HISTORIAS DE LA CIUDAD, LA NOCHE, LOS AUTOS Y LA RUTA

HISTORIAS DE LA CIUDAD, LA NOCHE, LOS AUTOS Y LA RUTA

"Ya he escrito toda la carretera. He ido rápido porque la ruta es rápida. Es sobre tí, sobre mí y sobre el camino"
(Carta de Jack Kerouac a Neal Cassady fechada el 25/5/51)





martes, 10 de diciembre de 2013

EL INGLÉS


El 13 de abril de 2012 poco antes de las 9 de la noche, aquel tipo longilíneo, de cara alargada y orejas paradas se bajó de un Valiant II en elevado estado de deterioro exterior, pero cuyo motor sonaba como nuevo. Lo estacionó en la puerta de un pequeño hotel de mala muerte en las afueras de Puerto Madryn, sobre la ruta. El sujeto vestía un impermeable largo gris y zapatos negros con suela de goma. Entró en la recepción donde el mostrador se hallaba vacío y solo observó una suerte de living que funcionaba como lobby o sala de estar con tres sillones de madera con almohadones polvorientos y una vieja televisión encendida que transmitía la programación de un canal local. Era la tanda publicitaria y pasaban propagandas de casas de pesca, pequeñas boutiques y otras tiendas comerciales de la zona de influencia de aquella señal de cable.
Lo único que parecía tener vida en aquella sala era un niño de unos diez años, que cubierto de libros y cuadernos aparentaba estar haciendo sus tareas escolares.
El tipo de la larga gabardina gris le dijo entonces al chico con un acento extraño, separando bien las palabras: “Hay-alguien-en-la-recepción”. Recién entonces el pequeño estudiante que parecía muy concentrado, levantó la mirada de sus cuadernos y le contestó: “Ah, si. Hola. Ya llamo a mi papá”. No fue necesario, un sujeto canoso, con algo de sobrepeso y que vestía un chaleco de lana con cuello en “V”, se apersonó en aquella modesta recepción y poniéndose tras el mostrador dijo en voz alta: “Buenas noches. ¿En que lo puedo ayudar?”. “Necesito quedarme un par de noches” respondió el del sobretodo agregando: “Estoy yo solo”. “Si, tenemos una single. Son 110 pesos y el desayuno se sirve hasta las diez” le contestó el regordete del chaleco con fingida solemnidad, como si se tratase del Hilton. “Está bien, me quedo aquí” consensuó el más delgado asintiendo con la cabeza. El del chaleco, entonces, sacó desde abajo del mostrador una carpeta, y birome en mano comenzó a tomar datos: “Bueno, voy a pedirle su nombre…”. “Wallace Hartley” le dijo el huésped con una pronunciación de inglés impecable. El gordo levantó las cejas, y señalándole con el dedo índice un renglón de la hoja de su carpeta, le solicitó: “Mejor, escríbamelo usted. No entiendo nada de nombres extranjeros…¿usted de donde es?” . “De Inglaterra”, le contestó el tipo delgado. Entonces el hombre del mostrador levantó las cejas y le dijo al chico que seguía en los sillones con sus libros y cuadernos: “Che, Matías, ¡el señor es inglés! Ja ja ja, ya tenés quien te ayude con esa materia del colegio”. El niño puso cara de sorprendido y le hizo un gesto de aprobación con un dedo pulgar para arriba. “Se lo digo en joda, je je je. Es que con esa materia de la escuela, la verdad que mi pibe no la pega…y bueh, tiene a quien salir” le aclaró el del chaleco a su nuevo pasajero, mientras se golpeaba su propia cabeza con el puño cerrado en gesto de ser poco inteligente, o al menos con dificultades para los idiomas.
Una vez que el extranjero estampó su nombre en el libro de huéspedes de aquel hotelucho, pagó las dos noches por adelantado, y el padre de Matías le ordenó a su hijo: “Che, Mati, ayudalo al señor para que entre su equipaje”.
