona vacía. Allí fue donde se hizo un silencio espectral hasta que el muy condenado empezó a tocar con la botella en la modalidad “guitarra slide” las inconfundibles notas de “The Sky is Crying”. Juro que se me puso la piel de gallina con ese himno del blues que me dejó paralizado y con lo ojos llenos de lágrimas. Cuando termina, la merecida aclamación que recibe hace temblar las pobres paredes de madera del local. Y allí nomás sin respiro, los dos guitarristas se unen en una tremenda versión del “Roadhouse Blues” de los Doors mientras todos aplaudimos y algunos coreamos a los gritos cervezas en mano. Los pibes de la mesa de al lado, empiezan a improvisar un pogo que me incluye y terminamos entre todos desparramados por el lugar y abrazados como si fuésemos viejos amigos en esa inexplicable comunión que esas cosas generan.
Así cuando termina el tema y todos aplaudimos y agradecemos, se encienden las luces del escenario. El violero de los lentes oscuros se los quita y el de la Strato se saca el sombrero para saludar al público. Es allí donde me quedo paralizado frente a lo que veo: los dos guitarristas resultan ser los mismísimos Norberto Napolitano y Stevie Ray Vaughan, que sonríen y se dan la mano. Se me eriza la piel y me inunda una emoción y una confusión inexplicables frente a lo que veo, a la vez que las luces de todo el lugar se van encendiendo y me enceguecen poco a poco. Siento que mis fuerzas me abandonan como si fuese a desmayarme, pero antes de perder el sentido, percibo que uno de los chicos con los que hacíamos pogo me toma de una mano y me pregunta: “¿La Chevy que está afuera es tuya?”. “Si” -le respondo confundido-; a lo que el pibe me agrega “Yo también tengo una: La Mejor del Condado, solo que por ahora la maneja mi viejo”. El chico me da un abrazo y me dice confidente: “bueno…yo también la manejo con él”. Los spots son cada vez mas fuertes y esas luces blancas finalmente me enceguecen por completo.

Me despierto en una camilla de hospital con media docena de médicos mirándome a los ojos. “¿Nos escuchás?”, me dice uno. Le digo que sí con la cabeza, y me explica con acento cordobés: “Tuviste un accidente en la ruta a mitad de camino entre Bell Ville y esta ciudad, estás en el Sanatorio Argentino de Villa María. Un tipo de gorrita con una camioneta vieja te rescató y te trajo para acá…”.
“Una C10 `71” le susurro, y el doctor me dice que sí con la cabeza con cara de extrañado: “bueno, no sé el año…de esas viejas, sí”. Y a mí no me sorprende.
Otro de los médicos me dice: “Tenés que dar las gracias por seguir con vida, aunque no lo creas estuviste clínicamente muerto durante 15 segundos, pero entre todo el equipo de emergencias la peleamos y ya estás bien”.
Aún hoy me pregunto cual habrá sido el siguiente tema del Carpo y Stevie Ray.

CESAR RODRIGUEZ BIERWERTH
Stevie Ray Vaughan "The sky is crying" http://www.youtube.com/watch?v=EI9TS4O5Ww4

viernes, 27 de agosto de 2010

VIDEO: LA SEGUNDA CRUZADA


Este es mi nuevo Video sobre mi cuento LA SEGUNDA CRUZADA, incluído en este blog y publicado en varios medios. Es un cortometraje de casi 15 minutos que incluye música de Morricone, Metallica, épica, etc., así como imágenes de viejas publicidades Chevrolet, películas, y hasta videos filmados por amigos y por mi mismo. Espero que les guste.


http://www.youtube.com/watch?v=6PNjjAbXaNg

jueves, 12 de agosto de 2010

MUTANTES Y GLADIADORES


“Había visitado en una ocasión anterior esta ciudad sin nombre
entre las arenas, y sabía algo de sus misterios, pero no todo, por lo que estaba ansioso por sondear estos enigmas hasta lo mas profundo” (Lin Carter “El Necronomicón-La traducción de Dee”)

