HISTORIAS DE LA CIUDAD, LA NOCHE, LOS AUTOS Y LA RUTA

HISTORIAS DE LA CIUDAD, LA NOCHE, LOS AUTOS Y LA RUTA

"Ya he escrito toda la carretera. He ido rápido porque la ruta es rápida. Es sobre tí, sobre mí y sobre el camino"
(Carta de Jack Kerouac a Neal Cassady fechada el 25/5/51)





miércoles, 31 de diciembre de 2014

AMIGOS DE HIERRO 3


“Cuando uno sale por la puerta de casa, se enfrenta con un millón de enemigos” (Gichin Funakoshi -padre del Karate Shotokan-)

                        Hace tiempo hicimos un pacto de hierro. Yo curaría tus heridas y vos curarías la mías. Allí te vi al costado del camino. Oxidado, maltratado, desparejo en altura, con los anclajes quebrados de tu chasis, y falto de cariño y de respeto. ¡Perfecto! Me dije a mi mismo. Quizá en definitiva nos parezcamos un poco, con tu cuerpo y tu alma cubiertos de cicatrices propias del guerrero que nunca entregó su espada de doble filo, cubierta de sangre seca de tus enemigos a los que el tiempo olvidó.  
                   Hicimos un pacto de hierro. Yo te transformaría en héroe y vos harías lo mismo conmigo. Nuestros sueños eran más grandes que nuestros obstáculos.
                   Así emprendimos este camino, en el cual a nuestro paso fuimos conociendo a farsantes, pero también a verdaderos hermanos de otras vidas con los cuales nos reagrupamos para nuevas batallas. Locos hermanos forjadores de antiguas armas de metal, que se ocuparon de la mecánica, chasis y casco (corazón, huesos y armadura). Hasta que estuviste listo para la ruta, y al acelerar ya nada fue igual, ya no hubo vuelta atrás.
                   Los he visto bajar en caravana por las sierras cordobesas, nos hemos saludado pulgares para arriba en las avenidas de mi ciudad y en pueblos fantasmas donde los búhos me hablaron en la oscuridad. Los he visto en los talleres de barrio: fábricas de sueños de tuercas ajustadas. Los he visto en recorridas nocturnas donde se celebra la amistad, y junto al mar donde el canto de las sirenas de mi pasado sonaba como poesía espectral bajo las estrellas.
                   Hicimos un pacto de hierro. Yo te contaría algunas de mis historias y vos algunas de las tuyas…y ambos callaríamos otras que nos reservamos en nuestros heridos corazones.
                   Yo te haré invencible, te lo prometí hace años. Vos solo dame la fuerza para no caer.
                   La carretera que nos espera está llena de misterios y de seres intemporales. Allá vamos juntos a buscar buenas historias que luego serán repetidas en los rincones más lejanos como leyendas ancestrales. Vamos por esa ruta sin nombre atravesando la niebla de los tiempos a saludarnos con Thiago y su abuelo, con Víctor y Egar en su Torino, con Guillermo, aquel pintor sin manos en su GTX fantasma; y luego al llegar a un desierto tengamos una charla con un puma antes del zarpazo final.
                   Nos perderemos en algún sendero para encontrarnos con nosotros mismos, mi viejo amigo de hierro. De eso se trata esta historia que algunos nunca entenderán. Esos mismos que compran y venden, y se compran y se venden. La historia nunca los recordará, y algún día estallarán tan vacíos como los airbags de sus autos diseñados para cobardes, pagaderos en interminables planes contra entrega de sus almas, para acceder a su basura reciclable de bajas emanaciones tóxicas que cumple con los estándares y protocolos de sus amos.   
                   Así es, querido compañero de aventuras. No vivirás como rata ni como topo, porque no naciste para ser roedor. Tu destino es ser dragón, así te diseñaron en Detroit en los tiempos de los verdaderos héroes de acción.
                   Tenemos la fuerza de las cosas simples, el impacto del golpe con puño cerrado en línea recta –acaso el camino más corto entre dos puntos-. Somos eternos como el rock pesado: motor-caja-diferencial (guitarra-bajo-batería).
                   Hicimos un pacto de hierro. Iniciamos un camino donde paso a paso nos daríamos lo mejor de cada uno, cada día, cada mes, cada año. Y a lo largo del sendero vimos a muchos abandonar y tirar la toalla. Allá ellos, un día se perdieron en nuestros espejos retrovisores. Esto no es para cualquiera.
                   Tengamos la sabiduría que tantos años y tantas noches nos han dado, sin perder aquella inocencia vertiginosa de ese chico de barrio que en un carro de madera y rulemanes se lanzaba barranca abajo por la pendiente del Parque Lezama tratando de superar “la curva de la muerte”.
                   Así que abran paso y despejen las rutas, que los dioses del trueno están volviendo.
                   Vamos mi viejo amigo de hierro, no voy a soltarte, no voy a dejarte caer.