Así fue como Wallace y el niño salieron y se dirigieron al oxidado Valiant, desde cuyo baúl, el inglés extrajo una vieja valija de cuero pequeña con forma rectilínea. Luego abrió el auto y desde el asiento del acompañante sacó un estuche de violín. El chico se animó diciendo: “Yo puedo con todo”. Repentinamente, el europeo, como un acto reflejo, pareció aferrarse a su instrumento musical y le aclaró al pequeño: “No, no. Está bien, gracias, esta la llevo yo”. Así fue como Matías acompañó al nuevo huésped del hotel hasta su habitación, llevándole su viejo baúl de cuero y ahí se lo dejó, dentro del cuarto. Le dio la llave y como contraprestación, el británico le dio un billete de 20 $ como propina diciéndole: “Gracias. Y cuando quieras puedo ayudarte con inglés para tu tarea”.
Esa noche, la familia propietaria de aquel modesto albergue de ruta, escuchó como el extranjero en las afueras del hotel ensayaba en soledad una melodía como practicando con su violín.
A la mañana siguiente Wallace se presentó impecablemente afeitado en el desayunador del hotel (unas seis mesas con manteles a cuadros y vajilla barata). Una señora se le acercó con una jarra de café y le dijo: “¿Café con leche?”. Wallace la miró y contestó: “Don´t drink coffee, I take tea my dear”. La mujer de la jarra le puso cara rara y llamó a su marido: “Miguel, ayuda por favorrr… No entiendo lo que me dicen”. El inglés sonrió y aclaró enseguida con su acento british: “¡No, no! , es una broma, así dice una canción. Sí, café, gracias”. Allí apareció el tipo de la recepción de la noche anterior que resultaba ser el tal Miguel, y le dijo al extranjero: “Buenos días, mi amigo. ¿Como durmió”. “Muy bien” respondió Wallace mientras aquella señora cargaba su taza. Miguel prosiguió, ahora preguntando: “Y digamé, si se puede saber…¿Qué anda haciendo acá por la Patagonia? Es raro, parece turista pero ya vi su auto afuera. Nunca vi un turista extranjero por la ruta en un Valiant”. El inglés miró por la ventana del desayunador, desde la cual se veía su auto y señaló con un dedo diciendo: “Es un auto que volvió de la muerte. Estuvo muchos años abandonado oxidándose…por eso me gustó tanto cuando lo elegí. Es como un auto que nunca muere. Se reparó su motor y ahora sigue andando. Necesitaba un auto así, algo que pueda vencer el tiempo pero que también sea elegante. Un auto con clase, que pueda acompañarte por siempre…” .
Miguel seguía sin entender o quizá entendía ahora menos que antes, pero retomó su pregunta inicial. “Bueno, bueno, ¿pero que anda haciendo por acá? mi hijo me contaba que usted a lo mejor es músico…por el estuche ese digo”. “Si, soy músico” contestó Wallace agregando: “Por si escucharon lo que tocaba anoche, es una pieza llamada Más Cerca de Ti, Dios Mío. Pero bueno…vine hasta este lugar para casarme. En unos días llegará mi novia…y ya saben…, hicimos una promesa …es una larga historia …”. “¡Ah, bueno!” interrumpió el dueño de aquel hotel, “¡parece que todo era una historia romántica, ja ja!”. “Aprendé” le replicó su mujer a Miguel, mientras le cargaba más café al huésped en su taza poniendo su cuota de ironía femenina. Entonces fue ella la que interrogó al británico mientras éste disfrutaba de su desayuno sabiéndose el objeto de la curiosidad de los locales, “¿Y hace mucho que están de novios?”. El inglés resopló y mirando al techo, luego suspiró: “Y…como un siglo, pero ya es tiempo, estuvimos comprometidos años y años…ya es tiempo”. En ese instante Wallace miró hacia abajo y repentinamente sus ojos se llenaron de lágrimas, poniéndose serio. Miguel le hizo con la cabeza un gesto a su mujer y le dijo al extranjero: “lo dejamos que desayune tranquilo, amigo”. Y lo dejaron solo en su mesa con su café, sus medialunas y sus pensamientos.
