HISTORIAS DE LA CIUDAD, LA NOCHE, LOS AUTOS Y LA RUTA

HISTORIAS DE LA CIUDAD, LA NOCHE, LOS AUTOS Y LA RUTA

"Ya he escrito toda la carretera. He ido rápido porque la ruta es rápida. Es sobre tí, sobre mí y sobre el camino"
(Carta de Jack Kerouac a Neal Cassady fechada el 25/5/51)





viernes, 27 de abril de 2012

"ATRAPASUEÑOS" Por César Rodríguez Bierwerth


Esteban recordaba a Daniela con la soleada luminosidad con que se recuerdan los veraneos más felices del pasado. Llegó a amarla como se ama a esas mujeres respecto de las cuales se guardan pequeñas fotos de rollo reveladas a las que les hablamos cuando estamos en soledad. En su corazón conservaba imágenes donde ella le sonreía al costado del mar bajo las estrellas de un lejano enero. Por ella había derramado lágrimas que ni sus más íntimos conocían. Y por ella había sido feliz alguna vez, tanto como para no olvidarla y nunca más volver a enamorarse.

En el ya lejano verano del `97, Esteban se había ido de vacaciones con tres de sus mejores amigos en un desvencijado Dodge 1500 por toda la costa, parando en carpa en los campings de las diferentes ciudades balnearias que iban tocando. San Clemente, Las Toninas…Santa Teresita; alguna otra. Fue justamente en Santa Teresita donde Esteban conoció a Daniela. Ella era de allí precisamente, a diferencia de el y sus amigos piratas que eran de Valentín Alsina y se encontraban en un raid costero cuyo fin era ganarse a cuantas chicas bonitas pudiesen a su paso –objetivo cumplido apenas pobremente atento el escaso número de presas obtenidas y la baja calidad de las mismas en general-.

Pero en aquel dorado veraneo, en la escala de Santa Teresita se terminó produciendo lo inesperado, y entre tanta ruta, camping, playa y cerveza, Esteban conoció a Daniela en una fiesta en la playa donde pasaban a los Cadillacs, Los Pericos y los Decadentes. La música, claro, no era de lo más romántica en aquel evento nocturno del verano del ’97, pero mientras sus amigos inventaban guarangadas para susurrar entre ellos al paso de las chicas, Esteban hablaba algo más allá con Daniela sentados sobre un médano algo alejado. Hablaban de sus películas favoritas, de sus sueños, de sus proyectos, sus ilusiones, y encontraban tontas coincidencias que, al lado del mar parecían mágicas: “¿así que tu peli favorita es Drácula de Bram Stoker? ¿la de Coppola? ¡No te puedo creer!, ¡la mía también!” Ella abría sus enormes ojos asombrados “Y no me digas que tu canción favorita es esa que aparece en la película: Canción de Amor para un Vampiro, la que canta Annie Lennox, porque me muero” y ante la nueva concomitancia los dos se reían hacia arriba como festejando a las estrellas. Luego se besaron, no una sino muchas veces y Esteban sintió que su vida de muchacho suburbano tenía al fin sentido y que sus días de soledad habían terminado para siempre. Sus amigos borrachos que lo veían desde lejos le hacían gestos obscenos con sus manos y movimientos pélvicos como para que apurara el trámite, pero el enamorado los ignoraba. Aquellos besos con esa mujer que sentía había esperado toda la vida, eran lo mejor que jamás le había pasado y experimentaba una plenitud infinita, en armonía con la brisa marina de la noche más dulce de su existencia. Era Santa Teresita, claro, pero para el chico de puente Alsina era la más paradisíaca playa nocturna del caribe.

