Deberías entender que
estás muy solo, imbécil. Solo en el living de tu casa, con una herramienta
tecnológica que maquilla o anestesia una crisis existencial. Pulsando teclitas en un chat, intercambiando mensajitos con una entidad a
la cual no podés mirar a los ojos, ni tocar, ni oler, ni sentir. Y cuanto más confortable te hagan tu
placebo, menos vas a salir a la vida real, y más solo estarás.
Algunos nunca
entenderán. Allá ellos. No pienso caer en ese cazabobos de esta era del vacío.
Y la radio
difundiendo temas de cantantes llorones diciendo: “No sigo más, no tengo
reeesto”. Vergüenza debería darles. Y de seguro cobran buen dinero por eso. ¿A
cuánto cotiza tu llanto?
Aún recuerdo cuando
los temas se llamaban “God of Thunder” o “Love Removal Machine”, o cuando Luca Prodan explicaba en
un reportaje la clave de lo que debe ser una letra de rock: “Dámelo, nena,
dámelo ya-eso es una letra de rock”.Quizá sea cierto eso de que antes los rebeldes querían cambiar al mundo con canciones y hoy con “aplicaciones”. Pero eso me parece lamentable. Me parece lamentable que quieran reemplazar a los rockers por los “emprendedores”. Me parece lamentable que antes los jóvenes tuviesen como paradigma de la rebeldía a Jim Morrison, a Sid Vicious, a Cobain y hoy quizá quieran parecerse a Mark Zuckerberg, el creador de Facebook. ¿Cuál sería el mensaje, entonces?: si no quieres morir joven como aquellos hazte millonario a temprana edad como éste. ¿Ah, sí? ¿Y a qué precio? ¿Al precio de la frustración y la infelicidad de aquellos que no logran volverse ricos antes de los 30?
Por eso yo me quedo con la sabiduría irónica de los escritores como Bukowski, Borroughs o nuestro Enrique Simns, con quien hasta tuve el honor de compartir un café alguna vez en un clásico desaparecido bar de Almagro. Justamente Simns, creador de obras maestras como “Big Bad City” supo sostener: “De chico solía leer historias donde aparecían gigantescos y horribles monstruos que todo lo destruían, y yo pensaba que eran pura fantasía. Pero de grande descubrí que realmente existían”. Estos escritores, rebeldes verdaderos desde sus edades bien avanzadas, mirando hacia atrás, aprendieron a reírse de la mentira del sistema; nunca se hicieron millonarios y sus historias acerca de la senda de los perdedores merecen ser degustadas una y otra vez.
La vida comienza
cuando uno se desconecta. Los mejores tiempos fueron los tiempos previos a la
llegada de la morfina de internet. El sol brillaba más, las noches eran más
largas y salvajes, el café tenía más
cafeína y la nafta más octanos. Había más tiempo para los cabarets y todas
aquellas buenas chicas. Había más tiempo para las historias de amor. Había más
tiempo para los buenos amigos con quienes descubrir lindos tugurios de música
tecno dark habitados por fantasmas soñadores, profetas adictos y santos
bebedores de las mil y una noches. ¿Cuándo fue que nos cambiaron Buenos Aires?,
nunca di mi consentimiento explícito para que terminen los noventas. ¿Cuándo
fue pusieron un supermercado en donde antes funcionaba Ave Porco? Aquel cerdito
con alas de la puerta debería al menos estar en un museo guardado como un
tesoro patrio junto a una llama que nunca se apague como esa del soldado
desconocido en honor a quienes pasamos por sus oscuros salones ambientados por
Sergio de Loof.
La ciudad y la
noche me transformaron en un sobreviviente que ahora suele ser visto en bares y
hoteles de pueblos perdidos en la carretera, donde quizá Tom Waits atienda la
barra y Nick Cave sea el recepcionista.
Así es. Creo que
voy a salir a buscar aquel viejo sol por el camino de las sierras, tomando por
Ruta 9. Tengo una Chevy con motor V8 que aún agita mi lado salvaje. Siempre es
bueno un poco de olor a nafta. Después de todo, es mejor ajustar tuercas que
pulsar pantallas táctiles de celulares. La realidad es de metal, y pobre de
aquel que no lo entienda. Mi auto es Jim Morrison, y Vicious, y Cobain, y toda
la raza de los que se resistieron a madurar.
Voy saliendo de la
ciudad y tomo por el acceso norte buscando la autovía 9. San Pedro, San
Nicolás, y veo a los otros autos. Desde esas cápsulas 1.4 con aire
acondicionado, sus autómatas conductores ven la carretera como si fuera una
película. Yo, con el viento en la cara estoy dentro de la película. Luego
Rosario, y allí tomar por la ruta vieja camino a Córdoba, ya que la autopista
nueva no tiene estaciones de servicio y el V8 es muy demandante, pero su sonido
de mecánica de vieja escuela americana lo compensa todo. Cañada de Gómez, y
paro a saludar amigos que conocen mis frases mejor que yo. Agradezco todo esto.
Paso por Armstrong cuando anochece y pienso que debería parar a descansar en el
próximo pueblo porque en el horizonte comienzan a dibujarse los rayos de una
tormenta eléctrica.
Según los carteles
de la ruta, el próximo poblado se llama Tortugas, y pienso que definitivamente
debo parar allí para guarecerme y pasar la noche. Con los relámpagos cortando
el negro cielo, mi Chevy avanza bajo cortinas de agua y me siento infinitamente
libre surcando caminos misteriosos.