Esa tarde Wallace se dedicó a ayudar al pequeño Matías en sus tareas de inglés en los viejos sillones de la recepción. Cuando terminaron el homework, el niño le pidió a su ocasional profesor particular, que le mostrara el misterioso Valiant que fuera del hotel parecía esperar. Así fue como ambos salieron a la puerta del establecimiento donde el auto clásico estaba estacionado junto a la pequeña bicicleta de Matías. Wallace entró al auto y le dio arranque en punto muerto. La vieja carrocería de metal vibraba y el niño abrió grandes sus ojos, frente a un auto que se veía y sonaba como salido de una épica historia de caballería y dragones. Entonces sonriente, el inglés salió del auto estacionado pero en marcha regulando, y le dijo al pequeño Matías: “Y ahora lo mejor”, entonces levantó el capot y le mostró el Slant Six en funcionamiento. Aquella cosa se movía, parecía tener vida, y su sonido acreditaba una mecánica perfecta. Miguel y su mujer salieron a la puerta del pequeño hotel patagónico y desde allí observaban la escena. Entonces, advirtiendo que el auto en funcionamiento era contemplado por la familia completa, el inglés se paró frente al Valiant que seguía con su capot levantado y dijo en voz alta. “Ladies and gentlemen, welcome to the symphony” y de frente al auto comenzó a simular dirigir una orquesta con sus dedos índices que iban y venían.
La escena de un Valiant 62 en marcha en la puerta de un desolado hotelucho de una perdida ruta de provincia con un sujeto longilíneo haciendo de director de una orquesta imaginaria con la única audiencia de una pequeña familia de tres personas, se prolongó por unos mágicos minutos. Luego de ello, el inglés entró nuevamente al auto, giró la llave, y apagó el motor. Miguel, su mujer y el niño Matías se miraron entre sí y comenzaron a aplaudir. Wallace salió del Valiant e hizo una elegante reverencia de agradecimiento diciendo. “Thank you very much”. A esa altura, tanto Miguel como su esposa, no tenían dudas de que su único huésped estaba totalmente loco, pero al menos pagaba su estadía y no dejaba de resultar simpático.
Cuando más tarde cayó la noche, Wallace no bajó para cenar y recién alrededor de las doce bajó a la recepción con su ropa más elegante, algo anticuada por cierto, perfumado con lavanda inglesa y con el pelo engominado. En su mano izquierda tintineaban las llaves del Valiant y bajo su brazo derecho llevaba el estuche de su violín. Miguel y su familia miraban la televisión en los sillones de la recepción. El inglés salió sin decir nada hasta su auto, donde dejó su instrumento en el asiento del acompañante. Luego volvió a entrar al hotel, y frente a la mirada curiosa del trio familiar dijo: “Me voy…”. Allí, Miguel interrumpió diciéndole a su hijo: “Mati, ayudá al señor con su equipaje”, frente a lo cual el niño subió al trote las escaleras hasta el cuarto desde donde enseguida bajó arrastrando la valija de cuero del británico, quien lo acompañó hasta afuera para dejarla entre los dos dentro del baúl del Valiant.
Luego de ello, Wallace volvió a la sala de recepción donde se despidió de la familia que lo había albergado y salió por última vez del pequeño hospedaje sin mirar atrás, entró a su Valiant II y le dio arranque haciendo sonar una vez más aquel Slant Six que quebró el silencio de la noche patagónica, agregando un poco de olor a nafta a la brisa marina que llegaba hasta el lugar. Salió unos metros en reversa, y luego giró en “U” enfilando hacia la ruta lentamente. Mientras lo veían alejarse, Miguel y su mujer advirtieron que tras él, su hijo Matías lo seguía pedaleando en su bicicleta. Llamaron al niño para que volviera, pero el chico no los escuchó (o quizá fingió no escucharlos).