Cuando por fin el sol comenzaba a salir y todos empezaron a irse de la playa, ya con los primeros acordes de “I am waiting for your love”, uno de los amigos de Esteban se acercó tímidamente hasta el médano para decirle: “nosotros nos vamos para el camping, ¿venís?”. Esteban hizo un gesto confundido, pero en seguida Daniela, muy correcta, lo miró a los ojos y le hizo un Si con la cabeza. Había terminado la noche. En voz baja arreglaron para verse al otro día. Ella le dijo al oído su dirección y el no la olvidaría por nada del mundo, así que se levantó de la arena, le extendió su mano a su princesa para que se pare y juntos volvieron hacia los toldos del D J y la barra de los tragos con la música en fade out. Había salido el sol -“bueno, me voy con mis amigas le dijo Daniela. Hasta mañana”-, y el contestó con un “dale, a eso de las dos de la tarde paso por tu casa y venimos para la playa como quedamos”. Ella se alejó bajo el nuevo sol de la mañana y le hizo un delicado “chau” con su pequeña mano. El jamás olvidó aquel saludo angelical.
Horas más tarde, a mediodía en el camping, Esteban despertó a sus amigos a patadas, y los cuatro muchachos se acercaron con sus caras de dormidos en el 1500 hasta la casa de la chica a metros de la calle 2. La finca parecía una mansión de millonarios, al menos para la percepción de los muchachos de Valentín Alsina que estacionaron el Dodge en la puerta a las dos en punto para dejar ahí al enamorado. Recién salidos de sus bolsas de dormir, los chicos no escapaban de su asombro. El caserón de la tal Daniela parecía un palacio: tres plantas, garage para dos autos grandes, jardín al frente, y encima una bruta Grand Cherokee estacionada del lado de adentro tras las rejas que parecían infranqueables. La imagen recordaba a un castillo donde habitaría un rey gruñón celoso de entregar a su hija a un simple plebeyo.

Un de los chicos propuso: “…demasiado para mi, loco. ¿Por qué no seguimos para Gesell que queda a unos pocos kilómetros y está lleno de rockeritas con remeras de 2 Minutos que fuman porro y se ponen re-fáciles, boludo?" La aclamación aprobatoria del resto de la banda en el 1500 fue categórica. El único que hizo silencio y nada acotó fue el pobre Esteban que evidentemente había quedado en absoluta minoría. Así que para no demostrar debilidad, no abrió la boca y asintió con la cabeza, serio y con la boca cerrada. Uno de los chicos le palmeó la espalda y a modo de consuelo le dijo: “No te hagas drama macho, que estas conchetitas no entregan más. Pérdida de tiempo total sería quedarnos. Esta seguro que la pasó bien anoche, y en cuanto vea el milqui te corta el rostro. Mirá esa 4x4 , mirá esa casa. Olvidate. Estas son de las que para salir en serio se buscan a uno con guita” Y remató: “vas a ver que en Gesell está lleno de minitas ¡y se nos gasta la garcha! La carcajada general dentro del Dodge fue lapidaria y los muchachos salieron despedidos por la ruta 11 en medio de locos planes para esa misma noche. Solo Esteban permaneció en silencio durante aquel viaje.

Luego de un par de días en Villa Gesell, lo único que se les “gastó” a los chicos del Partido de Lanús fue su poca plata y volvieron a su barrio y sus casas, hablando de fútbol y de autos durante casi todo el camino de vuelta, salvo claro, Esteban que miraba el campo al costado de la ruta con los ojos perdidos. Los muchachos armaban incluso planes para ir a Brasil al año siguiente “donde las garotas se encaran a los tipos”, decía uno “y si sos argentino ganás”. Jamás fueron.