Pasaron quince o dieciséis años ya, pero aún recuerdo haber visto pelear a un tipo de una sola pierna usando sus muletas como armas mortales en un pool de Constitución. Daba saltitos en la punta de su único pié como boxeador a la mitad, y a la vez que apoyaba una muleta, pegaba con la otra, y así iba alternando sus brazos de madera para hacer base y golpear a la cabeza, al torso, a las piernas. Mientras combatía sonreía todo el tiempo, quizá para desanimar a su contrincante. El sujeto se veía como indigente y tenía esa edad incalculable de quienes viven en la calle. Quizá veintipico, quizá cuarenta. Supongo que durante el día pediría limosnas en la estación fingiendo una minusvalía que no tenía a pesar de su pierna faltante. Pero en la noche era todo un artista marcial cuyo sensei fue la puta vida que lo hizo duro para no morir.
No ganó ni perdió aquella pelea. Dio y recibió, como suele suceder, pero cuando todo terminó se dirigió hacia la barra de aquel tugurio donde yo estaba apoyado, y quizá advirtiendo mi mirada de admiración cuando pasó a mi lado me saludó serio con la cabeza. Con su cercanía advertí que el tipo tenía ese olor inconfundible de quien duerme en la calle, el olor de la pobreza. En silencio le devolví el saludo del mismo modo levantando un poco mi lata de cerveza a su paso. Cuando pasó y quedó de espaldas a mí se detuvo, giró y me pidió que lo invite una ficha de pool. Le dije que no, que ya me iba. Asintió haciendo una especie de reverencia de bufón y siguió con sus muletas un paso mas, y volvió a detenerse y girar su cabeza de búho: “¿… Y una birra?”. Miré al orangután que atendía la barra y le dije: “Una lata mas de cerveza para él”.
Mientras me iba de aquel antro, vi al gladiador de las muletas gastadas saludarme con su flamante lata de Quilmes desde la barra. Se la había ganado.
Cuando salí de aquel reducto perdido en lo más oscuro de la ciudad, y ya del tiempo, caminé en la noche fría unos metros entre los subseres que poblaban ese arrumbado pasaje de Constitución cerca de la calle Brasil. Y entre los borrachos, los proxenetas, los tarjeteros de “saunas” y los rateros de poca monta, llegué hasta la avenida Garay donde pegado al cordón me esperaba mi lugar en el mundo: mi Fairlane LTD que me miraba con sus duales ojos soñadores. Ese auto tenía nombre como corresponde a todo ser viviente, y se llamaba Mark, quien había sido uno de mis personajes de historieta favoritos de la infancia. Mark era un aventurero solitario de un futuro post-nuclear, ideado por el genial Robin Wood y que aparecía en la revista El Tony, que vivía en un mundo destruido y apocalíptico, y luchaba contra tribus de “mutantes” y de “destructores”. Así me sentía yo cuando manejaba en las noches irrepetibles de aquellos mágicos años.
Justamente en aquellos primeros noventas un auto así no llamaba mucho la atención, mientras todo un país vendía su alma al diablo y se embarcaba en absurdos planes en cuotas para comprar un Duna que luego no serviría ni para chatarra. Pero mi enamoramiento con el Fairlane sobrepasaba los límites explicables desde la semántica. Sus líneas rectas e interminables que se extendían mas allá de la parrilla parecían diseñadas por algún aventurero loco que trató de imaginar la cuarta carabela de Colón para descubrir nuevos continentes. Y esos nuevos continentes o nuevos mundos eran los que yo pensaba explorar con mi LTD de pintura gastada. Quien así no lo hiciese estaría traicionando al espíritu y la imaginación creativa de aquellos maravillosos dementes de Detroit que idearon semejante carruaje celestial.
Entré al Fairlane y cerré su puerta sólida como escudo. Entonces respiré tranquilo, le dí arranque y salí por Garay derecho en dirección a la avenida Entre Riós. La noche era espectral y la gente “como la gente” a esa hora dormía entre las tristes paredes de sus hogares. Pero como ya dijera, mi hogar se llamaba Ford Fairlane LTD, o Mark, para hablar con propiedad. Era una noche de domingo, lunes ya, las 2 de la mañana, las oficinas estaban cerradas y los cabarets abiertos. Los hombres de familia dormían y yo no. Yo manejaba como vagabundo sin destino fijo entre mutantes y destructores imposibles de ver de día. Y era feliz como gato en los tejados buscando acción. Como diría la canción de Sade: hambriento por la vida y sediento por la distancia. Tenía 25 años y la inocencia de quien se siente inmortal.
Solo faltaba que me afeite la cabeza al estilo mohicano del Travis interpretado por De Niro en “Taxi Driver”. En ese tiempo mis horas parecían dirigidas por el Scorsese de aquella pieza fundamental (are you talking to me?).
Así manejé por desiertas avenidas mientras en el pasacassette sonaba una y otra vez mi compilado de The Cure con Robert Smith aullándole a la luna “the hanging gaaarden!”. Siempre tratando de encontrar el lugar más oscuro entre los neones donde quizá pudiese rescatar alguna princesa de las garras de los mutantes.
Serenidad espacial con caja de tercera al volante.
Una hora más tarde me encontraba en una pseudo-discoteca que si mal no recuerdo quedaba en la calle Esmeralda casi Viamonte en pleno microcentro. No creo que ese lugar exista más, lo cual sería muy triste. Y tengo la casi certeza de que se llamaba “Mi Club”, como su popular homónimo de zona sur conocido por generaciones, al cual sus habitués en algún momento llegaron a llamar “el Registro Civil” porque según se decía, estaba lleno de buenas chicas de barrio que iban a buscar novios con intenciones serias, lo cual -desde ya- lo hacía un lugar desaconsejable para mí. Pero lo cierto es que el “Mi Club” capitalino era un engendro al cual se accedía por una escalera descendente -¿Cómo si no?- como la mayoría de los inolvidables sótanos céntricos de Buenos Aires, donde pasaban mayoritariamente cumbia y música latina, cosa que me convertía en un notable sapo de otro pozo, acostumbrado a los lugares que yo frecuentaba donde pasaban música electrónica, a la que en aquellos años llamábamos “tecno” o “marcha”.
De lo que se trataba, era de descubrir nuevos submundos, o como diría Lin Carter en su anotación sobre el Necronomicón: de sondear misterios hasta lo más profundo. ¡Y bien profunda que era aquella cueva que latía por debajo de un microcentro que de día ignoraba la existencia de semejante universo en su inframundo!
“Mi Club” respondía a ese canon de cuasi-bailanta (más categoría que una bailanta y menos que una disco) con muchas mesitas, pista de baile, una barra y un escenario donde bandas de cumbia alternaban con el DJ. Como era de esperarse el elemento femenino no era de lo mejor dadas las características del lugar sumado al hecho de ser la noche de un domingo.
Pero al cabo de un rato ya me encontraba bailando en la pista –o dando lástima, dado que era evidente que nunca había bailado cumbia- con una morocha muy sexy que tenía las lolas naturales mas grandes que vi en mucho tiempo. Se llamaba María y curiosamente se veía mucho más linda que el promedio de mujeres del lugar.
María se veía incómoda y tensa, y yo pensaba que era debido a mi constante papelón en la pista de baile, pero de todos modos decidí preguntarle: “¿estás nerviosa por algo? “, le dije, y agregué: “Ya sé, es demasiado evidente que no sé bailar esta música, pero…” entonces ella me interrumpió diciendo tajante: “No, lo que pasa es que tengo novio…”. “Ah, bueno, pero igual si no vino, ¿Qué problema hay?” le dije entonces, a lo que ella respondió con cara de extrema preocupación: “Si vino, ¡y es el cantante del grupo que está tocando!”.
Allí fue cuando giré mi cabeza hacia el escenario donde por única vez en mi vida vi a un grupo de media docena de cumbieros pelilargos tocando y cantando con caras de enfurecidos como si fuesen Metallica. El cantante –por razones obvias- parecía el mas enojado de todos y me miraba fijo señalándome mientras cantaba como diciéndome: “en cuanto termine de cantar, nos bajamos y te matamos”. Para colmo de males, la tal María me dice al oído: “Y tengo malas noticias: este es el último tema y mi novio es re-celoso. Cuando termine el show te van a venir a buscar…perdoname”. Claro que podría perdonarla, pero de seguro, los de arriba del escenario a mi no me perdonarían.
Allí fue cuando mi sentido de supervivencia me indicó que debía retirarme cuanto antes de aquel local en el cual yo resultaba manifiestamente visitante. Y debía hacerlo antes de que la banda de cumbieros a pleno se baje del escenario a aniquilarme. Pero antes de irme, y como velocirraptor que asegura su presa, le dije a María: “ OK, ya me voy. Si querés nos vemos en un rato en el bar de Esmeralda y Lavalle, acá a menos de 2 cuadras, y te invito a desayunar”. La chica me miraba como si estuviera loco. Así fue como me dirigí rápidamente hacia la puerta de “Mi Club” mientras 6 o 7 músicos tropicales todos con sus camisas iguales, me lanzaban dardos con sus ojos amenazantes desde aquel perdido escenario.
Una hora más tarde, estábamos desayunando con la hermosa morena María, que apoyaba sus grandes atributos sobre la mesita del bar indicado, junto a las medialunas. Ella había tomado el riesgo y se había ido del boliche para compartir conmigo aquel café con leche inolvidable. Luego nos subimos al Fairlane y la llevé hasta su casa, que quedaba por Palermo –antes de que ese barrio se transformara en el lugar cool que hoy pretende ser-. Mientras manejaba por avenida Córdoba me sentía como el príncipe de los ladrones.
Luego de dejar a la bonita morocha en su casa, el maldito sol en la cara del lunes a la mañana me lastimó como a un vampiro, y me recordó que en pocas horas debía ir a trabajar otro día sin dormir.
Pasaron muchos años ya desde entonces. Con María no duramos casi nada, como alguien dijera alguna vez: nuestras colecciones de discos eran incompatibles.
Luego de tanto tiempo creo que ya no soy tan joven ni tan inmortal. Pero de vez en cuando en sueños vuelvo a aquella noche y a otras parecidas donde todos esos personajes me visitan. Entonces, al despertarme, extraño a mi Fairlane Mark y a aquellas historias de mutantes, princesas subterráneas y gladiadores de una sola pierna.