                                      CESAR RODRIGUEZ BIERWERTH

jueves, 30 de octubre de 2014

EL VESUVIO


“A mí se me hace cuento que empezó Buenos Aires:
La juzgo tan eterna como el agua y como el aire.”  (Jorge Luis Borges –Fervor de Buenos Aires-)
No tiene lógica que ese tipo que vende mochilas, bolsos y camperas militares en el pasaje subterráneo que va por debajo del obelisco siga allí, con su mismo puesto con su misma mercadería sin haber envejecido luego de tantas décadas.
A comienzos de mi secundaria, allá por el ’82, recuerdo que veía a los pibes más grandes y cancheros que yo, en mi colegio, el Pueyrredón de San Telmo, que en lugar de llevar sus libros y carpetas en la mano o en algún  portafolios, llevaban “morrales”  colgando de un hombro en forma vertical (y no como los malditos posers palermitanos de hoy, que lo llevan cruzado). Por lo general eran de color verde oliva, y cuanto más gastados y garabateados con nombres de bandas de rock, escritos en birome, mejor. Así que no tuve mucho que pensar, y para no ser menos, decidí obviamente que yo debería tener mi propio morral, y me lo fui a comprar a la galería subterránea de la 9 de Julio donde el vendedor era justamente este sujeto de aspecto tan extraño. El tipo parecía una versión siniestra de Larry, aquel de los tres chiflados, semicalvo y con dos matas de rulos a los costados de la cabeza como payaso psycho  killer. No sonreía ni tenía expresión en los ojos, y para hablar movía su boca pequeña sin gesticular, con la mirada perdida como si estuviese repitiendo un libreto de venta de su mercadería, pero con sus pensamientos en otro lado. Todo eso nos llamó la atención a mí y  también a mi compañero de banco del cole, el gordo Fernando, que me acompañó y se compró también su propio morral. Era fácil imaginar a aquel puestero con su cara pintarrajeada como un clown decadente y blandiendo un cuchillo o algún otro elemento punzocortante. Pero, en fin, tomamos nuestros nuevos morrales vacíos y salimos de la galería bajo el asfalto, subiendo por la escalera de Carlos Pellegrini, en cuya desembocadura en aquel entonces se encontraba el inolvidable Supermercado del Disco, un fantástico megalocal donde vendían vinilos y casetes, y tenían todas las novedades de aquello que alguna vez se llamó “industria discográfica”.
Luego caminamos por Lavalle, y con las pocas monedas que nos quedaban hicimos una vaquita para comprar unas “frenys” en Pumper Nic, mientras discutíamos acerca de si Queen era o no, mejor que Kiss, y viceversa. No nos pusimos de acuerdo (los fans de Kiss nunca aprenderán). Éramos libres y felices. Y teníamos nuestros morrales.
Desde entonces y a través de los años, camino a diario por esa zona de la ciudad, pasando siempre por la vieja galería subterránea que conecta Pellegrini con Cerrito, y el mismo tipo sigue allí, inmutable e inalterable al tiempo con su rostro inexpresivo y su mirada en la eternidad. Con los años comencé a descubrir, en mi andar de rata de microcentro, que ese no era el único personaje inmune al paso del tiempo que circundaba el área del obelisco, también está el mozo de cara redonda del bar “La Estrella” de Maipú esquina Lavalle, o los viejos expertos lustrabotas de la casa de lustre “Argento” de la calle 25 de mayo (que siempre fueron viejos). Ellos y algunos más, todos con sus ojos en el vacío, quizá de alguna época en la cual se quedaron para no cambiar jamás.
  De todos estos extraños seres, quizá el más llamativo y accesible al diálogo, es ese al que apodan “El Mago”, un tipo con todo su cuerpo y cara tatuados, de contextura pequeña y pelado, lleno de piercings y cuanta modificación corporal uno pueda imaginarse que trabaja justamente y según siempre dijo, de tatuador, y a quien se puede ver a menudo por las galerías de Lavalle en su tramo peatonal. En una época hablábamos seguido, incluso cuando viví en Mar de Plata en los noventas, el tipo también estuvo un tiempo allá en La Feliz, escapando de algo que oportunamente me contó y no viene al caso revelar ahora. Meses atrás, yo volvía de una cena un jueves a la noche –casi medianoche- y me lo encontré caminando solo por Carlos Pellegrini, desde Viamonte y en dirección al obelisco, la vereda estaba desierta, y las luces de neón destellaban en la avenida. Me le puse a la par y le dije: “Hey, Mago”, y el tipo se dio vuelta. No sé si me reconoció o si me saludó de compromiso atento a que lo llamé por su apodo, y me dice: “Hola, ¿Cómo andás?”, “Todo bien”, le contesto, “volviendo a casa”.  “Y si, mañana hay que laburar” me agrega, “Pero estoy apurado”, dice acelerando el paso, como queriendo despegarse. Percibí que mi presencia lo incomodaba, así que me despedí de él y fingí que doblaba por Tucumán a la izquierda.
Luego retomé unos pasos, y al asegurarme de que no miraba para atrás, lo seguí, pero a una distancia en la que él no pudiera verme, y así amparado en la noche,  fui tras sus pasos. Cruzó la 9 de Julio, y caminó media cuadra por Corrientes hasta el bar “El Vesuvio”. Entró. Tras él, entré yo. Como siempre el Vesuvio estaba abierto e iluminado, vi como los mozos lo saludaban con la cabeza y le daban paso para que subiera al piso de arriba. Conmigo no fue igual, cuando yo entré los camareros me miraron como para que me siente en alguna de las mesas de la planta baja (es sabido que ese bar solo tiene mesas abajo dando a la calle, y arriba solo están los baños y un gran salón vacío). “Paso al baño y ya vuelvo. Te encargo un café en jarrito” le dije al mozo que se me acercó. Con un gesto desconfiado, el mozo, aceptó. Subí rápido y llegué a ver que el Mago en el primer piso se metía por una puertita al costado de los baños. Todo lo que hay en esa planta son mesas y sillas arrumbadas y una orquesta inmóvil