Al cabo de recorrer unos kilómetros por la ruta paralelo a la costa, el Valiant giró en dirección al mar, y entre unos matorrales se metió en la arena por entre los médanos y se detuvo en medio de la playa a unos pocos metros del océano con sus faros encendidos. Matías, que lo seguía de incógnito en su bicicleta, se bajó de su rodado y se tiró cuerpo a tierra en un montículo de arena a observar; su curiosidad era tremenda y quería saber que haría aquel personaje tan misterioso en ese auto a esas horas de la noche en un páramo tan frío y alejado de todo. El Valiant detenido con sus faros encendidos bajo la luna en medio de la soledad de una playa patagónica generaba una luz espectral envuelta en el sonido del viento y las olas en la costa.
De repente Matías observó como Wallace salió del auto violín en mano –era la primera vez que veía aquel instrumento desenfundado- y se sentó en el capot. El inglés miró la luna, luego bajó la mirada, colocó su instrumento en posición y comenzó a efectuar aquella misma pieza musical que había sonado la noche anterior en las afueras del hotel. Así estuvo interpretando esa partitura durante minutos frente a la mirada del niño que lo espiaba desde los matorrales de los médanos nocturnos.
Allí fue cuando Matías se sobresaltó frente a lo que vio a continuación: por la playa se acercaba lentamente la figura estilizada de una mujer vestida de blanco como una novia en su noche de bodas. Su vestido ondeaba con la brisa marina y se aproximaba suavemente hacia el músico que con su instrumento de cuerdas parecía llamarla, o quizá regalarle una música de bienvenida. La mujer caminó y caminó hasta quedar parada frente a Wallace, que por fin bajó su violín y dejó de tocar. El niño vio como ambas figuras se fusionaron en un abrazo y un beso apasionado y prolongado como esos besos que solo se dan los verdaderos enamorados.
El chico se frotaba los ojos y no salía de su asombro. Luego de besarse, vio como Wallace como buen caballero inglés le abrió la puerta del acompañante a aquella misteriosa dama con vestido de novia, que entró al Valiant como quien entra en el auto más lujoso del mundo. Una vez que estuvo sentada, el británico cerró la puerta con delicadeza, pasó por enfrente del auto y entró al Valiant aún con el violín en su mano izquierda.
Desde su oculta posición de observador, el pequeño Matías vio como Wallace, sentado ya en el asiento del conductor dio arranque a aquel oxidado auto, que bajo las estrellas de aquella noche, brillaba quizá como nunca antes.
Y allí Matías, contempló aquello que jamás olvidaría y nunca nadie le creería: el Valiant II con sus luces encendidas en lugar de girar y volver haca la ruta, avanzó lentamente en dirección al mar. Paso a paso la figura de aquel auto inmortal fue sintiendo la arena cada vez más húmeda bajos sus cubiertas, la espuma de las olas comenzó a estallar contra su parrilla y sus paragolpes delanteros y poco a poco se fue metiendo en el océano que terminó por cubrirlo por completo.
Matías entonces olvidó su papel de espía encubierto y bajó corriendo los médanos en dirección al mar gritando: “¡No, Wallace, no!”. Pero ya era demasiado tarde. Al llegar a la orilla vio las luces aún encendidas del Valiant que se hacían cada vez más pequeñas bajo la oscuridad de las aguas hasta desaparecer por completo en un mar negro que pareció tapar como telón de fondo a los enamorados ocupantes de aquel auto clásico devorándolos por siempre bajo las estrellas.
Eran las primeras horas del 14 de abril de 2012. Parado solo en aquella playa nocturna frente al océano, el niño recordó el título de la pieza musical que había escuchado minutos antes: “Mas cerca de ti, Dios Mío”.