CESAR RODRIGUEZ BIERWERTH

miércoles, 21 de julio de 2010

VIAJAR EN EL TIEMPO


Conozco bastante de bares, y de putas, y de autos retro.
Conozco algo de cervezas importadas y de barras de tragos de Buenos Aires, y puedo recomendarte la Newcastle colorada, o alguna mezcla en la barra de atrás del “Living” de Marcelo T. y Paraná.
Manejo aceptablemente otros idiomas, los cuales me han servido más en los pubs que en entrevistas laborales.
Se que el sistema de combate de un striker es el opuesto al de un grappler, y puedo diferenciar un estrangulamiento sanguíneo de uno aéreo, que opera más rápido.
Sé que “Medusa” fue el mejor disco de Annie Lennox, y que difícilmente se pueda escribir un poema mejor que aquel de las “Chicas Tranquilas” de Bukowski.
Conozco y recito de memoria el monólogo inicial de Don Juan de Marco y el final de Blade Runner en idioma original.
Sé bien que los verduleros bolivianos son mejores que los chinos, al menos en mi barrio.
También sé que basta con mirar los tobillos y/o las muñecas de una mujer para saber como viene de piernas y cola.
Sé, por supuesto, que nunca seré el presidente del Colegio Público de Abogados.
Sé perfectamente, y además me consta, que las chicas del Metro de París son las mas elegantes del mundo, y las de la Avenida Atlántica de Río de Janeiro las más fáciles.
Sé todo eso, y apenas unas pocas cosas más.
Lo que nunca supe y lo que nadie sabe, es como diablos puede hacerse para viajar en el tiempo. El DeLorean de “Back to the Future” nunca existió, sino sería mas fácil para Michael Fox subirse a ese auto, en lugar de seguir peleándosela al parkinson. Pero no. Entonces pone cojones, y la pelea.
Pareciera que el camino difícil es la única vía. Esas historias de suertudos y millonarios de la noche a la mañana que pasan por Travel & Living no parecen ser las nuestras. Pero una máquina del tiempo: ¡vaya si solucionaría nuestros problemas!, así al menos viajaríamos un toque al pasado para no cometer los mismo errores. ¡Que fácil sería!
Pero no.
Quien no ha soñado con ese truco de viajar en el tiempo como en aquel túnel a rayas de Tony y Douglas. Un amigo hace poco me decía que hasta se iría un ratito a la agencia de Grandío & Lopez en los setentas para comprarse un Chevrón y dejarlo bajo una lona en un lugar secreto para luego quitarle la capota cuarenta años mas tarde y andarlo cero kilómetro en esta época.
Pero nunca descubrimos la condenada Time Machine.
Existe un lugar cerca de la avenida Galicia en Piñeiro, Avellaneda, donde el destino me llevó hace unos años, donde tras un portón de madera una familia de mecánicos celebra cada sábado el ritual de revivir viejos motores Chevrolet 230 y 250para asegurarles vida eterna. Hacia allí llegué una tarde a bordo de mi extenuada cupé ’71 y conocí una banda de tipos con historias de vida muy distintas a la mía.
No fuimos nosotros, sino nuestros caballos cansados, conocedores del camino, quienes allí nos llevaron.
Allí Rubén y sus hijos Ale y Diego revelan sus verdaderas identidades los fines de semana para el mundo exterior (como casi todas las personas, claro). Ellos de lunes a viernes fingen tener empleos fijos, administrativos, en firmas, en empresas o reparticiones públicas que en realidad, no hacen más que encubrir sus dotes reales de hacedores de milagros en los 6 cilindros y sus esqueletos. Juro que los he visto revivir chasis y motores que parecían muertos y sepultados hace tiempo. Pero llegado el sábado se calzan sus overoles azules y desenfundan su infinito arsenal de herramientas medievales, que imagino, fueron previamente bendecidas como espadas de cruzados, y se abocan al mandato transmitido por generaciones de hacer verdadera mecánica como se hacía en los sesentas y setentas.
Ese taller es nuestro meeting point. El círculo de amigos de Piñeiro se asemeja de alguna manera a una orden al estilo de la Mesa Redonda –ya sea la del Rey Arturo, o la del bar que más te guste-, y una vez dentro de ella, la hermandad nunca te abandonará, donde quiera que te encuentres. Los cofrades van a rescatarte cuando estés en problemas, ya sea en la ruta 2 a medianoche, o en un perdido camino provincial de Tucumán o de Corrientes, o en el Himalaya. Si estás en aprietos con tu 6 en línea, solo deberás hacer el llamado de emergencia y al rato verás dibujarse las siluetas de sus acorazados en el horizonte, llegando al rescate. Allí donde las pólizas y las grúas no se atreven. Allí donde las águilas se atreven, si entendiste.
En Piñeiro se cultiva la amistad al viejo estilo, y convergen cada sábado distintos personajes de las más variadas características.
Fito, por ejemplo, con su Chevy Zeppeliniana con sus calaveras y sus cadenas. Hay tanto metal en su auto como en su indumentaria.
Ezequiel, uno de los pocos capaces del milagro de transformar un Chevrolet 400 en una cupé con capot cowl induction y todo; tanto que parece un Nova . . . o casi un Nova.
Carlos y su hijo con su Impala 64 y su impecable Ford A. Aquí cabe mencionar que Carlos posee una fórmula secreta de preparación de chorizos a la pomarola con los que suele lucirse en muchos encuentros multimarca.
Está también Martín, curioso fanático de su Opel K 180 que aun nadie conoce pero que dicen las predicciones que cuando esté listo no dejará ruta del país sin pisar. Martín es además el único sujeto que conozco capaz de decirle a su novia que aun no está listo para casarse porque no terminó de armar su Opel . . . Me pregunto que dirá cuando lo termine.
Además está Daro, con su Chevy que responde al nombre de La Fénix, ya que literalmente resurgió de las cenizas. Daro es uno de esos tipos que han sabido ganar su libertad, dejando atrás a un jefe prisionero de sí mismo, y hoy partió hacia tierras del nordeste mesopotámico a aterrorizar a los lugareños con el sonido de su 250 furioso.
Y puedo mencionar también a mi vecino Emiliano, eterno compañero de caminos, y a también a Tulio, y a Ariel, con su sombrero tex-mex que yo mismo le traje de Baja California. Y Mauro, reciente padre de familia y dueño de un 400 y de un Rottweiler llamado Homero. Y a Richard, uno de esos chapistas de vieja escuela, cuyo oficio tiene mucho que ver con el arte.
Todos ellos, y algunos mas. Y yo, extraña clase de abogado que customiza una vieja cupé como la de un asesino serial hollywoodense.
Y todos nos reímos, y todos aceleramos, y todos escuchamos Metallica, y todos somos felices cuando el calor del motor se pasa al habitáculo, porque somos parte de la máquina de guerra y ella de nosotros, ¡porque eso está vivo!
Los puntos de encuentro de esta particular casta de soñadores suelen cambiar constantemente, y dada la naturaleza rutera y la pasión por el camino de sus miembros, hoy puede ser un pub irlandés en Mar del Plata, mañana un hotel al costado del camino en Chascomús, y luego un camping, o la parrilla “El Tano”, o el peaje Hudson, o cualquier lugar impredecible. Pero lo cierto es que se sabe que la única sede central del escuadrón, es el famoso portón de madera de zona sur en Piñeiro.
Me pone bien cuando veo otros grupos y hermandades amigas de diversos lugares del país cada vez que hay un encuentro; mis conocidos torineros, los fanas del Falcon, los dodgeros, y tantos otros. ¡Que parecidos somos!, ¿de veras pensaron que la “evolución” de la industria automotriz podría detenernos? ¿no saben acaso que el tiempo, que parece invencible a veces puede perder la partida al igual que en el cuadro de Dalí donde los relojes se derriten?
Hace poco me enteré de la existencia de un supuesto “Club del Audi”, cuyos miembros se reúnen periódicamente en una coqueta confitería de la Avenida Figueroa Alcorta en Palermo Chico, y hablan de negocios utilizando sus autos como pretexto. Los RRPP de dicha confitería diseñaron el Audi Lounge, un espacio exclusivo donde a los propietarios de vehículos de la prestigiosa marca alemana se les informa respecto de actividades y paquetes en Las Leñas y Cariló. Conforme consigna la revista Fortuna, el Gerente de Marketing de la mencionada firma automotriz, sostiene que “el Audi Lounge es un lugar de reunión, donde nuestros clientes pueden sentirse igual que cuando están sentados arriba de su Audi”.
Al otro extremo del mundo, en Piñeiro, junto al portón de madera, Betty, la mujer de Rubén y madre de Ale y Diego, nos prepara un bizcochuelo y nos tiene listos unos mates, mientras mis amigos y yo reforzamos nuestros dragones con chapa del 18, barras estructurales y jaulas tubulares. Nuestras fieras no ostentan frías siglas como A3, A6, A8 etc. Los nuestros se llaman Super Sport, Brava o Pura Pimienta. Sueño despierto e imagino, que algún día deberíamos arrasar el Audi Lounge como una invasión vikinga, dejando solo un montón de escombros y varios negocios inconclusos.
Y hablo de vikingos porque no dejo de pensar en mi viaje a otras edades de la historia de la humanidad.
Por todo ello, a esta altura puedo concluir que a ciencia cierta sé que nunca seré capaz de inventar una máquina para viajar en el tiempo. Pero conozco un lugar, en la zona sur, donde puedo experimentar un efecto bastante parecido y sentirme un poco dentro de otra época, donde la amistad y los autos eran de fierro.
Sé eso y unas pocas cosas más.