Pasaron más de 15 eneros desde aquel verano. Apenas uno más para algunos. Inolvidable para alguien que hoy tiene 40 años, vive solo y alquila un departamento de dos ambientes en Pompeya, y que trabaja en una empresa con oficinas en microcentro como cobrador. Esteban tiene 15.000 pesos en ahorros y ningún objetivo en la vida más que cumplir un horario para no perder su empleo y su obra social. Compra trajes baratos en un local de su barrio en la avenida Sáenz: tiene 2 ambos/3 corbatas/5 camisas blancas y un par de zapatos símil cuero de suela gastada hacia al lado exterior. Lleva en el cinturón una tarjeta magnética identificatoria que hace Piip cada vez que entra o sale de la sede de la compañía empleadora.
Varias veces a la semana tiene que ir a hacer cobranzas a una firma clienta que tiene sede en la calle Olavarría esquina Almirante Brown, en La Boca, justo enfrente del Bar Roma. Cada vez que Esteban pasa por allí, ve estacionado en la esquina a un Chevrolet 400 en estado semi-abandonado. Aparentemente alguna vez fue blanco o de un color similar, con techo vinílico levantado de a retazos, algo oxidado y con sus llantas sobre el asfalto por sus gomas desinfladas. No obstante su estado el auto mantiene el señorío y el carácter de todo 400. Ese Chevrolet tenía un cartel en la luneta trasera del lado interno escrito con marcador negro sobre un papel blanco: SE VENDE, y un número de teléfono. Y ese “se vende” significaba para Esteban algo muy parecido a una invitación, a un desafío. Al lado del antiguo casco siempre se ve a un perro viejo y flaco, negro y de hocico canoso, muy sucio y de largas orejotas caídas que se echa al lado del auto y se refugia debajo de él cuando llueve. Esteban pasa una y otra vez día tras día por la esquina del Roma. Se para, rodea el auto con su mano derecha agarrándose la pera …piensa…pero el auto es casi una ruina, como el cansado perro viejo callejero que se refugia debajo de él.

Hasta que un día de repente, mientras con su gesto pensativo, su maletín y su tarjeta magnética en la cintura observa al 400 parado, siente una voz profunda que a su espalda desde adentro del bar con el ventanal abierto, le dice: “¡Como lo pensás, eh!, entonces se da vuelta y ve sentado en la mesa que da a la calle a un tipo con pinta de linyera que le señala el auto y levanta las cejas en gesto de aprobación que agrega: “te veo que pasás a cada rato y lo mirás, y lo mirás. ¿Cuándo te vas a decidir?”. “Algún día quizá”, le contesta Esteban remarcando: “si no hubiera que hacerle tantas cosas…” A lo que el tipo desde adentro del bar le retruca: “Bueno, a lo mejor por eso lo sacás más barato…Dale entrá y te invito un café. El cobrador pensativo lo meditó un segundo, pero entró al bar con aquel sujeto al que no conocía, y se sentó en su mesa. “¿Por que no una pausa en la recorrida de laburo para un “feca” y hablar un poco de fierros?”, pensó. Cuando estuvo frente a aquel personaje lo miró de arriba abajo: como de unos sesenta y pico quizá, tenía una imagen que conjugaba al vagabundo sin hogar con el hippie viejo. El tipo le extendió la mano y le dijo: “en realidad vengo porque me dan café gratis y me dejan leer el diario. Me llamo Juan, pero me dicen Coco.” Esteban se presentó tímidamente y le dijo que nunca había tenido auto, pero que soñaba a veces con tener un buen fierro, tipo 400, Falcon, lo que sea, pero de fierro. Coco asentía con la cabeza y le decía: “Los sueños hay que perseguirlos, atraparlos” y de un bolsillo sacó un raro colgante tejido con una especie de red y unas plumas de aspecto indio. “Es un Atrapasueños” le dijo, “los sueños positivos se filtran y pasan por la red, mientras que las pesadillas quedan atrapadas en las cuentas o bajan por las plumas para olvidarse, y así no nos afectan”. Esteban sentía cierta fascinación por ese raro adminículo que parecía artesanía indígena. El tal Coco le siguió diciendo: “mirame a mí, no tengo nada en el mundo para muchos, pero sé bien quien soy, me gusta Led Zeppelin, los fierros de los 70’s …todo eso es rockanroll; es una misma idea, ¿entendés?” Esteban asentía con la cabeza. “Y no estoy tan solo en el mundo: miralo al Chicho”, le dijo señalando al perro pulguiento echado al lado del Chevrolet. “El es mi mejor amigo y nunca me abandonó. ¡Ah! y también le gusta Zeppelin” esbozó como entusiasmado, “mirá, mirá esto” le propuso a Esteban que no salía de su sorpresa, y comenzó a entonar en voz alta -¡And as we wind on down the road¡ - imitando a Robert Plant en la parte fuerte de Escalera al Cielo, a la vez que fingía tocar la Gibson de doble diapasón de Jimmy Page, y el perro en la vereda del otro lado del ventanal comenzó a mover la cabeza y sus larga orejas. “Jajaja! rieron el linyera y el cobrador ambulante. “Es cruza de cocker, por eso tiene esas orejas, y ya tiene como 12 años el Chicho, …y bueno” bajó el tono de voz y se puso como nostálgico “está un poco viejo, todos nos ponemos viejos. Así que date el gusto si podés, dale, comprate ese 400, mirá lo que es eso, Super Sport 74… con ese auto a lo mejor podés concretar algún otro sueño que tengas. Animate, estos autos piden ruta, aventura, loco” concluyó aquel personaje de bar para el remate.
Esteban pagó la cuenta del café y a partir de ese día un par de veces a la semana cuando pasaba por el ilustre Bar Roma siempre hacía una pausa para desayunar con su nuevo amigo y hablar de autos y sueños perdidos.
Después de varias semanas de seguir con es rutina, Esteban una mañana caminó por Olavarría y entró al Bar Roma donde Coco tomaba un café y miraba en silencio su Atrapasueños. Se sentó en la mesa, pidió unas medialunas y le dijo a su amigo: “hablé con el tipo que vende el 400. Ahora lo voy a ver. Vive acá a la vuelta. Creo que llego con la guita, no pide mucho y yo tengo unos ahorritos”. Coco se puso a aplaudir y le dijo: “¡Ya era hora, pendejo!”. Desde la vereda el Chicho levantó la cabeza como asombrado ante los aplausos. “Gracias por lo de pendejo”, interrumpió Esteban. “En un rato hablo con el dueño –es titular- y después te cuento”.

