HISTORIAS DE LA CIUDAD, LA NOCHE, LOS AUTOS Y LA RUTA

HISTORIAS DE LA CIUDAD, LA NOCHE, LOS AUTOS Y LA RUTA

"Ya he escrito toda la carretera. He ido rápido porque la ruta es rápida. Es sobre tí, sobre mí y sobre el camino"
(Carta de Jack Kerouac a Neal Cassady fechada el 25/5/51)





jueves, 25 de noviembre de 2010

BALADA PARA UN FALCON '81


No existían fronteras para mi Falcon ’81. El fue mi compañero de equipo en mis años más salvajes. Mi otra mitad en las recorridas nocturnas inigualables de los ochentas y noventas. Mi partícipe necesario en mis mejores delitos impunes.
Aprendí a manejar en aquel Standard de color celeste gastado por el sol. Y desde allí en adelante fuimos inseparables por casi quince años en los cuales no me bajé de él y él no se bajó de mi vida.
Nunca fue tope de gama. Tres punto cero con caja de tercera al volante. Aún recuerdo sus ópticas delanteras rectas y cuadradas y su inolvidable asiento delantero enterizo que no era nada deportivo, pero que hacía que no fuese necesario pasarse al de atrás con una o hasta dos chicas.
Cuando mi viejo Standard ’81 vuelve a saludarme a mis recuerdos, no visualizo precisamente un auto, sino que revivo noches, rutas, calles, sótanos, amores, victorias, derrotas y fantasmas que ya nunca me abandonaron. Gran parte de lo que soy tiene mucho que ver con él. Doy gracias a Dios por haberlo puesto en mi camino y darme sus llaves. El resto fue solo seguir la ruta. Llamalo como quieras, pero a veces estos autos nos buscan a nosotros para transformarnos en héroes: 400, Valiants, Ramblers: el destino del gladiador está marcado por su gladius, por la arena y en definitiva por la lucha. La voluntad de los dioses de la guerra y del camino hizo que aprendiese a manejar en un glorioso Falcon ’81. Y ya nada fue igual.
Si yo hubiese nacido en cuna de oro en los barrios al norte de Callao y con autos fabricados en las ejemplares plantas de Stutgart, mi vida hubiese sido muy distinta, mucho más tranquila y ordenada quizá. Pero no. Soy como un seis en línea de la vieja Argentina industrial, y tengo ese mágico olor a nafta que algunos desdichados nunca conocerán.
Todo se redimensionaba a bordo del Falcon, mi socio fiel en aventuras dignas de Julio Verne, de Kerouac o de Bukowski. Allí todo se transformaba en una odisea de héroe mitológico o de adelantado descubridor de nuevos continentes. Buenos Aires-Mar del Plata era como el New York –San Francisco de “On the Road”. Los recorridos que empezaban a las once de la noche y terminaban a las once de la mañana, los Irish Pubs, Ave Porco, el Morocco, el Club Caniche, El Dorado, y el mítico after Panteón de avenida de Mayo, que abría a las 7 de la mañana y donde pasaban a la por entonces “novedosa” banda Prodigy y su “Firestarter”!!