de muñecos que representan a figuras emblemáticas del tango como Gardel o Troilo con su bandoneón. Sin dudarlo esperé unos segundos y atrás me metí yo por la misma entradita por donde mi perseguido acababa de pasar. Solo había un pasillo oscurísimo y estrecho. Nada se veía, ni el Mago, ni el final del corredor. Solo oscuridad. Cerré la puerta a mis espaldas. Tengo mi experiencia en lugares oscuros y me sé esa técnica de cerrar los ojos y contar hasta diez. Lo hice, y al abrirlos pude ver algo mejor pero en penumbras. Caminé y caminé con las yemas de mis dedos  tocando las paredes a mis costados, hasta que de repente del lado derecho percibí que la larga textura del corredor se interrumpía por la madera de una puerta. Tanteé en la oscuridad y al encontrar el picaporte lo giré y entré. Allí, había una escalera descendente algo más iluminada que me llevó hasta otra puerta, a la cual a medida que me acercaba iba escuchando ya los sonidos de la avenida. Al llegar a esa puerta pasé y salí a la 9 de Julio nuevamente. Llegué a la vereda y allí parado vi que algo había cambiado, o todo.
En el medio de la avenida no estaba el amarillo Metrobús, sino que por el contrario había frondosos árboles que daban un halo de misterio a la noche. Miré al obelisco y no tenía rejas que lo rodeasen, y agudizando la vista en dirección a Corrientes logré ver las marquesinas de los teatros que anunciaban el estreno de una puesta en escena rutilante con el Negro Olmedo en el rol central: “El Manosanta está cargado”. Algunos taxis eran Falcon, otros eran Peugeot 404, y se podía escuchar que al acelerar sonaban como autos verdaderos. Caminé unos metros hasta la entrada del Hotel República por Cerrito, y allí lo vi al Mago nuevamente, mirándome fijo con una sonrisa burlona. “Sabía que me venías siguiendo”, me dijo. “Y te dejé llegar hasta aquí. Sabía que no me defraudarías”, agregó. “Hay una Buenos Aires que viviste, y otra que imaginaste o quizá soñaste. Bienvenido. Este lugar no es para cualquiera”. El mago hablaba y los tatuajes de su cara parecían cobrar vida. Y siguió: “Un amigo tiene algo para vos”. Desde el Hotel República, salió entonces aquel vendedor de bolsos del pasaje subterráneo, quien se me acercó con gesto cómplice con un paquete de papel envolviendo algo. Vi sonreír a ese tipo por primera vez en mi vida. “Esto es para vos” me dijo con su cara de Larry. Y me entregó un misterioso regalo, cuyo envoltorio de papel rompí en cuestión de segundos. Allí había un morral idéntico a aquel que tuve en mis años de secundaria. Al agarrar mi presente escuché que algo tintineaba allí dentro. Lo abrí, y había un juego de llaves de un auto. Me quedé perplejo, y vi como el Mago y el vendedor de morrales me saludaron con la mano y se alejaron por la avenida perdiéndose en la oscuridad.
Allí estaba yo, parado junto al cordón de la vereda de una extraña avenida 9 de Julio con un morral colgado del hombro y unas llaves en la mano, cuando escuché el sonido de un motor americano a mis espaldas y enseguida una frenada justo al lado mío. Me di vuelta para ver que sucedía, y pegado a mí en la entrada para autos del Hotel, acababa de estacionar una cupé Chevrolet ’51 color negra con todos sus cromados intactos. Del auto se bajaron dos viejos personajes conocidos para mí: los lustrabotas de la casa Argento. El que estaba del lado del conductor dejó su puerta abierta, diciéndome: “Esta es tu noche pibe”, y también se alejaron entre las luces de la avenida. Inmediatamente y con las llaves que tenía en mi mano derecha, entré al auto, y en efecto, las llaves eran las indicadas: medio giro de tambor, una acelerada en punto muerto y arrancó como coche nuevo.
Esa noche recorrí Buenos Aires en una cupé Chevrolet 1951. Pasé por el Gran Rex y se anunciaba un show de Soda Stereo presentando “Sueño Stereo”, bajé hasta Barracas y vi a los compadritos en la vereda de sus patios tangueros mirarme desafiantes, retomé por la Manzana de las Luces y vi elegantes damas con vestidos largos subirse a carruajes tirados por caballos de crines impecables, doblé por Arroyo y lo vi a Ringo Bonavena en la puerta de Mau Mau, paré a tomar un trago en la barra del Morocco y finalmente, al salir el sol me fui a desayunar al Open Plaza.
Luego ya con la luz del día, volví con mi cupé 51, esa que muchas veces había soñado,  y la estacioné de nuevo en la puerta misma del hotel República. Allí la dejé cerrada, pero me quedé con mi morral y con las llaves de ese auto con el que me habían honrado aquellos ciudadanos ilustres fuera de tiempo. Y me volví caminando hasta esa pequeña puerta que, a través de pasillos oscuros me devolvió al primer piso del bar El Vesuvio. Allí seguía la inmóvil orquesta fantasma y, escaleras abajo, era una mañana común y corriente. Los mozos me saludaron, y mientras salía uno de ellos me dijo: “Queda pendiente el café en jarrito”. Detrás de la barra de esa cafetería, vi una foto-collage en blanco y negro en la cual entre infinitos rostros me sonreían Pepitito, Tita Merello y Minguito. Al salir a la calle, todo era normal, con taxis Voyage silenciosos, Metrobús y sin carteles de espectáculos que valiesen la pena.
Conozco un pasaje clandestino, que me conecta con otra Buenos Aires. De vez en cuando en noches de luna llena, suelo escaparme por esa puerta oculta por la que pasan algunos personajes urbanos fuera de tiempo. A pocos metros de allí me espera un auto legendario en el cual puedo pasear por una ciudad eterna.
Recomiendo de tanto en tanto, darse una vuelta por el bar El Vesuvio para tomarse un café comprendiendo ahora, los códigos que encierran su mural de fotos y sus músicos inmóviles. Y claro, disimuladamente, escaparse un rato por la puerta secreta subiendo las escaleras. No teman a la oscuridad.