*Wallace Hartley fue el director de la famosa orquesta del “Titanic”, que continuó tocando hasta último momento mientras el buque se hundió el 14 de abril de 1912. Ninguno de los músicos sobrevivió. El cuerpo de Wallace fue encontrado sin vida congelado en las aguas diez días luego del hundimiento aferrado a su violín, el que fue posteriormente entregado a su prometida María Robinson. El instrumento tenía una placa de bronce regalada al músico por ella misma antes de la partida de la embarcación que decía: “Para Wallys, con motivo de nuestro compromiso”. Tenían planeado casarse a la vuelta del viaje. Se cree que el último tema que ejecutó la orquesta fue “Nearer My God to Thee” (Más cerca de ti, Dios Mío).

Por CÉSAR RODRÍGUEZ BIERWERTH





miércoles, 18 de septiembre de 2013

sábado, 29 de junio de 2013

"LAST CHANCE" MARCOS


Los profesionales de la salud habían sido directos y sinceros con Marcos. Su enfermedad llegó sin avisar y una vez instalada avanzó tan rápido como un ejército invasor sobre un pueblo desarmado. El era cardiólogo y como buen galeno siempre pidió palabras verdaderas a sus colegas. Ese joven sí que tenía coraje. En cuestión de pocos meses desde el diagnóstico fatídico, el mortal enemigo había hecho su trabajo destructor no obstante los tratamientos de drogas y quimios que en Marcos parecían no funcionar.
La junta médica final entonces, citó al paciente cuyo doctorado en el arte de curar lo volvía un sujeto informado en la materia, y que por esas cosas del destino ahora debía estar del lado de los pacientes. Terminales, quizá.
El presidente del cuerpo colegiado rodeado de sus colegas miró fijo a Marcos y leyó el informe lapidario. Una vez terminada la lectura, el cardiólogo -ahora convaleciente- afirmó en voz baja a sus colegas: “Así que digamos que me quedan unas semanas de vida y que la quimio ya no da resultados”. Uno de los oncólogos de la junta le dijo con voz de amigo: “Marcos, se trata de que tengas la mayor calidad de vida posible, pero de todos modos por el tiempo que quede aconsejamos la internación”. Pero el joven cardiólogo respiró hondo y simplemente respondió: “Tengo mejores planes para las próximas semanas, entonces”. Los integrantes de la junta científica no lograron hacer entrar en razón al Dr. Marcos.
El vivía solo en una casa pequeña en Luján. Toda su vida había buscado a su mujer ideal -o quizá idealizada por su frondosa imaginación- y como suele ocurrir, esa mujer nunca llegó a pesar de la incansable búsqueda de aquel cardiólogo que ahora se sabía con los días contados.
Al día siguiente, Marcos colgó para siempre su guardapolvo de doctor y se puso su campera de jean con un parche en la espalda de revólveres y rosas, esa que tanto le criticaban sus rutinarios colegas que solían vestir aburridos blazers. Y cambió su incómoda silla de paciente oncológico por la butaca de su Dodge Coronado 72, el que con cuidado sacó marcha atrás de su garage. Era una mañana soleada en Luján y Marcos encaró la ruta por la que su 6 cilindros rugiría por lo poco que le quedaba de vida. Ya no buscaba un amor, ni diversión, ni tampoco quitarse el estrés laboral, ni despejarse. Salió a ser él mismo antes de que fuese demasiado tarde. A capturar un poco de vida. El llamado de la carretera.
Y así llegó a Rosario, pasando por la YPF de San Pedro para almorzar. Luego de un par de días en la “Chicago argentina”, donde sacó fotos de su Coronado en la puerta del Bar El Cairo, siguió hacia Córdoba y pasó horas y horas en el camino de las sierras, donde se detuvo y desde lo alto arrojó su teléfono celular al vacío, quizá en un acto de liberación personal. Más tarde la noche lo sorprendió. Y estacionó frente a un lago para mirar la luna y las estrellas, y lejos de lamentarse, dio gracias a Dios por tanta belleza y tanta libertad. Si la junta médica le había aconsejado “calidad de vida”, esto era precisamente calidad. “Debí haber hecho esto mucho antes” pensó.
Y así pasó días y días en la ruta parando en grandes ciudades o pequeños pueblos para dormir y soñar, y luego seguir manejando sin rumbo fijo por el país, y así, sin darse cuenta, sus dolores físicos fueron desapareciendo a medida que encontraba paz en su alma. Una noche llegó a Tilcara en Jujuy, pagó una pequeña habitación en una posada entre los cerros, y allí, cerca del pucará construido hace siglos por los dueños antiguos de esas tierras respiró el aire puro de la oscuridad y le dijo al cielo: “La ruta es mi lugar en el mundo”.
