HISTORIAS DE LA CIUDAD, LA NOCHE, LOS AUTOS Y LA RUTA

HISTORIAS DE LA CIUDAD, LA NOCHE, LOS AUTOS Y LA RUTA

"Ya he escrito toda la carretera. He ido rápido porque la ruta es rápida. Es sobre tí, sobre mí y sobre el camino"
(Carta de Jack Kerouac a Neal Cassady fechada el 25/5/51)





miércoles, 21 de julio de 2010

VIAJAR EN EL TIEMPO


Conozco bastante de bares, y de putas, y de autos retro.
Conozco algo de cervezas importadas y de barras de tragos de Buenos Aires, y puedo recomendarte la Newcastle colorada, o alguna mezcla en la barra de atrás del “Living” de Marcelo T. y Paraná.
Manejo aceptablemente otros idiomas, los cuales me han servido más en los pubs que en entrevistas laborales.
Se que el sistema de combate de un striker es el opuesto al de un grappler, y puedo diferenciar un estrangulamiento sanguíneo de uno aéreo, que opera más rápido.
Sé que “Medusa” fue el mejor disco de Annie Lennox, y que difícilmente se pueda escribir un poema mejor que aquel de las “Chicas Tranquilas” de Bukowski.
Conozco y recito de memoria el monólogo inicial de Don Juan de Marco y el final de Blade Runner en idioma original.
Sé bien que los verduleros bolivianos son mejores que los chinos, al menos en mi barrio.
También sé que basta con mirar los tobillos y/o las muñecas de una mujer para saber como viene de piernas y cola.
Sé, por supuesto, que nunca seré el presidente del Colegio Público de Abogados.
Sé perfectamente, y además me consta, que las chicas del Metro de París son las mas elegantes del mundo, y las de la Avenida Atlántica de Río de Janeiro las más fáciles.
Sé todo eso, y apenas unas pocas cosas más.
Lo que nunca supe y lo que nadie sabe, es como diablos puede hacerse para viajar en el tiempo. El DeLorean de “Back to the Future” nunca existió, sino sería mas fácil para Michael Fox subirse a ese auto, en lugar de seguir peleándosela al parkinson. Pero no. Entonces pone cojones, y la pelea.
Pareciera que el camino difícil es la única vía. Esas historias de suertudos y millonarios de la noche a la mañana que pasan por Travel & Living no parecen ser las nuestras. Pero una máquina del tiempo: ¡vaya si solucionaría nuestros problemas!, así al menos viajaríamos un toque al pasado para no cometer los mismo errores. ¡Que fácil sería!
Pero no.
Quien no ha soñado con ese truco de viajar en el tiempo como en aquel túnel a rayas de Tony y Douglas. Un amigo hace poco me decía que hasta se iría un ratito a la agencia de Grandío & Lopez en los setentas para comprarse un Chevrón y dejarlo bajo una lona en un lugar secreto para luego quitarle la capota cuarenta años mas tarde y andarlo cero kilómetro en esta época.
Pero nunca descubrimos la condenada Time Machine.
Existe un lugar cerca de la avenida Galicia en Piñeiro, Avellaneda, donde el destino me llevó hace unos años, donde tras un portón de madera una familia de mecánicos celebra cada sábado el ritual de revivir viejos motores Chevrolet 230 y 250para asegurarles vida eterna. Hacia allí llegué una tarde a bordo de mi extenuada cupé ’71 y conocí una banda de tipos con historias de vida muy distintas a la mía.
No fuimos nosotros, sino nuestros caballos cansados, conocedores del camino, quienes allí nos llevaron.
Allí Rubén y sus hijos Ale y Diego revelan sus verdaderas identidades los fines de semana para el mundo exterior (como casi todas las personas, claro). Ellos de lunes a viernes fingen tener empleos fijos, administrativos, en firmas, en empresas o reparticiones públicas que en realidad, no hacen más que encubrir sus dotes reales de hacedores de milagros en los 6 cilindros y sus esqueletos. Juro que los he visto revivir chasis y motores que parecían muertos y sepultados hace tiempo. Pero llegado el sábado se calzan sus overoles azules y desenfundan su infinito arsenal de herramientas medievales, que imagino, fueron previamente bendecidas como espadas de cruzados, y se abocan al mandato transmitido por generaciones de hacer verdadera mecánica como se hacía en los sesentas y setentas.
Ese taller es nuestro meeting point. El círculo de amigos de Piñeiro se asemeja de alguna manera a una orden al estilo de la Mesa Redonda –ya sea la del Rey Arturo, o la del bar que más te guste-, y una vez dentro de ella, la hermandad nunca te abandonará, donde quiera que te encuentres. Los cofrades van a rescatarte cuando estés en problemas, ya sea en la ruta 2 a medianoche, o en un perdido camino provincial de Tucumán o de Corrientes, o en el Himalaya. Si estás en aprietos con tu 6 en línea, solo deberás hacer el llamado de emergencia y al rato verás dibujarse las siluetas de sus acorazados en el horizonte, llegando al rescate. Allí donde las pólizas y las grúas no se atreven. Allí donde las águilas se atreven, si entendiste.