                                                                                              CESAR RODRIGUEZ BIERWERTH

miércoles, 22 de octubre de 2014

PRESENTACIÓN EN LA FERIA DEL LIBRO HEAVY

El 1 de noviembre estaré en la FERIA DEL LIBRO HEAVY METAL, en 33 Orientales 1150 Capital, desde las 16 hs. presentando mi libro para el público rocker, por la relación de mis historias de fierros con la filosofía del metal y la cultura rock en general. Allí venderé ejemplares de LA RUTA DE LOS INMORTALES, y hablaré en el escenario alrededor de las 20 30hs. Los espero.

sábado, 18 de octubre de 2014

AUDIO COMPLETO DE LA ENTREVISTA POR FM PURA

https://soundcloud.com/radiopura/cesar-patrick

sábado, 23 de agosto de 2014

EVENTO DE PRESENTACION DE "LA RUTA DE LOS INMORTALES"

El sábado 30 de Agosto a las 18:30 horas estaré presentando mi primer libro de compilación de cuentos LA RUTA DE LOS INMORTALES en Casa de la Lectura, Lavalleja 924 (CABA) con la participación del escritor Mateo Niro como presentador. El libro recopila 23 de mis cuentos publicados en este Blog, Manifiesto, El Valiant y el Molino, El Inglés y muchos más. La entrada es libre y gratuita. En el evento se venderán ejemplares del libro. Los espero. CÉSAR.

domingo, 29 de junio de 2014

PUNILLA

No había visto cuervos tan grandes desde que estuve en la Torre de Londres, algunos años atrás. Allí son un símbolo del imperio y se dice que el día en que muera el último de ellos será el fin de la corona británica. Por eso los cuidan tanto y los tienen tan bien alimentados, grandes como gallinas y graznando impunemente por los jardines mejor cuidados del mundo. Su plumaje renegrido brillante contrasta con el verde impecable del prolijo césped, y allí andan dando pesados saltitos. Son cientos y están por todos lados, enmarcados por esas murallas que atesoran historias de reyes, batallas, crímenes y prisioneros que estampaban mensajes con sangre en las paredes de sus frías y húmedas celdas. A mí personalmente, también me remiten a la película El Cuervo y al cementerio parisino donde los vi posados sobre la tumba de Jim Morrison.
            El problema es que no estoy en Inglaterra, sino en la cafetería de una estación de servicio Oil de la ruta 38 en la zona de Punilla en Córdoba. Y allí los veo a través del vidrio picoteando el raído pasto al costado de la carretera.
            En la mesa de al lado, un tipo con una gorrita de STP lee el diario. De repente levanta la mirada, y le digo: “¿Viste esos cuervos? ... estamos en la Provincia de Córdoba. Debería haber horneros...o chimangos. Alguien los debe haber traído e hicieron cría, seguro. Muy loco, ¿no?”. El tipo se levanta la visera con su dedo índice como hacían los cowboys con sus sombreros en las películas que yo veía de chico. Suspira y me dice: “Si para vos son cuervos, entonces son cuervos”. Dobla el diario en dos y se levanta y sale de la cafetería. Dejo de observarlo por un instante y escucho el sonido inconfundible de un motor de seis cilindros con escape libre. Entonces veo que el sujeto de la gorra de STP estaba afuera poniendo en marcha una estanciera IKA impecable que brillaba bajo el sol de la tarde cordobesa. Los cuervos levantan vuelo alborotados. Sé que en toda la zona de Punilla existe un verdadero culto a esos autos en particular, trabajados por expertos chapistas y mecánicos de Villa Giardino, de La Falda y otros lugares del área. La mayoría les ha puesto mecánicas 250 o similares, y es un espectáculo ver y escuchar esas máquinas bestiales tan hermosas.
            En el televisor del bar de la estación Oil donde estoy sentado están pasando un informe documental sobre Martín Karadagián.
            Los cuervos, la estanciera y Martín Karadagián me transportan a tiempos mejores. Miro a través del vidrio de la cafetería y más allá de los surtidores veo las sierras cordobesas. Afuera mi Chevy cubierta de tierra luce como en su medio natural. Estoy lejos de mi oficina de Puerto Madero y de mis expedientes y de mis obligaciones, y quizá aquí no sea el Dr. Rodríguez Bierwerth; aquí simplemente soy César, el de los cuentos de la ruta, o T Rex, el rey de los dinosaurios. Alejarse por la carretera es reinventarse. O quizá encontrar la verdadera identidad.
            Un par de mesas más allá veo una pareja de veinteañeros, un pibe y una chica que toman unas latitas de Coca, todo indica que es una primera cita. El pibe habla sin parar en un monólogo acerca de que él cree en la fidelidad, y de que le gustaría tener una relación en serio, y otras mentiras por el estilo. Yo hubiera mejorado ese speech, incluso a su edad. Pero por los ojos redondos y grandes de muñeca tonta con los que la señorita lo mira, creo que al chico no le hace falta más. Ese parece territorio ganado.
            En la FM de clásicos que tienen sintonizada en el bar comienza a sonar “Please don’t go”, en la versión original de KC and the Sunshine Band. Imposible para mí permanecer indiferente frente a ese tema. Tremendamente movilizador en todas sus versiones, pero ésta en especial.
            Me levanto de la mesa y me acerco a la cajera para pedirle que me prepare otro café. Nadie me apura, estoy de vacaciones y tengo toda la ruta para mí. Vuelvo a sentarme y veo que por la otra punta de la playa de estacionamiento lateral de la Oil, se detiene un Falcon con franjas de Sprint. Se bajan dos tipos y se ponen a mirar a mi Chevy y comentan entre ellos. Uno hace gestos afirmativos con la cabeza, y el otro parece decir que no. Entonces el que decía que sí, me señala con el dedo al verme sentado dentro del bar, y los dos entran a hablar conmigo. El “positivo” se para frente a mi mesa y me dice con acento cordobés: “Que esa no eh laa Maaaga”. El “negativo” le replica en tono burlón: “Que va a ser la Maga, si la Maga es de Buenooos Aires”. Entonces yo les digo que sí, con lo cual el “positivo” saca pecho y mirando de reojo a su compañero le ratifica: “¿Viste?, yo te dije que era la del video”. Me da la mano, y sin mediar interrupción me recita de memoria una frase textual de mi cuento “Balada para un Falcon 81”. Lo felicito y le digo que ni yo me acordaba esa línea tan bien como él. Entonces invito a los dos amigos a que se sienten en mi mesa. Me cuentan que son lectores de la revista, que ven mis videos. Por un instante siento que los conozco de toda la vida. Me comentan asimismo, que pertenecen a una agrupación de autos clásicos de la zona llamada “La 38”, por la ruta, claro. Y arreglamos para encontrarnos allí mismo la noche siguiente para cenar junto a los otros integrantes de esa banda, que según me juran, conocerían mis trabajos. “Seguro que hay muchos del grupo a los que les va a encantar conocerte”, me dice uno de ellos. Y así acordamos para nuestra cena pactada para la siguiente noche a las 21 horas. Uno de ellos al retirarse y pasar junto a mi auto, le pega una calco en la ventanilla trasera derecha que decía “La 38”con letras negras sobre un fondo amarillo.
            Comenzaba a oscurecer y volví a mi hotel en lo alto de las sierras de Capilla del Monte, frente al Cerro Uritorco. Allí dejé a mi Chevy en el improvisado estacionamiento que habían levantado junto a las habitaciones con unos palos de madera y techo de chapa a dos aguas. Si mi auto está bajo techo puedo descansar tranquilo. Esa noche se largó una feroz lluvia y el cielo se pobló de rayos enmarcados por los oscuros picos de los cerros. Escuché las pesadas gotas azotar el metálico tejado que protegía a mi auto y sentí que podía dormir apaciblemente.
            A la mañana siguiente me despertaron esos mismos graznidos que había escuchado el día anterior. Cuando me asomé a la ventana de mi cuarto y corrí la cortina para ver de qué se trataba, ellos estaban allí una vez más: los cuervos saltando en los jardines del hotel, y chapoteando en los charcos que la lluvia de la noche anterior había dejado. Entonces salí de mi habitación y allí cerca vi que estaba el jardinero del lugar haciendo su trabajo con un rastrillo. Le dije: “Hey, ayer también los vi. No sabía que había cuervos tan grandes en esta zona”. El empleado levantó apenas la mirada y me contestó: “Si para usted son cuervos...”.
            Horas más tarde, esa noche me presenté en el horario acordado en la estación Oil de la ruta para reencontrarme con mis nuevos amigos de La 38. Llegué poco antes de las nueve de la noche. Y se hicieron las nueve y media, y las diez menos cuarto, así que pensé que quizá no vendrían. Cuando estaba por poner en marcha mi auto para irme, escucho rugir motores verdaderos, y veo que la gente sale del autoservicio para ver el espectáculo. Parecía que el suelo vibraba, el sonido de los motores de seis cilindros había irrumpido en el silencio de la noche serrana, y hasta los encargados de los surtidores corrían a mirar. Así que bajé de la Chevy  y los vi llegar. Con sus luces encendidas bajaban en caravana por el sinuoso camino. Falcons, Chevrolets 400, Chatas C10, Torinos, y por su puesto varias estancieras IKA. El espectáculo de luz y sonido con los muchachos de La 38 pisando los aceleradores era impresionante. Se habían agrupado y acudían a la cita. Llegaron hasta el playón donde yo los esperaba y estacionaron alrededor de mi auto. Allí se detuvieron con sus faros prendidos y sin apagar sus motores. Cuando se bajaron de sus vehículos resplandecientes se acercaron a saludarme. Me contaron sus historias de sacrificio y pasión para restaurar esos clásicos, me pidieron que levante mi capot para ver el V8, y hablamos entre todos un idioma que compartíamos.
            Jamás olvidaré la llegada de aquella caravana de metal, descendiendo de las sierras solo para encontrarse conmigo.
             Escribo estos recuerdos en un cuaderno en el “Café de la Ciudad”, frente al obelisco en pleno centro de Buenos Aires. En la mesa contigua a la mía otro chico le hace el verso a otra chica, al igual que aquella parejita cordobesa; solo cambia el acento.  Y miro en el horizonte de la avenida Corrientes esperando que quizá aquel ejército fierrero cruce la 9 de Julio para venirme a visitar, dando un espectáculo que los habitantes del microcentro jamás olvidarían. No creo que sea imposible, cuando uno escribe, la realidad y la magia suelen mezclarse, por eso he visto cuervos en Punilla.