CESAR RODRIGUEZ BIERWERTH

domingo, 4 de julio de 2010

CONVOYS!


Se llamaba Edgardo pero le decían Egar, y era fanático de las series y películas de vaqueros. Dentro de los límites de sus dominios –una pequeña casa con patio y jardín en Lanús, a la vuelta del club Pampero– solía andar con un sombrero de cowboy, o “convóy”, como entonces se decía en los barrios suburbanos. A fines de la década del sesenta, él y su mejor amigo desplegaban día tras día un mapa-color de América del Sur sobre el piso de aquel patio inigualable. Marcaban y remarcaban dos cruces. Una en Buenos Aires y otra en Caracas, Venezuela. Entre ambos puntos trazaban rutas imaginarias con diferentes colores de “pinturitas” Faber. Los dos adolescentes soñaban con un viaje fantástico que los llevaría a través de ruinas incaicas y salvajes junglas, atravesando luego el mítico camino trans-amazónico para llegar finalmente a la capital venezolana. En el camino seguramente vivirían mil peligros e historias de amor. Si años antes unos audaces Ernesto Guevara y Alberto Granados lo habían intentado en una moto Norton 500, ¿por qué no habrían de lograrlo los dos intrépidos aventureros de la zona sur esta vez en un automóvil?
Primero pensaron que lo ideal sería hacerlo en un Jeep, pero luego decidieron que sería mejor algo con techo fijo, dada la larga travesía. Fue entonces muy difícil arribar a una decisión final en tal sentido, pero luego de tardes y tardes de debate, entre capítulos de Bonanza y canciones de los Beatles, ambos amigos pactaron que el mejor medio para llevar a cabo su periplo, sería el que surgiese de sus propios sueños de esa noche. “Hagamos algo”, sugirió Egar a su fiel amigo: “Hoy no decidamos nada. Fijate si esta noche cuando te vas a dormir soñás con un auto en particular. Un Peugeot, un Rambler, lo que sea. Y si soñaste con alguno en concreto y te lo acordás, anotate el nombre en un papel y traelo mañana a casa. Yo trataré de hacer lo mismo. Si nuestros sueños coinciden, ya sabemos cual será el coche para el viaje, y si no, tiramos una moneda a ver cuál gana”. Su amigo asintió con la cabeza y se fue a su casa muy serio mientras caía el sol suburbano y pensaba que aun durmiendo sus responsabilidades no terminaban.
A la mañana siguiente sonó el timbre de la casa de Egar, quien suspendió su Vascolet y, calzándose su sombrero texano, corrió atravesando el patio hacia la puerta con un papelito previamente plegado en forma muy prolija en su mano izquierda. Al abrir la puerta se encontró con su amigo que a su vez traía un bollito de papel madera en un puño cerrado y temblequeante. No se dijeron una palabra, se miraron y desplegaron sus enigmáticos papiros. En ambos se leía la misma categórica palabra mágica: Torino.
¿Con qué otra cosa hubiese soñado un adolescente de los años sesenta más que con ese motor Tornado de 4 bancadas y ese toro rampante en el frente? Con los ojos llenos de lágrimas se estrecharon la mano y corrieron a desplegar una vez más aquel garabateado mapa sudamericano.
Pero lo cierto es que tanto Egar como su compinche eran hijos de inmigrantes italianos laburantes de aquella Argentina industrial, y a sus jóvenes años estaban muy lejos de poder adquirir un auto tan magnífico, que siempre fue tan caro. Claro que eso no les impedía lo más importante: soñar.
Así pasaron unos meses dibujando líneas sobre su precaria cartografía, y haciendo listas del equipo necesario para el recorrido, hasta que Egar comenzó a sentirse mal. Y tan mal se sentía que con los días le pidió a su amigo que pospusiesen por un tiempo la eterna planificación de su aventura y, por lo tanto, también las visitas a su casa a trazar rutas y ver Bonanza. Dijo que necesitaba descansar y hacerse unos estudios médicos para ver realmente qué le estaba pasando. El semblante de sus padres había cambiado y se veían misteriosamente preocupados.
Dos semanas después, en una mañana de noviembre, víctima de una insuficiencia renal fulminante, Egar se fue sin avisar, buscando quién sabe que nuevos viajes y aventuras infinitas. Su amigo nunca lo superó.