En Piñeiro se cultiva la amistad al viejo estilo, y convergen cada sábado distintos personajes de las más variadas características.
Fito, por ejemplo, con su Chevy Zeppeliniana con sus calaveras y sus cadenas. Hay tanto metal en su auto como en su indumentaria.
Ezequiel, uno de los pocos capaces del milagro de transformar un Chevrolet 400 en una cupé con capot cowl induction y todo; tanto que parece un Nova . . . o casi un Nova.
Carlos y su hijo con su Impala 64 y su impecable Ford A. Aquí cabe mencionar que Carlos posee una fórmula secreta de preparación de chorizos a la pomarola con los que suele lucirse en muchos encuentros multimarca.
Está también Martín, curioso fanático de su Opel K 180 que aun nadie conoce pero que dicen las predicciones que cuando esté listo no dejará ruta del país sin pisar. Martín es además el único sujeto que conozco capaz de decirle a su novia que aun no está listo para casarse porque no terminó de armar su Opel . . . Me pregunto que dirá cuando lo termine.
Además está Daro, con su Chevy que responde al nombre de La Fénix, ya que literalmente resurgió de las cenizas. Daro es uno de esos tipos que han sabido ganar su libertad, dejando atrás a un jefe prisionero de sí mismo, y hoy partió hacia tierras del nordeste mesopotámico a aterrorizar a los lugareños con el sonido de su 250 furioso.
Y puedo mencionar también a mi vecino Emiliano, eterno compañero de caminos, y a también a Tulio, y a Ariel, con su sombrero tex-mex que yo mismo le traje de Baja California. Y Mauro, reciente padre de familia y dueño de un 400 y de un Rottweiler llamado Homero. Y a Richard, uno de esos chapistas de vieja escuela, cuyo oficio tiene mucho que ver con el arte.
Todos ellos, y algunos mas. Y yo, extraña clase de abogado que customiza una vieja cupé como la de un asesino serial hollywoodense.
Y todos nos reímos, y todos aceleramos, y todos escuchamos Metallica, y todos somos felices cuando el calor del motor se pasa al habitáculo, porque somos parte de la máquina de guerra y ella de nosotros, ¡porque eso está vivo!
Los puntos de encuentro de esta particular casta de soñadores suelen cambiar constantemente, y dada la naturaleza rutera y la pasión por el camino de sus miembros, hoy puede ser un pub irlandés en Mar del Plata, mañana un hotel al costado del camino en Chascomús, y luego un camping, o la parrilla “El Tano”, o el peaje Hudson, o cualquier lugar impredecible. Pero lo cierto es que se sabe que la única sede central del escuadrón, es el famoso portón de madera de zona sur en Piñeiro.
Me pone bien cuando veo otros grupos y hermandades amigas de diversos lugares del país cada vez que hay un encuentro; mis conocidos torineros, los fanas del Falcon, los dodgeros, y tantos otros. ¡Que parecidos somos!, ¿de veras pensaron que la “evolución” de la industria automotriz podría detenernos? ¿no saben acaso que el tiempo, que parece invencible a veces puede perder la partida al igual que en el cuadro de Dalí donde los relojes se derriten?
Hace poco me enteré de la existencia de un supuesto “Club del Audi”, cuyos miembros se reúnen periódicamente en una coqueta confitería de la Avenida Figueroa Alcorta en Palermo Chico, y hablan de negocios utilizando sus autos como pretexto. Los RRPP de dicha confitería diseñaron el Audi Lounge, un espacio exclusivo donde a los propietarios de vehículos de la prestigiosa marca alemana se les informa respecto de actividades y paquetes en Las Leñas y Cariló. Conforme consigna la revista Fortuna, el Gerente de Marketing de la mencionada firma automotriz, sostiene que “el Audi Lounge es un lugar de reunión, donde nuestros clientes pueden sentirse igual que cuando están sentados arriba de su Audi”.
Al otro extremo del mundo, en Piñeiro, junto al portón de madera, Betty, la mujer de Rubén y madre de Ale y Diego, nos prepara un bizcochuelo y nos tiene listos unos mates, mientras mis amigos y yo reforzamos nuestros dragones con chapa del 18, barras estructurales y jaulas tubulares. Nuestras fieras no ostentan frías siglas como A3, A6, A8 etc. Los nuestros se llaman Super Sport, Brava o Pura Pimienta. Sueño despierto e imagino, que algún día deberíamos arrasar el Audi Lounge como una invasión vikinga, dejando solo un montón de escombros y varios negocios inconclusos.
Y hablo de vikingos porque no dejo de pensar en mi viaje a otras edades de la historia de la humanidad.
Por todo ello, a esta altura puedo concluir que a ciencia cierta sé que nunca seré capaz de inventar una máquina para viajar en el tiempo. Pero conozco un lugar, en la zona sur, donde puedo experimentar un efecto bastante parecido y sentirme un poco dentro de otra época, donde la amistad y los autos eran de fierro.
Sé eso y unas pocas cosas más.