Siento que “algo” golpetea la ventana del “Café de la Ciudad”. Una oscura ave fantasma  me trae imágenes de otros lugares y otros tiempos.

CÉSAR RODRÍGUEZ BIERWERTH


PRÓXIMAMENTE


martes, 3 de junio de 2014

5 años, 30 cuentos (para TC Urbano/junio)


En la revista TC Urbano N° 144 del mes de Octubre de 2009 aparecía mi primer cuento llamado “Caravana de Chevys”, que era apenas una narración escrita a mitad de camino entre la realidad y la ficción acerca de aquella inolvidable caravana conmemorativa de los 40 años del lanzamiento del Chevrolet Chevy en Argentina. Pero lejos de constituir un mero texto de reporte periodístico, recuerdo que para esa oportunidad decidí incluir a dos personajes: un abuelo y un niño (su nieto Thiago). Casi sin querer, aquel relato se convirtió en un verdadero punto de partida, en el primero de mis cuentos publicados en esta revista, de la cual hasta ese entonces era asiduo lector, dada mi pasión por los autos clásicos de los sesentas y setentas. Ambos personajes aparecerían luego en la continuación de esa  historia: en “La Segunda Cruzada”, y poco más tarde en “La Tercera Cruzada”, consolidando una trilogía que incluso tuvo sus versiones en cortos de video que yo mismo me encargué de realizar y hoy en día tienen decenas de miles de vistas en Youtube. Recuerdo también que en 2011, inclusive realicé una presentación de estreno del video de “La Tercera Cruzada” a sala llena en un local de San Telmo. Eventos de esa magnitud han hecho que tome conciencia del alcance y el éxito de mis cuentos, y debo confesar que muy a menudo me planteo la posibilidad de hacer una “Cuarta Cruzada” debido al pedido de algunos de mis lectores.