Año 2010. Arden las cafeterías de Buenos Aires en el viernes a la tarde. Los planes de fin de semana parecen inagotables. Todas las grandes esperanzas deberán materializarse dentro de las próximas 48 horas. El lunes es como la muerte que sabemos inexorable pero lo sentimos tan lejano que ni pensamos en él. Los subterráneos realizan su frenético delivery humano, transportando almas apiñadas con sus ojos en blanco pensando en alguna quimera de weekend. Ese fin de semana que representa un desafío como si fuese una hoja en blanco.
En un repleto vagón del Subte C, viaja Víctor, un repartidor de productos La Virginia rumbo a la estación Constitución. Desde hace décadas recorre a pie las áreas que le asignan con muestras de productos que lleva en una valijita. Hoy le ha tocado Zona Norte y pudo terminar su pedestre recorrida en cinco horas. Todo un récord teniendo en cuenta los tiempos que hace en otros circuitos. El martes le tocó Moreno, el miércoles: Isla Maciel, y el Jueves: las temibles torres del Docke. Víctor tiene más de 60 años y todo el pelo blanco. Aparenta más edad inclusive, porque camina algo encorvado y usa sweaters de abuelo y mocasines. Pero a no dejarse engañar, su famoso paso ligero es difícil de acompañar, y su cambio de marcha puede ser mas rápido que la vista, como varios chorros y salteadores podrían atestiguar. Víctor es un sobreviviente, le robaron treinta y siete veces. Las contó. Pero él está entrenado para sobrevivir en zonas bravas y seguir su recorrido de repartidor heroico de infantería. Siempre lleva un vuelto de 10 mangos en el bolsillo trasero de su pantalón Chemea, por si los delincuentes se pasan de nerviosos. Este hincha de El Porvenir no usa billetera ni alianza, y porta su DNI en el bolsillo izquierdo de su camisa a la altura del corazón.
Desde Constitución, Víctor viaja luego hasta su casa donde lo espera su mujer Anita y su vieja perra cocker cuya medalla identificatoria reza: Magui (y no Maggie). Anita no sonríe pero tiene hoy una mirada comprensiva. Le ceba unos mates a su marido mientras Magui se acurruca a sus pies bajo una mesita de piedra en medio de uno de los últimos jardines de patio de zona sur, donde aún se pueden escuchar zorzales.
“¿No te olvidás de nada?”, le pregunta ella. “Creo que no, tengo todo en el baulsito”, le responde él, en alusión al nombre doméstico que ambos le dan a una pequeña valija que la pareja suele usar para sus veraneos en San Clemente. Víctor toma unos mates y se dirige a la puerta entonces, diciendo: “En un rato vuelvo, voy a ponerle al auto la calcamonía” –que es su forma de decir plotter-. “Si serás chiquilín”, llega a escuchar que su mujer le dice cuando ya llega a la vereda, a lo que él le contesta a la distancia: “La dedicatoria no puede faltar”.
La mañana siguiente anticipaba un sábado fresco y nublado. Los vecinos habían salido a la vereda y murmuraban observando. A través de las miradas mediocres, Anita abrazó a su hombre y se despidió de él diciéndole al oído: “Dicen que estás loco”, a la vez que le daba, en forma encubierta, una estampita de San Jorge. Víctor con mirada tranquila le contestó: “Nos vemos a la vuelta”.
Al entrar a su auto, el aventurero besó la estampita que depositó en la guantera cuidadosamente junto a otro de sus tesoros: un viejo y desgastado trozo de papel madera que rezaba: Torino.
El bólido rampante de Industrias Kaiser Argentina salió quemando cubiertas y se perdió en el horizonte de la avenida Pavón.
Tiempo más tarde tribus de aborígenes aymaras, jíbaros, kayapós, desde el Altiplano hasta el Amazonas, ya contaban historias y leyendas respecto de un misterioso auto de faros redondos conducido por un hombre de cabello blanco, que surcaba selvas y caminos como un rayo y en su luneta trasera llevaba un plotter de letras grandes con la leyenda EGAR.
Algunos nativos y lugareños de diversas regiones de Sudamérica juraban inclusive haber visto a un copiloto joven y con sombrero de cowboy riendo como loco.


* Basado en una historia real y dedicado a todos los cowboys que aún creen en la amistad.

sábado, 19 de junio de 2010

MANIFIESTO-ahora en Video-



Video de mi cuento MANIFIESTO publicado en TCU, Gobierno de la Ciudad y en este mismo Blog. Acerca de los sueños de la infancia y los verdaderos autos con su leyenda.
Homenaje a la auténtica caballería metálica.

martes, 8 de junio de 2010

LA NOCHE DEL IMPALA

"Y aunque se sumerjan en profundas aguas tendrán que resurgir. . . y la muerte perderá su dominio" (poema de Dylan Thomas).