Mi primera novia, y la segunda, y el beso inolvidable, y las promesas infinitas en aquella noche de lluvia. Y las mujeres sin rostro. Y mi amigo y copiloto Andrés, y la críptica y oscura disco Star de avenida La Plata, donde había que entrar con contraseñas que cambiaban cada noche. Y la ruta 2, y la solitaria avenida Colón en Mar del Plata, iluminada como camino a las estrellas. Y “The Joshua Tree” sonando en la gastada cinta de mi cassette de aquel pesado Pioneer de carcaza metálica encastrado bajo la radio AM de fábrica. Todo ese universo encerraba mi viejo Falcon celeste. Éramos los mismísimos aventureros náufragos del fin del mundo.
En aquellas dos últimas y mágicas décadas del siglo veinte donde no existían ni los amigos virtuales ni las novias por Facebook, teníamos el desafío constante de aguardar a la caída del sol -como los vampiros de raza- y salir al apasionante desafío que nos proponía la noche, donde tu presa, acaso el amor de tu vida, debía ser capturada poniendo a prueba tus mejores técnicas de cazador. Quizá por eso me fascina tanto la figura del Stuntman Mike de Kurt Russell en Death Proof: un tipo de otra época, cuyo rostro muestra las cicatrices de su pasado, y que no acepta las modernas reglas del vacío y el mensaje de texto; su vida es perseguir y capturar chicas de la mitad de su edad usando las técnicas de la vieja escuela: un auto retro en la puerta, mirar a los ojos apoyado en la barra, y practicar el sagrado oficio de la “parla”, nada que ver con el chat.
Pero puedo ir aún más atrás en el pasado, y me veo a mi mismo de niño acompañando a mi abuelo a comprar aquel 3.0. de cero kilómetro en la agencia Quintana, si mal no recuerdo por la avenida Rivadavia, allá a la altura de Liniers o Villa Luro. Y luego volver andando hasta mi casa con el olor a nuevo de los asientos. Ese auto crecería a la par mía y de mis sueños, la mayoría de ellos rotos -desde ya-, pero que brillaban mientras aún latían en aquel largo asiento enterizo, sede de miles de juramentos y compromisos incumplidos de cara a las estrellas.
Con aquel Falcon anduve por calles, rutas, arena, barro y piedras. Y a mi derecha se sentaron princesas escandinavas, paulistas, eslavas y del conurbano bonaerense. Pero él jamás me falló. Y si alguien pudo haberse equivocado no una sino mil veces, ese seguramente fui yo en mi eterno western polvoriento, pero nunca mi caballo de tres velocidades y seis cilindros en línea.
Ángel guardián en noches y rutas extremas. Sabio sensei en caminos oscuros y encrucijadas endemoniadas. Junto a mi Falcon celeste salimos heridos y triunfantes de las profundidades más oscuras y de las tormentas más eléctricas y furiosas.
Juntos aprendimos y perfeccionamos miles de técnicas de supervivencia de esas que solo saben los guardianes de la verdadera y secreta sabiduría de las calles. Considero un privilegio haber forjado mi espíritu en aquel confiable 3.0 de asiento enterizo y tres marchas al volante.
Las lecciones del destino hicieron que un fanático de las Chevys como yo, tuviese como auto y hermano fundacional a aquel majestuoso Falcon ’81, que aún me saluda en sueños, en los cuales todavía puedo sentir el grip en las manos de aquel volante negro con su óvalo central.