En pocos minutos Esteban se terminó su café con leche a las apuradas y se fue a ver a su casa al propietario del 400 que vivía a una cuadra en la calle Lamadrid. Se sentaron en una mesa de un viejo comedor con paredes cubiertas de un empapelado pasado de moda con manchas de humedad, muchas fotos familiares y los infaltables cuadros de la cabeza de caballo y del payaso que llora. Todo muy setentas. Rápidamente se pusieron de acuerdo. El auto estaba bien de papeles y arreglaron un buen precio para los dos. Esteban puso el cash arriba de la mesa y se dio la mano con el vendedor, un tipo grande que parecía buena persona. “Lo voy a restaurar”, dijo el empleado que acababa de dejar gran parte de sus ahorros en la operación de compra de su primer auto propio.
Con los papeles bajo el brazo, Esteban fue acompañado hasta la puerta de calle de la vivienda del vendedor y como gesto de cortesía, antes de salir a la calle, simulando interés, miró por última vez al comedor y dijo de compromiso: “un gusto, nos vemos, linda casa, eh”. Mientras observaba las paredes cubiertas de fotos del pasado en blanco y negro. Recorrió con la mirada los retratos familiares hasta que se detuvo en uno que captó inmediatamente su atención y casi lo paralizó: junto a la puerta de salida había una foto enmarcada del vendedor del 400 quien tenía a su lado abrazado nada menos que a Coco, su pintoresco amigo del bar. Miró a los ojos al dueño de casa y señalando la foto le dijo entonces: “ahora entiendo todo, estabas de acuerdo con él –con Coco- para venderme el auto. Así que ustedes son amigos…”. Repentinamente el vendedor lo interrumpió y le dijo enojado: “pará, pará; no sé como lo conociste a Coco. Que amigo ni amigo. Ese de la foto en efecto es mi hermano Coco que murió hace casi dos años. Explicame vos ahora como es que lo conocías”. El asombro de Esteban se redobló entonces y casi en estado de shock exclamó: “ahora el que no entiende nada soy yo. Lo acabo de ver en el bar de la otra cuadra, donde está todos los días. El dueño de casa lo volvió a interrumpir entonces levantando el tono de voz diciendo: “mirá, no creo que estemos hablando de la misma persona. Mi hermano Coco era un bohemio, un loco, no le gustaba el laburo ni la rutina; la iba de artista, de hippie…para serte sincero durante sus últimos años se transformó en un vagabundo que estaba todo el día tirado en la calle con un perro al lado, y si te digo la verdad…dormía en el 400 porque yo lo dejaba; pero no aceptaba más ayuda que esa. Así le fue: su salud se fue deteriorando y una mañana apareció muerto en el auto. Desde entonces, ese perro que estaba con el, jamás se movió de al lado del auto, y ahora cuando te lleves el Chevrolet, lo vas a ver ahí tirado. Como esperándolo. Cada vez que lo veo a ese pobre animal, se me parte el alma; vive de las sobras que le tiran los del bar. Tomá, acá tenés las llaves y llevate ese auto de una buena vez. Si lo tuyo se trata de una broma que me querés hacer, a mí no me interesa. El auto es tuyo. ¡Chau!”. El propietario del 400 terminó así su explicación en forma categórica señalándole al comprador la puerta de salida.