Los mozos de Las Cuartetas nunca aprenderán. Es bien conocida la mala onda de quienes tienen la sagrada misión de atender las mesas de las más emblemáticas pizzerías de Corrientes. En el Palacio de la Pizza la situación es todavía peor, en Guerrín la cosa mejora un poco, pero aún así no son precisamente los reyes de la cortesía. Pareciera que la calidad de la pizza de Buenos Aires fuese inversamente proporcional a la hospitalidad de los mozos del local que fuere. La única excepción podría ser el magnífico Cuartito, de Talcahuano y Paraguay, con sus paredes empapeladas de posters de inolvidables eventos deportivos, sobre todo pugilísticos: Leonard/Lalonde, Hollyfield/Tyson I y II, etc., pero ya estaríamos hablando de un lugar Off Corrientes.
Lo cierto es que cuando el viejo del chaleco y el repasador al hombro deslizó el platito de chapa sobre mi mesa con ese inconfundible queso derritiéndose sobre las dos porciones de muzza, me olvidé de sus malos modales por completo, porque ese solo espectáculo limpia cualquier pecado.
Ese viernes estaba terminando una semana de quiebres, de puntos y aparte. Acababa de rescindir mi contrato de trabajo previo arreglo de un monto que me permitiera vivir un par de meses hasta conseguir otra cosa. ¿Beneficio?: jamás volvería a ver al miserable de mi jefe atornillado a su oscuro escritorio. Al mismo tiempo y luego de cuatro años había decidido poner punto final a mi noviazgo –con convivencia incluida- con mi chica, justo cuando el círculo se cerraba y su siniestro plan matrimonial se estaba volviendo una realidad ineludible. ¿Beneficio?: esa vertiginosa sensación del salto al vacío de los hombres libres. Había dejado el departamento de mi novia, y todo lo que tenía en este mundo era mi Impala cupé 64 y mi libertad. Era infinitamente rico.
Lo cierto es que allí estaba yo una vez mas, sentado solo en Las Cuartetas frente a mis dos porciones y una Coca común burbujeando mientras mis mejores amigos discutían en sus hogares con sus mujeres, que ya no estaban tan buenas como en los primeros noventas, cuando usaban las botas altas al estilo Julia Roberts en Pretty Woman. Sus planes de fin de semana tendrían su punto más excitante en un partido de fútbol colegial donde sus hijos jugarían una semifinal contra los del Don Bosco. Evento que les tomaría toda una hermosa tarde.
Pero ese no era mi mundo. No. Tampoco el de mi amigo Javier, recientemente divorciado, que prefería pasar un rato por Esmeralda Vip en la tarde del viernes en lugar de acompañarme en mi maratónica cacería nocturna que había planificado con tal de vivir un poco mas y dormir un poco menos. Javier no era un bicho nocturno, rara vez era de mi partida.
Se puede cazar como tigre, solitario y al acecho. Se dice que los campesinos de la India usan unas caretas dadas vuelta, con la cara sobre la nuca, y así parece que te miran aunque estén al revés, para no ser atacados por esos felinos que claro, son sigilosos y atacan por la espalda. También se puede cazar como lobo, en jaurías de ataque estratégico y grupal, lo cual además requiere por lo tanto de buenos compañeros de equipo.
De un modo u otro, todo requiere un plan, una logística que nunca termina de perfeccionarse y que puede quedar totalmente desbaratada por cualquier imponderable fuera de la lógica. Todos sabemos que las mujeres al carecer de cualquier tipo de coherencia, resultan presas impredecibles, por lo cual nunca sabemos de antemano en que dirección pueden correr, o desde donde pueden aparecerse. Pero aún así siempre es mejor estar preparado, en guardia y con un cierto arsenal de armas conocidas y en cuyo uso estemos bien entrenados.
Cuando terminé de cenar en Las Cuartetas me fui a tomar el café de rigor a la esquina del Bar Ramos. Nada que empiece en el Ramos puede terminar mal, y como diría Bono: “midnight is when the day begins”. En el trayecto por Corrientes hasta Montevideo vi a los hippones en la puerta de los teatros con sus mantas y sus artesanías, y se veían tan relajados y en paz. Me pregunté como lo logran.
El Ramos estaba habitado por fantasmas, como siempre. Solo que luego de su reestructuración se hace algo difícil verlos porque quedó demasiado luminoso y limpio, con muchos colores acrílicos donde antes primaba la calidez y la humedad de la madera. Pero de todos modos yo sabía que estaban –estábamos- allí.
En otros tiempos muy distintos mi búsqueda tenía quizá un objetivo hasta metafísico. Pensaba y hasta creía en quimeras tales como encontrar al “amor de mi vida” a la vuelta de cualquier esquina. Con el primer sorbo de cafeína cerré los ojos y me vi a mí mismo en aquellos días, aquellas noches ochentosas y noventistas planificando los mismos trucos, las mismas tácticas, pero claro, con objetivos mas nobles a largo plazo quizá; sentado en este mismo bar o cualquier otro similar como el desaparecido Quijote de 9 de Julio y Avenida de Mayo, que tenía el plus de quedar cerca del Morocco. Todo ello fue cuando todavía creía en el futuro. Ahora solo creo en la ruta.
Pero el cazador romántico era inigualable, porque su mundo es completo y su existencia, infinita. En el se resume la adrenalina de la aventura y el corazón del enamorado incansable. Su guardia dura las 24 horas. Cualquiera puede ser la elegida: la camarera que te sonríe, la promotora cautiva en su stand, la chica del inolvidable Play Woman –digo Play Woman y me pongo de pié- o hasta la vendedora de un Shopping. Cabe señalar que este subgrupo de mujeres de alta exposición, al que podríamos llamar de blancos fijos, por su incapacidad para desplazarse, no necesariamente resulta mas accesible que otros, ya que las señoritas que lo integran, sabiéndose estáticas y bellas, se encuentran con la guardia alta por los reiterados vuelos razantes de las aves predadoras como nosotros.
Habiendo terminado mi café caminé hasta el garage de la calle Sarmiento donde mi Impala aguardaba en silencio en el típico lugar en línea recta con la entrada destinado a los autos grandes o camionetas. Antes de subirme lo miré unos instantes solo por mirarlo. Nunca me canso de eso. Con sus líneas rectas y sus ojos redondos y desafiantes -dos a cada lado- que me miraban como preguntándome cual era el siguiente paso de la noche. “Recoleta”, le dije (no creo necesario aclarar que yo soy de los que hablan con su auto). Me subí y hacia allí salimos, donde mi solitario brindis no podía ser en otro lugar mas que en Madaho´s. Podría escribir la enciclopedia completa de ese cabaret infinito.
Cuando me tocó vivir unos años en Mar del Plata hacia la segunda mitad de los noventas, conocí al viejo y primigenio Madaho´s que por entonces funcionaba allá por la calle Moreno, por el centro de la ciudad. El lugar no era fastuoso, pero era un clásico con su barra en forma de “U”. Un verdadero oasis en la noche de los días de semana de aquellos tiempos. En el ‘97 con la creación del Hotel Sheraton Mar del Plata, pegaron un salto ganador y el local se instaló en la esquina misma de ese hotel cinco estrellas, allá por Playa Grande, frente al Golf en calle Alem.
Allí, Madaho´s se instaló definitivamente como el cabaret líder en la ciudad, ganándole la pulseada a quien fuera su rival directo durante años: el inolvidable “Smoke” de Güemes y la costa, que tenía vista a un hermoso mar nocturno, cuyas mejores chicas comenzaron incluso a pasarse a Madaho´s por su nuevo local estratégico. Otras como Katia, la brasileña, no lo hicieron y siguieron en Smoke. Katia permaneció fiel a su primer equipo, y la partida de los mejores bombones le sirvió para afianzarse como la flor más bella del lugar. Se dice incluso que con el tiempo hizo fortunas en Smoke, y cuenta la leyenda que hoy vive en un lujoso piso en la zona de Playa Chica frente al mar con lo que ganó en aquellos años del uno a uno, convertida ya en toda una dama respetable. Yo por mi parte, recuerdo el perfil de su figura perfecta frente al inmenso ventanal del Cabaret mirando ese mar helado del agosto marplatense, con “saudades” quizá, de otro mar no tan frío ni tan oscuro en su país natal. ¡Vaya un brindis por ella!