La denuncia policial en la Comisaría 24 del Barrio de La Boca, consignaría en aquella fatídica noche de abril de 2002, que un Ford Falcon Standard celeste estacionado sobre la calle Lamadrid había sido robado en horas de la noche, mientras a pocas cuadras se jugaba un partido de la Copa Libertadores. Yo personalmente, creo que mi viejo amigo y maestro modelo ‘81, un día consideró que finalmente yo ya estaba listo para seguir mi camino solo, habiendo aprendido ya, sus valiosas enseñanzas en nuestro sendero marcial.
Te pido perdón entonces, guerrero de armadura de color gastado, si a veces me permito la debilidad de extrañarte. O de extrañar ese mundo que vivimos escuchando viejas canciones de los ochentas en aquel Pioneer de carcaza metálica.
Así que desde aquí me permito reverenciarte tal como los gladiadores lo hacían a su emperador: ¡los que van a morir te saludan!
CESAR RODRIGUEZ BIERWERTH

miércoles, 10 de noviembre de 2010

Crónicas de viajes: CUBA


Tuve la suerte de visitar Cuba a comienzos de 2007. Viajar a esa isla es una experiencia que recomiendo a cualquiera, pero muy especialmente a todo fanático de los autos clásicos, y particularmente de los norteamericanos de la dorada década del 50.
Son muchos los argentinos que viajan a la isla a la que Nicolás Guillén se refiriera alguna vez como “un largo lagarto verde con ojos de piedra y agua”, pero rara vez cuentan anécdotas o datos de real interés que tengan que ver con la verdadera cultura de los cubanos. Y cada vez que menciono la palabra cultura me gusta aclarar su real sentido: “conjunto de costumbres de un pueblo”. Así es que, previo a mi viaje, cada compatriota que volvía de Cuba solo me mencionaba el color del agua, o me describía el hotel “all inclusive” donde había estado alojado. Algunos incluso me comentaban que los precios eran más baratos, y se quejaban de que no se aceptaban tarjetas de crédito de bancos norteamericanos, o de que no había Coca Cola. Paradójicamente después de eso, se sacaban una foto en la tumba del Che, quien seguramente se hubiese avergonzado de ellos tanto como yo.
Personalmente recomiendo a todo aquel que tenga la suerte de viajar a ese país, que trate de conectarse lo más posible con las verdaderas costumbres de los cubanos, y así podrán descubrir un lugar único en el mundo, detenido en el tiempo hace 50 años.
Cabe recordar que Cuba a mediados del siglo 20, fue el gran lugar barato de esparcimiento de los norteamericanos, y abundaban los casinos y hoteles de lujo donde industriales, millonarios y mafiosos estadounidenses despilfarraban alegremente sus dólares con la anuencia de los gobiernos títere que regían la isla. Esta situación alcanzó su pico en los años 50, donde estalla la revolución que finalmente triunfa en 1959 de la mano de Fidel Castro, nuestro compatriota el Che Guevara y otros laderos como Camilo Cienfuegos.
No es intención de esta nota hacer ningún análisis político ni emitir opiniones en tal sentido, pero resulta necesario describir ese marco para entender el porqué de las características únicas de los autos que circulan por toda la isla.
Desde entonces, y con el férreo sistema totalitario de Castro instalado en el poder, más el bloqueo económico impuesto por los Estados Unidos, lo cierto fue que los cubanos debieron arreglárselas con el parque automotor existente en la isla sin posibilidad de adquirir modelos nuevos. Y esto era: miles de autos americanos de los años 40 y 50 que aún hoy circulan por todas partes donde uno vaya.
Ni bien arribé a Cuba y mientras el taxi me llevaba por la ruta desde el aeropuerto, comencé a sentir que estaba en alguna película de la época de James Dean. Por la carretera circulaban con total normalidad Bel Airs y Mercurys de los años cincuenta, Dodges, Studebakers, y más en todas sus versiones: cupés, sedanes, de lujo.
Esa imagen surrealista de autos majestuosos se acrecentaba al entrar a las ciudades como La Habana, o Santa Clara o en pequeños pueblos como Cárdenas, Perico o Colón donde un Plymouth 56 aún en su versión convertible, puede ser un taxi que te lleve a donde le pidas sin dificultades en el tránsito, o donde una familia de clase trabajadora –quizá la única clase en Cuba, claro- sale a hacer su paseo de domingo a la tarde en su Dodge Sierra 57, o donde los veinteañeros cubanos salen en grupo a encararse chicas a bordo de la cupé Studebaker que fuera de sus abuelos, y luego de sus padres. En esas mismas ciudades y pueblos rurales, un repartidor de productos lácteos puede tranquilamente hacer su recorrida por almacenes en su fiel Chevrolet Sapo del `50 como si ello fuere lo más normal del mundo.