CESAR RODRIGUEZ BIERWERTH

domingo, 4 de julio de 2010

CONVOYS!


Se llamaba Edgardo pero le decían Egar, y era fanático de las series y películas de vaqueros. Dentro de los límites de sus dominios –una pequeña casa con patio y jardín en Lanús, a la vuelta del club Pampero– solía andar con un sombrero de cowboy, o “convóy”, como entonces se decía en los barrios suburbanos. A fines de la década del sesenta, él y su mejor amigo desplegaban día tras día un mapa-color de América del Sur sobre el piso de aquel patio inigualable. Marcaban y remarcaban dos cruces. Una en Buenos Aires y otra en Caracas, Venezuela. Entre ambos puntos trazaban rutas imaginarias con diferentes colores de “pinturitas” Faber. Los dos adolescentes soñaban con un viaje fantástico que los llevaría a través de ruinas incaicas y salvajes junglas, atravesando luego el mítico camino trans-amazónico para llegar finalmente a la capital venezolana. En el camino seguramente vivirían mil peligros e historias de amor. Si años antes unos audaces Ernesto Guevara y Alberto Granados lo habían intentado en una moto Norton 500, ¿por qué no habrían de lograrlo los dos intrépidos aventureros de la zona sur esta vez en un automóvil?
Primero pensaron que lo ideal sería hacerlo en un Jeep, pero luego decidieron que sería mejor algo con techo fijo, dada la larga travesía. Fue entonces muy difícil arribar a una decisión final en tal sentido, pero luego de tardes y tardes de debate, entre capítulos de Bonanza y canciones de los Beatles, ambos amigos pactaron que el mejor medio para llevar a cabo su periplo, sería el que surgiese de sus propios sueños de esa noche. “Hagamos algo”, sugirió Egar a su fiel amigo: “Hoy no decidamos nada. Fijate si esta noche cuando te vas a dormir soñás con un auto en particular. Un Peugeot, un Rambler, lo que sea. Y si soñaste con alguno en concreto y te lo acordás, anotate el nombre en un papel y traelo mañana a casa. Yo trataré de hacer lo mismo. Si nuestros sueños coinciden, ya sabemos cual será el coche para el viaje, y si no, tiramos una moneda a ver cuál gana”. Su amigo asintió con la cabeza y se fue a su casa muy serio mientras caía el sol suburbano y pensaba que aun durmiendo sus responsabilidades no terminaban.
A la mañana siguiente sonó el timbre de la casa de Egar, quien suspendió su Vascolet y, calzándose su sombrero texano, corrió atravesando el patio hacia la puerta con un papelito previamente plegado en forma muy prolija en su mano izquierda. Al abrir la puerta se encontró con su amigo que a su vez traía un bollito de papel madera en un puño cerrado y temblequeante. No se dijeron una palabra, se miraron y desplegaron sus enigmáticos papiros. En ambos se leía la misma categórica palabra mágica: Torino.
¿Con qué otra cosa hubiese soñado un adolescente de los años sesenta más que con ese motor Tornado de 4 bancadas y ese toro rampante en el frente? Con los ojos llenos de lágrimas se estrecharon la mano y corrieron a desplegar una vez más aquel garabateado mapa sudamericano.
Pero lo cierto es que tanto Egar como su compinche eran hijos de inmigrantes italianos laburantes de aquella Argentina industrial, y a sus jóvenes años estaban muy lejos de poder adquirir un auto tan magnífico, que siempre fue tan caro. Claro que eso no les impedía lo más importante: soñar.
Así pasaron unos meses dibujando líneas sobre su precaria cartografía, y haciendo listas del equipo necesario para el recorrido, hasta que Egar comenzó a sentirse mal. Y tan mal se sentía que con los días le pidió a su amigo que pospusiesen por un tiempo la eterna planificación de su aventura y, por lo tanto, también las visitas a su casa a trazar rutas y ver Bonanza. Dijo que necesitaba descansar y hacerse unos estudios médicos para ver realmente qué le estaba pasando. El semblante de sus padres había cambiado y se veían misteriosamente preocupados.
Dos semanas después, en una mañana de noviembre, víctima de una insuficiencia renal fulminante, Egar se fue sin avisar, buscando quién sabe que nuevos viajes y aventuras infinitas. Su amigo nunca lo superó.