            Lo cierto es que desde aquel punto iniciático de “Caravana de Chevys” hasta el presente, y a lo largo de casi 5 años y más de 30 números de la revista, mis relatos han aparecido en forma ininterrumpida en la TCU y me han dado, como escritor y como persona, innumerables satisfacciones traducidas en nuevas amistades verdaderas y reconocimiento a nivel nacional e internacional –ya que en mi blog www.lanochedelachevy.blogspot.com.ar- publico en simultáneo mis cuentos, logrando así una llegada a muchos lectores de otros países de habla hispana desde México hasta Chile, etc. que también me hacen llegar sus comentarios y opiniones acerca de mis trabajos.

            Como soy un convencido de que debemos ser coherentes entre lo que escribimos y nuestro real estilo de vida, es que frecuentemente suelo salir a las rutas con mi Chevy llamada “La Maga”, y siempre me resulta muy grato ser reconocido en otras Provincias y pueblos lejanos cuando llego, donde muy a menudo se me acercan lectores de esta revista fanáticos de todas las marcas de autos, que al verme me comentan mis cuentos, incluso con citas textuales de mis palabras. Así, a mi paso, he sido agasajado con asados, cenas y amistosas charlas de café en lugares que he ido recorriendo a lo largo del país.

            Cuando me preguntan cual de todos mis cuentos es el mejor, no creo tener una respuesta precisamente yo a tal interrogante, pero debo admitir que si bien todos guardan un lugar muy especial en mí, dado que en gran porcentaje tienen mucho de autobiográfico, textos como “La Noche del Impala”, o “No hay Hoteles en Tortugas” están entre mis predilectos. Pero lo bueno es que cada lector se identifique con “su” historia o cuento favorito, dado que todos si bien compartimos códigos, tenemos nuestras propias vivencias e historias personales, que hacen que nuestras afinidades vayan por caminos distintos. En ese sentido, debo confesar que cuentos como “The Sky is Criying”, “El Valiant y el Molino” o “Manifiesto”, están entre los más populares en las opiniones de mis seguidores.

            También aprovecho esta oportunidad de balances para anunciar que mi libro “LA RUTA DE LOS INMORTALES” que compila la mayoría de mis cuentos publicados en la TC Urbano, saldrá finalmente a la venta durante este año 2014, y daré a conocer su lanzamiento tanto a través de esta revista como de mi blog, Facebook, etc. La edición de mi primer libro es un anhelo que luego de mucho esfuerzo estoy a punto de concretar.

             Así que finalmente, me despido hasta el próximo número de la revista, expresando mi agradecimiento a todos aquellos que disfrutan de mis cuentos y me lo hacen saber en cada oportunidad, y dejando a continuación una serie de fragmentos elegidos de solo algunas de mis historias publicadas en TC Urbano hasta el momento.

“EL INGLÉS”

“Y allí Matías, contempló aquello que jamás olvidaría y nunca nadie le creería: el Valiant II con sus luces encendidas en lugar de girar y volver haca la ruta, avanzó lentamente en dirección al mar. Paso a paso la figura de aquel auto inmortal fue sintiendo la arena cada vez más húmeda bajos sus cubiertas, la espuma de las olas comenzó a estallar contra su parrilla y sus paragolpes delanteros y poco a poco se fue metiendo en el océano que terminó por cubrirlo por completo.”

“EL AUTO FANTASMA”

“La enorme y pesada puerta izquierda del auto hizo clack  y se abrió sola, con solemnidad, invitando a Guillermo a subir. El muchacho sin brazos no lo dudó ni un instante. Entró a la GTX y se sentó al volante en la mullida butaca principal. La puerta se cerró con perfección. Dentro del vehículo Guille lo miró a Piluso que observaba la escena desde la puerta de la casa y le dijo: “cuidá de mamá hasta que yo vuelva”. Las inmensas ruedas traseras de la coupé traccionaron y en pocos segundos el auto fantasma y su conductor se perdieron en el nocturno horizonte de la ruta 8.”

“SANTA FE Y CALLAO BLUES”

“Estos autos son muy agradecidos”  me comenta Fernando, y agrega: “siempre te van a recompensar por haberlos rescatado”. Y yo se que no miente, al viajar en autos así siento que se puede vencer al tiempo.”

“LA MARCHA DE LOS TEMERARIOS”

“De vez en cuando nos alejamos de la ciudad y nos adueñamos de los caminos en eternas caravanas de “Hombres-Niños-Soñadores” con motores que rugen como marchas militares de victoria. Ejército de Temerarios.”

“NO HAY HOTELES EN TORTUGAS”

“Lo veo trasponer la puerta y salir a la tormenta. Se sube a ese Falcon celeste estacionado al lado de mi Chevy, ese mismo Ford con el que yo aprendí a manejar y con el que fui feliz tantos años. Está igual que la última vez que lo vi. Observo cómo se aleja bajo la lluvia. El pasado no puede escucharme. Pero yo sí lo escucho.”

“LA PELÍCULA DE TU VIDA”

“Por lo tanto, más vale que elijas un buen auto para el largometraje que te toca protagonizar, porque la gente que pagó la entrada tiene derecho a ver un buen espectáculo, con motores estruendosos de seis y ocho cilindros, carrocerías metálicas, chasis bestiales, jaulas antivuelco y un olor a nafta que pueda traspasar la pantalla. Te aconsejo que elijas escenografías en la noche y en la ruta, que te rodees de amigos que compartan tu pasión, y que armes un auto digno de la leyenda en la que toca el rol central.”