Enmudecido, Esteban salió a la calle con las llaves de su auto adquirido y los papeles bajo el brazo. Ahí nomás se fue al trote hasta el Bar Roma. Su corazón latía como nunca. A llegar, estaba el Chevrolet junto al cordón y Chicho, con su hocico canoso apoyado placidamente sobre la vereda levantó apenas la mirada siguiendo el recorrido de aquel hombre de traje que se veía muy alterado entrando a la cafetería buscando al tal Coco, quien ya no estaba en la mesa de hace un rato. Esteban recorrió todo el bar con la mirada desde el centro del salón y con la respiración agitada le dijo al mozo: “¿no lo viste al señor que estaba hace un rato acá conmigo, a Coco? El mozo se miró entonces con el tipo de la caja que estaba detrás de la barra observando espectante, y le contestó: “discúlpeme señor, pero yo a usted lo veo que desde hace semanas se sienta solo en esta mesa, se pide un desayuno y habla solo todo el tiempo. A usted nunca lo ví con nadie aquí adentro”.
Con pasos temblorosos Esteban salió a la calle, y con la llave entró al 400 que estaba tan sucio por fuera como por dentro. Y entre viejos papeles de diario, en el piso del lado del acompañante encontró tirado un objeto que ya conocía: el Atrapasueños.

Fue cuestión de unos pocos meses restaurar el Chevrolet, chapa, pintura, mecánica. Fue entonces, cuando el auto estuvo terminado, que Esteban se sentó finalmente al volante, se quitó la corbata y arrojó por la ventanilla su tarjeta magnética que nunca más hizo piip. Al espejo retrovisor central interior del auto ató aquel viejo colgante de hilo y plumas por las cuales cayeron sus miedos y sus pesadillas para siempre. Había llegado la hora de salir a tomar la ruta interbalnearia.
Semanas más tarde los periódicos locales de la costa atlántica, hacían eco de una noticia que convulsionó a toda la alta sociedad de la zona. La esposa de un candidato a intendente del Municipio Urbano de la Costa con buenas posibilidades en las encuestas, de nombre Daniela, había repentinamente abandonado a su marido para escapar junto a un desconocido en un viejo auto con escape libre. La fotografía de la fugitiva se difundió luego en varios canales de noticias de alcance nacional.
Algunos campesinos de distintos puntos de la República tan distantes como Tucumán o Neuquén aseguraron haber visto a la dama de la foto, atravesar distintas rutas provinciales a bordo de un Chevrolet 400 conducido por un prófugo aún no identificado. Las mismas fuentes aseguran que desde la ventanilla trasera del rodado asomaba su cabeza un can mestizo de hocico entrecano y orejas largas que flameaban al viento.
Todos los testimonios resultan coincidentes en señalar que aquel perro parecía sonreír.