Año 2010. Arden las cafeterías de Buenos Aires en el viernes a la tarde. Los planes de fin de semana parecen inagotables. Todas las grandes esperanzas deberán materializarse dentro de las próximas 48 horas. El lunes es como la muerte que sabemos inexorable pero lo sentimos tan lejano que ni pensamos en él. Los subterráneos realizan su frenético delivery humano, transportando almas apiñadas con sus ojos en blanco pensando en alguna quimera de weekend. Ese fin de semana que representa un desafío como si fuese una hoja en blanco.
En un repleto vagón del Subte C, viaja Víctor, un repartidor de productos La Virginia rumbo a la estación Constitución. Desde hace décadas recorre a pie las áreas que le asignan con muestras de productos que lleva en una valijita. Hoy le ha tocado Zona Norte y pudo terminar su pedestre recorrida en cinco horas. Todo un récord teniendo en cuenta los tiempos que hace en otros circuitos. El martes le tocó Moreno, el miércoles: Isla Maciel, y el Jueves: las temibles torres del Docke. Víctor tiene más de 60 años y todo el pelo blanco. Aparenta más edad inclusive, porque camina algo encorvado y usa sweaters de abuelo y mocasines. Pero a no dejarse engañar, su famoso paso ligero es difícil de acompañar, y su cambio de marcha puede ser mas rápido que la vista, como varios chorros y salteadores podrían atestiguar. Víctor es un sobreviviente, le robaron treinta y siete veces. Las contó. Pero él está entrenado para sobrevivir en zonas bravas y seguir su recorrido de repartidor heroico de infantería. Siempre lleva un vuelto de 10 mangos en el bolsillo trasero de su pantalón Chemea, por si los delincuentes se pasan de nerviosos. Este hincha de El Porvenir no usa billetera ni alianza, y porta su DNI en el bolsillo izquierdo de su camisa a la altura del corazón.
Desde Constitución, Víctor viaja luego hasta su casa donde lo espera su mujer Anita y su vieja perra cocker cuya medalla identificatoria reza: Magui (y no Maggie). Anita no sonríe pero tiene hoy una mirada comprensiva. Le ceba unos mates a su marido mientras Magui se acurruca a sus pies bajo una mesita de piedra en medio de uno de los últimos jardines de patio de zona sur, donde aún se pueden escuchar zorzales.
“¿No te olvidás de nada?”, le pregunta ella. “Creo que no, tengo todo en el baulsito”, le responde él, en alusión al nombre doméstico que ambos le dan a una pequeña valija que la pareja suele usar para sus veraneos en San Clemente. Víctor toma unos mates y se dirige a la puerta entonces, diciendo: “En un rato vuelvo, voy a ponerle al auto la calcamonía” –que es su forma de decir plotter-. “Si serás chiquilín”, llega a escuchar que su mujer le dice cuando ya llega a la vereda, a lo que él le contesta a la distancia: “La dedicatoria no puede faltar”.
La mañana siguiente anticipaba un sábado fresco y nublado. Los vecinos habían salido a la vereda y murmuraban observando. A través de las miradas mediocres, Anita abrazó a su hombre y se despidió de él diciéndole al oído: “Dicen que estás loco”, a la vez que le daba, en forma encubierta, una estampita de San Jorge. Víctor con mirada tranquila le contestó: “Nos vemos a la vuelta”.
Al entrar a su auto, el aventurero besó la estampita que depositó en la guantera cuidadosamente junto a otro de sus tesoros: un viejo y desgastado trozo de papel madera que rezaba: Torino.
El bólido rampante de Industrias Kaiser Argentina salió quemando cubiertas y se perdió en el horizonte de la avenida Pavón.
Tiempo más tarde tribus de aborígenes aymaras, jíbaros, kayapós, desde el Altiplano hasta el Amazonas, ya contaban historias y leyendas respecto de un misterioso auto de faros redondos conducido por un hombre de cabello blanco, que surcaba selvas y caminos como un rayo y en su luneta trasera llevaba un plotter de letras grandes con la leyenda EGAR.
Algunos nativos y lugareños de diversas regiones de Sudamérica juraban inclusive haber visto a un copiloto joven y con sombrero de cowboy riendo como loco.


* Basado en una historia real y dedicado a todos los cowboys que aún creen en la amistad.