“ATRAPASUEÑOS”

“Esteban recordaba a Daniela con la soleada luminosidad con que se recuerdan los veraneos más felices del pasado. Llegó a amarla como se ama a esas mujeres respecto de las cuales se guardan pequeñas fotos de rollo reveladas a las que les hablamos cuando estamos en soledad. En su corazón conservaba imágenes donde ella le sonreía al costado del mar bajo las estrellas de un lejano enero. Por ella había derramado lágrimas que ni sus más íntimos conocían. Y por ella había sido feliz alguna vez, tanto como para no olvidarla y nunca más volver a enamorarse.”

“AMIGOS DE HIERO 2”

“El código del guerrero debe ser respetado. Pertenecemos a una raza que nació para la ruta, por eso la buscamos todo el tiempo y ella nos llama en sueños. No sé si es una elección, quizá sea un destino. Sabemos reconocer a nuestros hermanos, y cuando perdemos a un copiloto nos queda esa herida en el alma que nos recuerda nuestra condición humana dentro de la armadura de metal.”

                                   Por CÉSAR RODRIGUEZ BIERWERTH

miércoles, 26 de marzo de 2014

NO HAY HOTELES EN TORTUGAS

 
 
Deberías entender que estás muy solo, imbécil. Solo en el living de tu casa, con una herramienta tecnológica que maquilla o anestesia una crisis existencial. Pulsando  teclitas en un chat,  intercambiando mensajitos con una entidad a la cual no podés mirar a los ojos, ni tocar, ni oler, ni  sentir. Y cuanto más confortable te hagan tu placebo, menos vas a salir a la vida real, y más solo estarás. 
    Algunos nunca entenderán. Allá ellos. No pienso caer en ese cazabobos de esta era del vacío.
    Y la radio difundiendo temas de cantantes llorones diciendo: “No sigo más, no tengo reeesto”. Vergüenza debería darles. Y de seguro cobran buen dinero por eso. ¿A cuánto cotiza tu llanto?
    Aún recuerdo cuando los temas se llamaban “God of Thunder” o “Love Removal  Machine”, o cuando Luca Prodan explicaba en un reportaje la clave de lo que debe ser una letra de rock: “Dámelo, nena, dámelo ya-eso es una letra de rock”.
    Quizá sea cierto eso de que antes los rebeldes querían cambiar al mundo con canciones y hoy con “aplicaciones”. Pero eso me parece lamentable. Me parece lamentable que quieran reemplazar a los rockers por los “emprendedores”. Me parece lamentable que antes los jóvenes tuviesen como paradigma de la rebeldía a Jim Morrison, a Sid Vicious, a Cobain y hoy quizá quieran parecerse a Mark Zuckerberg, el creador de Facebook. ¿Cuál sería el mensaje, entonces?: si no quieres morir joven como aquellos hazte millonario a temprana edad como éste. ¿Ah, sí? ¿Y a qué precio? ¿Al precio de la frustración y la infelicidad de aquellos que no logran volverse ricos antes de los 30?
    Por eso yo me quedo con la sabiduría irónica de los escritores como Bukowski, Borroughs o nuestro Enrique Simns, con quien hasta tuve el honor de compartir un café alguna vez en un clásico desaparecido bar de Almagro. Justamente Simns, creador de obras maestras como “Big Bad City” supo sostener: “De chico solía leer historias donde aparecían gigantescos y horribles monstruos que todo lo destruían, y yo pensaba que eran pura fantasía. Pero de grande descubrí que realmente existían”. Estos escritores, rebeldes verdaderos desde sus edades bien avanzadas, mirando hacia atrás, aprendieron a reírse de la mentira del sistema; nunca se hicieron millonarios y sus historias acerca de la senda de los perdedores merecen ser degustadas una y otra vez.
    La vida comienza cuando uno se desconecta. Los mejores tiempos fueron los tiempos previos a la llegada de la morfina de internet. El sol brillaba más, las noches eran más largas  y salvajes, el café tenía más cafeína y la nafta más octanos. Había más tiempo para los cabarets y todas aquellas buenas chicas. Había más tiempo para las historias de amor. Había más tiempo para los buenos amigos con quienes descubrir lindos tugurios de música tecno dark habitados por fantasmas soñadores, profetas adictos y santos bebedores de las mil y una noches. ¿Cuándo fue que nos cambiaron Buenos Aires?, nunca di mi consentimiento explícito para que terminen los noventas. ¿Cuándo fue pusieron un supermercado en donde antes funcionaba Ave Porco? Aquel cerdito con alas de la puerta debería al menos estar en un museo guardado como un tesoro patrio junto a una llama que nunca se apague como esa del soldado desconocido en honor a quienes pasamos por sus oscuros salones ambientados por Sergio de Loof.
    La ciudad y la noche me transformaron en un sobreviviente que ahora suele ser visto en bares y hoteles de pueblos perdidos en la carretera, donde quizá Tom Waits atienda la barra y Nick Cave sea el recepcionista.
    Así es. Creo que voy a salir a buscar aquel viejo sol por el camino de las sierras, tomando por Ruta 9. Tengo una Chevy con motor V8 que aún agita mi lado salvaje. Siempre es bueno un poco de olor a nafta. Después de todo, es mejor ajustar tuercas que pulsar pantallas táctiles de celulares. La realidad es de metal, y pobre de aquel que no lo entienda. Mi auto es Jim Morrison, y Vicious, y Cobain, y toda la raza de los que se resistieron a madurar.
    Voy saliendo de la ciudad y tomo por el acceso norte buscando la autovía 9. San Pedro, San Nicolás, y veo a los otros autos. Desde esas cápsulas 1.4 con aire acondicionado, sus autómatas conductores ven la carretera como si fuera una película. Yo, con el viento en la cara estoy dentro de la película. Luego Rosario, y allí tomar por la ruta vieja camino a Córdoba, ya que la autopista nueva no tiene estaciones de servicio y el V8 es muy demandante, pero su sonido de mecánica de vieja escuela americana lo compensa todo. Cañada de Gómez, y paro a saludar amigos que conocen mis frases mejor que yo. Agradezco todo esto. Paso por Armstrong cuando anochece y pienso que debería parar a descansar en el próximo pueblo porque en el horizonte comienzan a dibujarse los rayos de una tormenta eléctrica.