Lo cierto es que alrededor del 2001 se inauguró el Madaho`s Buenos Aires en lo mejor de Recoleta, pero esa ya es otra historia.
Llegué con el Impala y conseguí lugar para estacionar sobre Azcuénaga, del lado del paredón del cementerio. Uno ya ve con naturalidad la coexistencia de esa necrópolis en la vereda impar, enfrentando a los más famosos night clubs de la ciudad en la vereda par con sus luces de neón. Luego de activar la alarma y encomendar el auto a Dios, me crucé para el lado del local y entré.
Una vez dentro de Madaho´s me apoyé en la punta de la barra junto al sector de mozos y Tommy, viejo camarero de los tiempos marplatenses, luego de años sin verme, me saludó como si me hubiese visto ayer: “Que tomás hoy”, me dijo con su media sonrisa y su mirada oscura, profunda, penetrante y con un dejo diabólico (Tommy sin dudas será el barman residente en el infierno algún día. No pienso perderme ese fantástico cabaret de noche eterna). Pedí solo un Speed, ya que en unas horas seguro seguiría manejando y había que mantenerse bien arriba y sin alcohol en sangre. Me lo trajo, junto con vaso finito y lleno de hielo.
De repente, creí vislumbrar vagamente entre las mesitas contiguas a la cabina del DJ, y un grupo de mulatas siliconadas, a una figura conocida, una cara conocida. Me fui acercando con mi Speed en la mano tratando de agudizar mi vista entre los cuerpos perfectos y las miradas devoradoras. Crystal Waters sonaba en el aire con los bajos bien arriba –Destination Calabria-. Cuando estuve a un par de metros ya no tenía dudas: Araceli Hunt, después de más de una década estaba allí y no había cambiado nada. Seguía con su pelo rubio cortito como la Madonna de True Blue, su cuello largo y sus hombros perfectos. Me acerqué y la saludé. Me miró con la misma mirada soñadora de otros tiempos y nos abrazamos con esa calma y profunda sensualidad con la que se abraza a una amiga de la noche. Hacía unos trece, quizá catorce años habíamos tenido una historia allá por Mar del Plata, donde ella se había instalado a vivir en mi departamento por un tiempo hasta que decidimos terminarla sobre todo por diferencias horarias. La casa se había transformado en una anarquía con ella trabajando de noche y yo de día. Nuestra relación no había sido de amor, pero sí, de una amistad basada en una intensa atracción recíproca.
Allí estábamos una vez más, ahora en el siglo 21. Recordamos la noche en que nos conocimos cuando lo primero que me contó fue que pensaba trabajar en Smoke solo por un tiempo hasta poder comprarse una moto –Harley decía- con la cual planeaba irse nada menos que hasta Canadá, con un grupo de amigos motociclistas que se hacían llamar los Jinetes del Asfalto, y usaban camperas de cuero con esa inscripción en la espalda. Hablamos de aquellos días de gloria, de nuestros sueños rotos y nuestra pasión por el camino. De su cantante favorita Alanis Morissette, y del estribillo que vivía cantando -¡you leeearn!-.
¿Cumpliste tu sueño?, le pregunté. “Evidentemente no”, me dijo, “aquí estoy, pero hubiese sido maravilloso aunque sea haberlo intentado”. “¿Y vos?”, me preguntó entonces ella. “Bueno, tendría tanto para contarte, pero es mas fácil empezar desde aquí hacia atrás, quizá. Puedo contarte que tengo una cupé Impala 64 estacionada en la vereda de enfrente…”. Cuando le dije esto sonrió y me dijo en tono imperativo: “No esperes mas, entonces. ¿Que esperás para salir a devorar kilómetros de ruta y litros de nafta con ese dragón? ¿Que importa adonde? ¡Atrapa tu sueño, ja ja!” exclamó desafiante a la vez que simulaba meter cambios con una imaginaria selectora Hurst. Mi corazón comenzó a acelerarse y hasta me atreví a la demencial invitación: “¿Y vos me acompañarías ahora mismo cuando salgas de acá?, ¿a que hora salís? Allí fue cuando me recordó las reglas de juego del lugar y me dijo: “¡ah, bien!, nunca pierdas esa locura. Dale, traeme algo para tomar, un daiquiri o lo que sea y seguimos hablando esto que me interesa…”.
Salí eyectado y caminé entre las sombras y las miradas voraces una vez mas, a buscar a Tommy que estaba en el sector de camareros de la barra, cargando una bandeja con una botella de champagne y muchas copas. “Me acercarías después un daiquiri de … frutilla, creo. Para Ara que está conmigo allá”, le señalé. “¿Para quien? Me repreguntó Tommy levantando una ceja y mirándome fijo. “Para Ara, bueno …Araceli, man. Salvo que ahora se haya puesto un nombre de trabajo, ¡ja!” le contesté. ¿Araceli la de Mar del Plata, la de las motos? Volvió a preguntarme. “Si, allá”, le señalé. “Allá, nada.” Afirmó entonces. “Araceli murió hace como diez años en un accidente en la ruta, pensé que sabías” me susurró con cara de preocupado, y siguió: “te habrás confundido, se compró esa moto que tanto quería y solo le sirvió para darse un palo, creo que a la altura de Córdoba. Iba con un grupo de motociclistas, esos Jinetes de no se qué…, dicen que era de noche, que se yo. En su momento se comentó mucho allá. Claro, pero vos ya te habías vuelto a Buenos Aires, por eso no te enteraste, seguro”. Tratando de no perder la línea le dije ahí, “Ok, te la traigo yo, y te explico de quien te hablo. Estás muy confundido”.
Entonces volví al sector de la cabina del DJ, pero Ara ya no estaba, y la busqué por los reservados del fondo, y por el contorno del escenario con sus caños, pero tampoco. Y la busqué por el piso de arriba al cual no cualquiera sube, diciendo que había perdido algo, pero seguía sin verla. No estaba ni siquiera en el pasillo que conduce hasta los baños desde el guardarropas. Entonces cuando les pregunté a un grupo de chicas que trabajaban allí, me dijeron que con ese nombre y descripción no conocían a nadie.
Volví entonces, cansado y confundido a acercarme a la barra desde donde mi viejo camarero amigo con cara de quien tiene la razón, me esperaba mirándome fijo con su media sonrisa ganadora, siniestra. Me vio acercarme y cuando estuve frente a él, sin decir palabra soltó una estruendosa carcajada. La risa de Tommy parecía enmarcada por llamas eternas.
Cuando salí de Madaho´s comenzaba de a poco a llover. El olor del asfalto mojado de la ciudad es inigualable. Caminé unos metros hasta el auto del lado del paredón del cementerio, y se me ocurrió pensar que en esa cuadra de Azcuénaga al 1900, la calle no divide al mundo de los vivos del de los muertos, sino que por el contrario constituye una zona gris, donde se unen ambos mundos.
Las gotas caían sobre el casco de la cupé, haciendo que se vea aún más hermosa con su parrilla cromada que sonreía invitándome a ganar la ruta.
Al entrar al Impala y cerrar su pesada y larga puerta que aún cierra y encuadra bien, bajé el vidrio y saqué mi nariz para llenar mis pulmones de ese magnífico aire de lluvia urbana. Luego puse mis manos sobre el volante y miré al frente. Azcuénaga estaba desierta, mojada y en silencio. Pensé:¿A dónde iría ahora?: ¿ruta 9 pasando por Rosario para tomar un café en El Cairo leyendo a Fontanarrosa?, ¿el desarmadero de Bell Ville para escuchar el rumor de los huesos traqueteantes de tantos dinosaurios?, ¿Purmamarca para ver una vez mas ese cerro de siete colores?, ¿o tal vez mas al norte, llegando a Rio de Janeiro donde alguna vez fui feliz?, ¿y luego Salvador de Bahía para sumergirme una vez mas en las estrechas calles de Pelourinho?.
Pero también mi lado mas lógico y terrenal me hizo un llamado de atención haciendo que también me pregunte si iniciar así un viaje tan descabellado tendría sentido, si realmente eso me haría encontrar algo dentro de mi alma.
Planteados así los tantos solo tenía dos opciones: o emprender una larga y loca travesía por carreteras perdidas sin fecha de regreso, o solo volver a casa y reencauzar una vida normal y coherente.
Giré la llave de arranque, y el rugido del motor V8 del Impala me dio la respuesta.
*Publicado también en TCU Nº155 y en Libroderena Gob.C.A.B.A.