Cuando llego a
Tortugas, en la entrada del pueblo, junto a un bizarro cartel de bienvenida hay
una pobre estación de servicio con una suerte de restaurante anexo que parece
abierto. Allí entro y el lugar está vacío con la salvedad de un viejo en camiseta,
sentado detrás de una caja registradora que mira un partido de fútbol en una
tele de la pared. Hay olor a insecticida. El tipo me mira –me pregunto cómo
será vivir así-. Enseguida le digo: “Buenas noches, quisiera saber si por aquí
hay algún hotel, si es posible con garaje cubierto…”, “No, no”, me interrumpe
el anciano: “No hay hoteles en Tortugas. Tenés que seguir unos veinte
kilómetros hasta Marcos Juárez. Ahí tenés seguro”. Así es que sigo camino hasta
Marcos Juárez, y al entrar a la zona urbanizada bajo la tormenta veo un cartel
de recepción local que me indica que esa ciudad cordobesa es la capital de algo
que no recordaré jamás, o el “corazón productivo del país” o vaya uno a saber
qué. Pero lo cierto es que comparado con Tortugas, parece New York.
Cuando veo un bar
sobre mi mano derecha, estaciono la Chevy en la puerta junto a un Falcon
generación 78/81 y entro para tomar algo y preguntar por algún alojamiento. Me
acerco a la barra y el encargado me recomienda un par de lugares cerca. Afuera
la lluvia sigue azotándolo todo, así que decido hacer una pausa ahí mismo para
tomar algo antes de ir para el hotel.
Desde una mesa
junto a la ventana veo a un pibe de unos veintipico que me hace señas como si me
conociera para que me siente con él. Así que me acerco. Su cara me parece
vagamente familiar, como del pasado. Tiene el pelo corto castaño alborotado con
un jopo rebelde, una sonrisa amigable y una remera de manga corta del ejército
zapatista. Me acerco un poco más y me hace un gesto invitándome a que me siente
a su mesa. No le pregunto su nombre, el tampoco. Me siento frente a él y a
nuestro lado sobre el ventanal del bar la lluvia cae como cascada. El pibe se
acomoda el pelo para atrás como si fuese Mike Patton de Faith No More, y con su
pulgar señala al exterior: “Tremenda tormenta”, me dice. “Si, si” le contesto,
“no da para andar así de noche por la ruta”, y él me interrumpe levantando las
cejas diciendo: “Cualquier cosa podría
pasar en una noche así”. Yo le cuento que voy hacia las sierras, quizá hasta
Capilla del Monte, y él me cuenta que vuelve para Buenos Aires en sentido
opuesto. En eso se acerca la camarera, una cordobesa morocha de lindas piernas,
y yo pido dos cervezas. Cuando la chica se aleja, el muchacho la ve irse y me
dice: “Wow, man!, esas cosas hacen que la ruta sea un lugar todavía mejor”. Y
allí comienza a desarrollar un monólogo en el cual explicita toda una teoría
que sostiene que las chicas del interior suelen ser más conservadoras que las
porteñas, las cuales a su vez son menos liberales que las europeas. Sigue
disertando y agrega con énfasis que las brasileras y las chilenas serían más
fáciles que las argentinas, pero que luego se enamoran y exigen compromiso. Yo
lo escucho, y por experiencia propia, no puedo más que darle la razón.
La morocha nos trae
las cervezas, y el pibe me cuenta que recientemente estuvo en Rio de Janeiro, y
en algunas playas de Chile como Reñaca y Viña. También me muestra una cintita
con los colores de la bandera de Colombia, que a modo de pulsera hace poco le
ató la mismísima Andrea Echeverri, cantante de Aterciopelados, con quien estuvo
hablando luego de un show. No para de hablar, y de su relato se desprenden esas
luces de quien aún no fue golpeado por la vida. Aborda las más diversas
temáticas: “No tiene sentido casarse antes de los 40”, exclama, y yo asiento
con la cabeza.
De repente lo miro
fijo, seriamente, y lo llamo a silencio
deteniendo su catarata vertiginosa de anécdotas, diciéndole con tono
imperativo: “¡Tengo que advertirte de muchos errores que no debés cometer…!”,
pero el se tapa los oídos con los dedos y haciéndome un gesto negativo con la
cabeza me dice: “Sabés que eso es imposible. Para que vos estés allí, primero
yo debo estar aquí”. Entonces se toma su último trago de cerveza, se levanta
raudamente de la mesa y sin perder su sonrisa se aleja y va saliendo del bar
cantando “Riders of the storm, there´s a killer on the road…”. Lo veo trasponer
la puerta y salir a la tormenta. Se sube a ese Falcon celeste estacionado al
lado de mi Chevy, ese mismo Ford con el que yo aprendí a manejar y con el que
fui feliz tantos años. Está igual que la última vez que lo vi. Observo cómo se
aleja bajo la lluvia. El pasado no puede escucharme. Pero yo sí lo escucho.
Cuando la camarera
me trae la cuenta de las dos cervezas que me tomé, me pregunta si siempre tengo
la costumbre de hablar solo. “De vez en cuando”, le contesto.
Recomiendo la ruta
para reencontrarse con uno mismo. Eso sí: no hay hoteles en Tortugas.