    Según los carteles de la ruta, el próximo poblado se llama Tortugas, y pienso que definitivamente debo parar allí para guarecerme y pasar la noche. Con los relámpagos cortando el negro cielo, mi Chevy avanza bajo cortinas de agua y me siento infinitamente libre surcando caminos misteriosos.
    Cuando llego a Tortugas, en la entrada del pueblo, junto a un bizarro cartel de bienvenida hay una pobre estación de servicio con una suerte de restaurante anexo que parece abierto. Allí entro y el lugar está vacío con la salvedad de un viejo en camiseta, sentado detrás de una caja registradora que mira un partido de fútbol en una tele de la pared. Hay olor a insecticida. El tipo me mira –me pregunto cómo será vivir así-. Enseguida le digo: “Buenas noches, quisiera saber si por aquí hay algún hotel, si es posible con garaje cubierto…”, “No, no”, me interrumpe el anciano: “No hay hoteles en Tortugas. Tenés que seguir unos veinte kilómetros hasta Marcos Juárez. Ahí tenés seguro”. Así es que sigo camino hasta Marcos Juárez, y al entrar a la zona urbanizada bajo la tormenta veo un cartel de recepción local que me indica que esa ciudad cordobesa es la capital de algo que no recordaré jamás, o el “corazón productivo del país” o vaya uno a saber qué. Pero lo cierto es que comparado con Tortugas, parece New York. 
    Cuando veo un bar sobre mi mano derecha, estaciono la Chevy en la puerta junto a un Falcon generación 78/81 y entro para tomar algo y preguntar por algún alojamiento. Me acerco a la barra y el encargado me recomienda un par de lugares cerca. Afuera la lluvia sigue azotándolo todo, así que decido hacer una pausa ahí mismo para tomar algo antes de ir para el hotel.
    Desde una mesa junto a la ventana veo a un pibe de unos veintipico que me hace señas como si me conociera para que me siente con él. Así que me acerco. Su cara me parece vagamente familiar, como del pasado. Tiene el pelo corto castaño alborotado con un jopo rebelde, una sonrisa amigable y una remera de manga corta del ejército zapatista. Me acerco un poco más y me hace un gesto invitándome a que me siente a su mesa. No le pregunto su nombre, el tampoco. Me siento frente a él y a nuestro lado sobre el ventanal del bar la lluvia cae como cascada. El pibe se acomoda el pelo para atrás como si fuese Mike Patton de Faith No More, y con su pulgar señala al exterior: “Tremenda tormenta”, me dice. “Si, si” le contesto, “no da para andar así de noche por la ruta”, y él me interrumpe levantando las cejas  diciendo: “Cualquier cosa podría pasar en una noche así”. Yo le cuento que voy hacia las sierras, quizá hasta Capilla del Monte, y él me cuenta que vuelve para Buenos Aires en sentido opuesto. En eso se acerca la camarera, una cordobesa morocha de lindas piernas, y yo pido dos cervezas. Cuando la chica se aleja, el muchacho la ve irse y me dice: “Wow, man!, esas cosas hacen que la ruta sea un lugar todavía mejor”. Y allí comienza a desarrollar un monólogo en el cual explicita toda una teoría que sostiene que las chicas del interior suelen ser más conservadoras que las porteñas, las cuales a su vez son menos liberales que las europeas. Sigue disertando y agrega con énfasis que las brasileras y las chilenas serían más fáciles que las argentinas, pero que luego se enamoran y exigen compromiso. Yo lo escucho, y por experiencia propia, no puedo más que darle la razón. 
    La morocha nos trae las cervezas, y el pibe me cuenta que recientemente estuvo en Rio de Janeiro, y en algunas playas de Chile como Reñaca y Viña. También me muestra una cintita con los colores de la bandera de Colombia, que a modo de pulsera hace poco le ató la mismísima Andrea Echeverri, cantante de Aterciopelados, con quien estuvo hablando luego de un show. No para de hablar, y de su relato se desprenden esas luces de quien aún no fue golpeado por la vida. Aborda las más diversas temáticas: “No tiene sentido casarse antes de los 40”, exclama, y yo asiento con la cabeza.
    De repente lo miro fijo, seriamente,  y lo llamo a silencio deteniendo su catarata vertiginosa de anécdotas, diciéndole con tono imperativo: “¡Tengo que advertirte de muchos errores que no debés cometer…!”, pero el se tapa los oídos con los dedos y haciéndome un gesto negativo con la cabeza me dice: “Sabés que eso es imposible. Para que vos estés allí, primero yo debo estar aquí”. Entonces se toma su último trago de cerveza, se levanta raudamente de la mesa y sin perder su sonrisa se aleja y va saliendo del bar cantando “Riders of the storm, there´s a killer on the road…”. Lo veo trasponer la puerta y salir a la tormenta. Se sube a ese Falcon celeste estacionado al lado de mi Chevy, ese mismo Ford con el que yo aprendí a manejar y con el que fui feliz tantos años. Está igual que la última vez que lo vi. Observo cómo se aleja bajo la lluvia. El pasado no puede escucharme. Pero yo sí lo escucho.
    Cuando la camarera me trae la cuenta de las dos cervezas que me tomé, me pregunta si siempre tengo la costumbre de hablar solo. “De vez en cuando”,  le contesto.
    Recomiendo la ruta para reencontrarse con uno mismo. Eso sí: no hay hoteles en Tortugas.

 
                                   Por CESAR RODRIGUEZ BIERWERTH