miércoles, 2 de junio de 2010

PUBLICACIONES EN TCU


Con la publicación del próximo número de la Revista TC URBANO el 9 de junio, aparecerá mi cuento LA NOCHE DEL IMPALA, que a la brevedad también será publicado en este blog. Y desde ahí en adelante voy a contar con una sección fija en dicho medio, de dos páginas en cada número dedicadas a la publicación de mis cuentos y crónicas. Gracias a Emiliano y Marcelo por creer en mí y darme la oportunidad de la divulgación de mis textos en la mejor revista de autos del país. CESAR.

viernes, 28 de mayo de 2010

AFFAIRE




“I’ ve seen things you people people wouldn' t believe. . . All those moments, will get lost in time like tears in the rain”
(Monólogo final del replicante Roy. Blade Runner/1982).

Affaire fue sin dudas uno de los lugares mas maravillosos de los últimos 20 años. Ese templo, vivió sus días de gloria a mediados de la década del 90, cuando resultaba la mejor opción si alguna noche no teníamos el dinero suficiente para los locales top de Recoleta de ese entonces, llámese Black, Play Woman, etc. Y era claramente de mejor nivel que los cabarets de Reconquista.
Allí se llevaron a cabo innumerables festejos y despedidas de solteros como la de mi amigo Juan Carlos, de quien además fui testigo de boda y hoy obviamente, está divorciado.
Allí celebrábamos con los compañeros de la oficina los brindis de fin de año, cuando antes de entrar nos juramentábamos entre todos solo ir a tomar algo y al rato salíamos en estampida grupal como una manada salvaje hacia el Banelco que estaba enfrente para volver a las corridas y quemar alegremente nuestros magros sueldos estatales.
Allí el gordo Tapita, contador él, y reconocido hincha de Lanús se acoderaba al fondo de la barra a beber hasta que cerraban el boliche y prendían todas las luces.
Allí también cada tanto, se hacían las inolvidables fiestas de disfraces donde las chicas sacaban a relucir sus diminutos atuendos de Cow Girl, Gatúbela, Policía, etc. (mención especial para La Diablesa). Aún recuerdo al abogado más casado y más serio de la oficina dirigiéndose rápidamente y sin avisar hacia la salida que conducía al ascensor con una morocha disfrazada de enfermerita. Ese ascensor te llevaba a las habitaciones que quedaban en el edificio contiguo, con lo cual el que quisiese subir con alguna de las señoritas no tenía que pagar hotel aparte.
En la intimidad de esos cuartos y a puertas cerradas claro, las chicas podían además consumir cocaína y otras substancias que llevaban en sus carteritas e intercambiaban con sus compañeras al entrar y salir del famoso ascensor, cosa que no hubiesen podido hacer dentro del “boliche”, por su puesto. Con lo cual las habitaciones de arriba eran “verdaderos” lugares de esparcimiento.
Además Affaire era el lugar ideal para ir pre-dancing o incluso en alguna noche de melancólica soledad.
A raíz del éxito que el lugar tuvo en su momento, se abrió otro local con el mismo nombre en la zona de Recoleta. Pero los del palo sabíamos bien que el legítimo, el verdadero, era el de “Pueyrredón y Paraguay”; que de escuchar solo las coordenadas ya me vuelven las ganas de que sea de noche y arrancar para allá con los secuaces.
Y luego recuerdo que venía el after, esto era, después de las cinco o cinco y media de la mañana, aquellos que habíamos llegado a desarrollar alguna amistad con las chicas de ahí, podíamos ir a Pablo`s, el café de enfrente, que como todo lugar mágico, estaba abierto las 24 horas. Por lo tanto, no importaba adonde hubiésemos ido a tomar algo o a bailar esa noche, tipo seis solíamos caer con mi coequiper Eduardo, a desayunar con las nenas de Affaire y las de La Saison (hoy Madonna), que estaba en la otra cuadra y no competía con Affair por ser aquel marcadamente mas caro. ¡Otra vuelta de café con leche y medialunas!, que como decía la canción: “la vida es un carnaval”.
Sus nombres merecerían el bronce en la vereda de Pueyrredón al mil: Lola, Pocahontas, Maia. Se veían tan bellas producidas bajo los spots de Affaire como con la primera luz del día desayunando en Pablo`s con un equipito de gimnasia, sin maquillaje y estudiando los apuntes de la facu.
Esta tarde pasé de casualidad por allí y me encontré con esta imagen devastadora para nuestros corazones y para el patrimonio cultural de la ciudad de Buenos aires que logré fotografiar. Ha llegado el final. Luego de casi dos décadas, cerraron Affaire y pronto demolerán el edificio, seguramente para construir allí alguna rectilínea torre de departamentos sin ángel alguno. La incesante despersonalización de la ciudad. El negocio de las constructoras, las inmobiliarias y los funcionarios.
Como si esto fuese poco, en lo que hasta ayer fuera el viejo bar Pablo`s acaban de abrir una heladería de plástico y sin encanto que se llama Mascarpone, donde las criaturas del día, que aparentemente hoy la frecuentan –señoras gordas que toman helados y les sirven a sus niños en la boca con cucharitas de colores-, no tienen idea de la riqueza vivencial que esas paredes encierran.
Hace poco leía un reportaje a Fernando Vallejo, autor de “La virgen de los Sicarios”, quien sostenía que nuestro tiempo pasó el día que desaparecen los lugares que nos pertenecen, o cambian de nombre.
Minutos atrás mi amigo Diego me daba su enfoque en otras palabras: “Es una triste noticia. Pero ya encontraremos otro lugar”.
Yo, personalmente, prefiero creer que si todo aquello que tuvo un espíritu, un alma, tiene por lo tanto vida eterna, hay una callejuela en un suburbio del cielo donde acaban de abrir un lugar para tomar unos tragos con ángeles y diablesas. Y luego: ¡todos enfrente a desayunar!-
http://www.youtube.com/watch?v=-C3ibuq3nZk&playnext_from=TL&videos=pLs_JvDTI_s