Lo cierto es que yo no salía de mi asombro, al tiempo que trataba de averiguar si de casualidad existiese alguna maldita fórmula para traerme una de esas joyas, lo cual es prácticamente imposible para mí o para cualquier extranjero, ya que el parque automotor de Cuba –único en el mundo- está protegido por duras leyes que impiden que las legiones de hot-roteros de todo el mundo puedan depredarlo en cuestión de horas.
Cabe mencionar que si bien los cascos de los autos se ven en muy buen estado de conservación, son pocos aquellos que conservan sus partes originales en un país bloqueado, con modelos que se han dejado de fabricar hace décadas y donde el sueldo promedio es de menos de 25 dólares mensuales. Por ello, al levantar el capot de un Cadillac (que bien puede ser un taxi, como ya dijera) seguramente encontraremos un motor Perkins gasolero o hasta algún engendro de Europa del Este. Prácticamente ningún clásico americano de los miles que circulan por la isla conserva su viejo V8 de fábrica. Se dice incluso que los rusos en la época del comunismo fabricaron un motor compatible con el Chevrolet 51 y muchos cubanos simplemente le cambiaron el motor americano por el ruso del cual existían y existen mas repuestos, y desde ya, es más económico. Por ello, el “Chevy 51” es uno de los autos que mas se ven por todo Cuba.
Todo esto ha hecho que los cubanos se vuelvan verdaderos maestros de la mecánica artesanal en el mejor sentido de la palabra y utilicen su ingenio para solucionar estas adversidades, “fabricando” piezas de motor y de carrocería, más otras como contornos de ópticas baguetas, etc. con una dedicación y amor inigualables.
Cuando hablaba con los cubanos y les contaba que yo estaba armando mi cupé Chevy 71, ellos me miraban como si yo les hablase de un auto nuevo, o quizá del futuro.
Es imposible encontrar un lugar igual en el mundo si lo que a uno lo apasiona son los autos americanos de la “Golden Age” de los cuarentas y cincuentas. Cualquier fanático de los autos clásicos o del hot rod puede llegar a perder la razón en un viaje a esa isla del Caribe, porque como no me canso de afirmar: viajar a Cuba no es ir a un “museo rodante” como muchos turistas sin cultura automovilística sostienen. Viajar a Cuba es conocer un lugar donde esos mágicos dinosaurios viven, trabajan, pasean y se divierten en calles y caminos. Lejos están del museo. Están tan activos como hace 50 años.
Paradógicamente, en las ciudades cubanas suelen verse conviviendo con los clásicos americanos, a varios subtipos de pequeños autos de cuatro cilindros del bloque soviético de los años 80, que seguramente llegaron a la isla por los convenios económicos de Fidel con el bloque socialista. Estos autos se ven decadentes y destartalados en contraste con el estado de conservación de los Cadillacs, Fords y Chevrolets cuarenta años más antiguos. El tiempo suele ser el mejor tester de la verdadera calidad. Cualquier similitud con casos de estas tierras es “pura coincidencia”.
Otro detalle de color que no puedo dejar de mencionar es que en varias ciudades cubanas he visto autos argentinos de las décadas del 60 y 70, siendo el más común el Peugeot 404. Las exportaciones de nuestro país en aquellos años también han dejado su rastro en Cuba. Así es, alguna vez fuimos un proyecto de país industrial.
Finalmente un viaje a un lugar tan mágico y con tantos matices me llevó a muchas conclusiones, algunas hasta de tinte social. Pero en lo que hace a nuestra pasión por estos autos puedo afirmar que los cubanos nos están dando un ejemplo maravilloso. Ellos con sueldos de veinte dólares al mes mantienen vivos y hermosos sus clásicos americanos de los años cincuenta. Lo que no tienen lo fabrican, pero esos monstruos siguen paseándose orgullosos por todo ese país. No nos quejemos nosotros entonces de nuestras dificultades y démosle la vida que se merecen a nuestros Toros, Chivos, Halcones y Chanchas. Empecemos de una vez a armar ese Hot o Rat que nos ronda la cabeza. Ningún dictador y ningún bloqueo económico nos lo impide. Y quizá algún día, al igual que los cubanos, nuestros nietos puedan decir: “este auto está en mi familia desde mi abuelo, y no se vende”.

CESAR RODRIGUEZ BIERWERTH

jueves, 4 de noviembre de 2010