“Cuando uno sale por la puerta de casa, se enfrenta con un
millón de enemigos” (Gichin Funakoshi -padre del Karate Shotokan-)
Hace
tiempo hicimos un pacto de hierro. Yo curaría tus heridas y vos curarías la
mías. Allí te vi al costado del camino. Oxidado, maltratado, desparejo en
altura, con los anclajes quebrados de tu chasis, y falto de cariño y de
respeto. ¡Perfecto! Me dije a mi mismo. Quizá en definitiva nos parezcamos un
poco, con tu cuerpo y tu alma cubiertos de cicatrices propias del guerrero que
nunca entregó su espada de doble filo, cubierta de sangre seca de tus enemigos
a los que el tiempo olvidó.
Hicimos un pacto de hierro.
Yo te transformaría en héroe y vos harías lo mismo conmigo. Nuestros sueños
eran más grandes que nuestros obstáculos.
Así emprendimos este camino,
en el cual a nuestro paso fuimos conociendo a farsantes, pero también a
verdaderos hermanos de otras vidas con los cuales nos reagrupamos para nuevas
batallas. Locos hermanos forjadores de antiguas armas de metal, que se ocuparon
de la mecánica, chasis y casco (corazón, huesos y armadura). Hasta que
estuviste listo para la ruta, y al acelerar ya nada fue igual, ya no hubo
vuelta atrás.
Los he visto bajar en
caravana por las sierras cordobesas, nos hemos saludado pulgares para arriba en
las avenidas de mi ciudad y en pueblos fantasmas donde los búhos me hablaron en
la oscuridad. Los he visto en los talleres de barrio: fábricas de sueños de
tuercas ajustadas. Los he visto en recorridas nocturnas donde se celebra la
amistad, y junto al mar donde el canto de las sirenas de mi pasado sonaba como
poesía espectral bajo las estrellas.
Hicimos un pacto de hierro.
Yo te contaría algunas de mis historias y vos algunas de las tuyas…y ambos
callaríamos otras que nos reservamos en nuestros heridos corazones.
Yo te haré invencible, te lo
prometí hace años. Vos solo dame la fuerza para no caer.
La carretera que nos espera
está llena de misterios y de seres intemporales. Allá vamos juntos a buscar
buenas historias que luego serán repetidas en los rincones más lejanos como
leyendas ancestrales. Vamos por esa ruta sin nombre atravesando la niebla de
los tiempos a saludarnos con Thiago y su abuelo, con Víctor y Egar en su
Torino, con Guillermo, aquel pintor sin manos en su GTX fantasma; y luego al
llegar a un desierto tengamos una charla con un puma antes del zarpazo final.
Nos perderemos en algún
sendero para encontrarnos con nosotros mismos, mi viejo amigo de hierro. De eso
se trata esta historia que algunos nunca entenderán. Esos mismos que compran y
venden, y se compran y se venden. La historia nunca los
recordará, y algún día estallarán tan vacíos como los airbags de sus autos
diseñados para cobardes, pagaderos en interminables planes contra entrega de
sus almas, para acceder a su basura reciclable de bajas emanaciones tóxicas que
cumple con los estándares y protocolos de sus amos.
Así es, querido compañero de
aventuras. No vivirás como rata ni como topo, porque no naciste para ser
roedor. Tu destino es ser dragón, así te diseñaron en Detroit en los tiempos de
los verdaderos héroes de acción.
Tenemos la fuerza de las
cosas simples, el impacto del golpe con puño cerrado en línea recta –acaso el
camino más corto entre dos puntos-. Somos eternos como el rock pesado:
motor-caja-diferencial (guitarra-bajo-batería).
Hicimos un pacto de hierro.
Iniciamos un camino donde paso a paso nos daríamos lo mejor de cada uno, cada
día, cada mes, cada año. Y a lo largo del sendero vimos a muchos abandonar y
tirar la toalla. Allá ellos, un día se perdieron en nuestros espejos
retrovisores. Esto no es para cualquiera.
Tengamos la sabiduría que
tantos años y tantas noches nos han dado, sin perder aquella inocencia
vertiginosa de ese chico de barrio que en un carro de madera y rulemanes se
lanzaba barranca abajo por la pendiente del Parque Lezama tratando de superar
“la curva de la muerte”.
Así que abran paso y despejen
las rutas, que los dioses del trueno están volviendo.
Vamos mi viejo amigo de
hierro, no voy a soltarte, no voy a dejarte caer.
CESAR
RODRIGUEZ BIERWERTH