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PM, hace rato que el tímido sol de otoño se escondió y la noche declaró el
comienzo de su reinado. Ayer fue viernes, mañana no sé, ni me importa. La avenida
Santa Fe bajo mis pies late. No como en otras épocas, pero aún lo hace, lejos
de su esplendor, lejos de Cinema, de Tower Records y de Filippo, aún trata de
conservar ese glamour que alguna vez la llenaba de orgullo. Ahora hasta la
hicieron doble mano, una atrocidad. Algo así como cambiar por la fuerza el
curso de un río. Daría cualquier cosa por escuchar a Crystal Waters. Nada le
sienta tan bien a la noche de sábado por esta zona como Crystal Waters o
Depeche Mode. A los Depeche los puedo
escuchar en unas horas en “El Living”, que inexplicablemente sobrevive, como
yo. A Crystal Waters creo que debo escucharla en algún lugar más vicioso y
oscuro, pero ya quedan pocos de esos, y en ninguno se respira aquella atmósfera
de vanguardia de las noches de “Gypsy Woman”, o de “Show me love” de Robin S.
Cuando sonaba “Show me love”, ya te sentías a salvo, en un sótano tan profundo,
sin reglas y con olor a humedad y cigarrillo, que ya no querías que nadie te
rescate de allí. Bienaventurados aquellos que conocimos aquellos pequeños
infiernos de habilitaciones municipales precarias, donde aún se podían
transgredir normas sociales.
A minutos de allí, la avenida
Corrientes mantiene su eterna vigencia nocturna con su infinita cartelera
teatral y las mejores pizzerías del mundo.
A
Recoleta la mataron cuando las huestes moralistas cerraron uno a uno sus
fantásticos cabarets. Y comenzaron a abrir patéticas franquicias de
hamburguesas caras, café caro, tortas caras y toda esa basura apta para todo
público, y así le quitaron la adrenalina de su oscura clandestinidad con clase,
llena de misterios y aventuras.
En
Palermo y en San Telmo es imposible estacionar, y si bien hay buenos lugares
para comer, el gran “medio pelo” argentino que abarrota todas las mesas de cada
local colapsado de gente, tira muy abajo la onda de esos lugares; tanto que ni
siquiera las turistas brasileñas que hablan fuerte y lucen orgullosas sus
escotes bronceados, pueden levantar la situación.
Aquel sentimiento que en otros tiempos
fue adrenalina pura, hoy mezcla sus agitadas aguas con cierta nostalgia que no
se si quiero tener. Pero es inevitable. Recuerdo aquellas líneas maestras de
una canción que rezaba eso de que “la noche tira un salto mortal…y el joven
lobo quemándose de amor” Hasta que el joven lobo se transforma en viejo lobo y
ya no puede quemarse de amor, porque se ha vuelto blindado con sus cicatrices.
Lobo al fin.
Pero en definitiva, solo aquel que
conoce la ciudad y la noche, es quien valora esa extraña paz que se alcanza en el
camino cuando uno se aleja de casa y toma la ruta. Supongo que hace siglos los
navegantes que dejaban las costas europeas, adentrándose en el mar sin saber lo
que les esperaba en ese océano de leyendas pobladas de mitos y monstruos
marinos, debían sentir algo parecido en cierta medida. Pero el espíritu de
aventura y las ansias de descubrimientos eran aquello que los impulsaba a
seguir adelante en aguas desconocidas.
Con mis amigos diseñamos un sistema
casero artesanal para el acelerador de mi motor V8 350 de 260 HP. Resortes,
cables y tuercas ajustadas por nosotros mismos, algo que sería impensable en un
auto nuevo con sus sistemas electrónicos de computadoras diseñadas para los
maricas que ven el “Informe Automotor” de
Canal 13 con las novedades del mercado del plástico. Yo prefiero bajar el pie
derecho pisando el acelerador hasta sentir las vueltas del metálico caracol de
metal que va a los brazos del scoop que abre sus ojos, tensando todo ese poder
que pasa por el burca que tira sus chorros de nafta; el perfume de los dioses.
Acelero cuando yo quiero, y cuando lo decido, puedo levantar el pie. Como la
vida misma. Busco el equilibrio entre el vértigo y la calma; golpear y ceder,
como decía Bruce Lee aplicando la teoría del yin y el yan.
Y si la avenida Santa Fe sonaba a
Depeche Mode y Crystal Waters, la ruta suena a Creedence y a The Cult, con sus
carteles de kilómetros y de avisos de maquinaria agrícola. Los extraterrestres
de la ruta 38 junto al Uritorco, los puestos de naranjas de la zona de San
Pedro, una parrilla pasando Zárate, o aquel bizarro hotel rutero de Armstrong
que tiene garaje techado, una excelente opción de cocina para la cena y es
ideal para hacer noche y seguir.
En la silenciosa soledad de esos
hospedajes y sus habitaciones singles básicas puedo encontrarme y reencontrarme
conmigo mismo y con los misteriosos monstruos marinos que me acechan en la
carretera.
Recuerdo que siendo un niño, mi abuelo en
los veraneos me llevaba a una quinta que tenía en las islas del delta, donde él
era seguramente feliz. Y una tarde en el muelle frente al río yo le pregunté:
“si te gusta tanto estar aquí en la naturaleza, ¿Por qué no te venís a vivir
acá?”, entonces él me contestó desde su infinita sabiduría: “porque uno
necesita un poco de todo. Cuando estoy mucho tiempo aquí, extraño cosas de la
ciudad, y cuando necesito volver a estar junto al rio entre los árboles y los
pájaros, simplemente vuelvo a mi ranchito del Delta”. En ese momento no se si
entendí. Años más tarde me veo haciendo algo parecido.
Hasta Luca Prodan llegó en su momento desde
Europa hasta las sierras cordobesas escapando de su adicción a la heroína. No
duró mucho allí, y poco tiempo más tarde estaba tocando con su banda Sumo en
los sótanos porteños. Doy gracias a Dios de haberlo visto en vivo.
Puedo alejarme de la ciudad cuando lo
necesito y ser parte de la ruta. Y luego volveré, sé que volveré una y otra vez
a Buenos Aires así como se vuelve a una novia a la que no se puede dejar. No sé
si pertenezco a la ciudad o a la ruta a esta altura. Historias de viejos lobos.
Por CESAR RODRIGUEZ
BIERWERTH