A la mañana siguiente le dio arranque a su Dodge que rugió como en los setentas cuando salió de fábrica, y encaró la carretera una vez más. Retomó hacia el sur y buscó la ruta 307 de Tucumán pasando por Tafí del Valle y el camino de los cerros. Por primera vez en mucho tiempo Marcos no solo no sentía dolores en el cuerpo ni en el alma. Era como si la enfermedad hubiese desparecido desde el momento en que el dejó de pensar en ella. Solo era sentir el poder de la aceleración de un Slant Six bajo su pie derecho y disfrutar de la armonía de un motor verdadero rugiendo como puma entre la vegetación del noroeste.
Al tomar la ruta 301 poco antes de llegar a San Miguel, repentinamente sintió que pisaba en vacío, y que el pedal del acelerador se iba a fondo a la vez que el Dodge iba perdiendo velocidad paulatinamente. Signo inequívoco de una cosa: se había cortado el cable del acelerador. Por suerte eso pasó en una recta, y de a poco fue acercando su auto al costado de la banquina. Una vez detenido, se bajó y al levantar el capot comprobó que lo que había pensado era correcto: el cable que salía del carburador estaba desmechado y cortado. Comenzaba a anochecer y al revisar entre las herramientas del baúl no encontró ningún tramo de alambre que lo saque del paso. Y la noche se cerró y ya nadie pasaba por la carretera; entonces Marcos sacó una linterna de la guantera para hacer señas y pedir ayuda.
Así estuvo un largo rato, quizá arrepintiéndose de haber arrojado su celular desde aquella sierra cordobesa, hasta que en el horizonte del camino vio aproximarse un auto con potentes luces de xenón y leds que se acercaba y se acercaba.
Marcos le hizo señas con su linterna, y al llegar a él, el vehículo se detuvo. Era una Hyundai Tucson roja que en la noche relucía bajo las estrellas. Un sujeto regordete, sonriente, y vestido con un impecable traje de rayas finitas y gruesas solapas se bajó del auto de la marca coreana diciendo: “Buenas noches ¿Qué te pasó?”. Marcos respondió: “Nada, una pavada. Se me cortó el cable del acelerador y...”. Entonces el tipo del traje rayado lo interrumpió diciendo: “Si, claro, una pavada pero te dejó tirado en medio de la noche y de la ruta”. “Digamos que sí...” respondió Marcos agregando: “Todo lo que necesito es un trozo de alambre ...”. Y el misterioso sujeto del Hyundai echó una carcajada siniestra mirando al oscuro cielo, silabeando: “Un pe-da-zo de a-lam-bre, jajaja. No, mi amigo, imaginate que andando yo en un vehículo así de nuevo, no ando transportando pedazos de alambre en una caja, precisamente. A estos autos los escaneás y listo. No necesito saber lo que es un juego de llaves”. Fue allí cuando mirando fijo a Marcos y con una sonrisa compradora le efectuó una invitación: “Por que no cerrás ese Torino y te venís en mi auto hasta el pueblo más cercano. Hay uno acá a unos pocos kilómetros. Te puedo dejar allí, aunque sea para que no te quedes aquí en medio de la nada, y mañana te volvés a buscarlo si querés...con algún remolque del pueblo. No se...no creo que nadie se lo lleve”. El tipo abrió la puerta del su SUV haciéndole a Marcos un gesto como para que suba. Las butacas confortables del Hyundai irradiaban su olor a nuevo mezclado con el calor interno del habitáculo climatizado, que contrastaba con el frío de la noche tucumana.
Muchos se hubieran lanzado de cabeza a esa invitación a la comodidad que era como un escape de aquel inhóspito paraje. Muchos, pero no Marcos, que miró a su Coronado, lo pensó un segundo, y le dijo al personaje regordete: “No, gracias, no puedo dejar a mi auto solo aquí...algo se me va a ocurrir”.
El tipo de las grandes solapas se puso serio y le retrucó: “¿Algo se te va a ocurrir?, ¿Cómo que?” y repitió exasperado: “¿Que cosa se te va a ocurrir?”. Y fue entonces cuando cometió un gravísimo error al golpear repetidas veces con la palma de su mano el techo del Dodge exclamando: “¿No te das cuenta de que este auto te dejó tirado?, ¡no camina más!”. Allí mismo Marcos lo tomó por el cuello, lo estampó contra el metálico casco de su Coronado, y metiéndole su linterna encendida en un ojo le dijo: “Si no te rajás ya mismo en tu auto de marica, el que no va a caminar más sos vos”, agregando: “Y no es un Torino, es un Coronado”.
Una vez que lo soltó, aquel tipo entró raudamente a su SUV Hyundai con la respiración agitada, lo puso en marcha y se fue del lugar. Mientras se iba giró su cabeza echando una última mirada al joven cardiólogo varado en el camino, quien en la oscuridad de la noche vio como el ojo de ese desconocido, violentado por la linterna, se veía de un color rojo furioso, y lo miraba como lanzándole maldiciones.
Marcos se quedó solo una vez más y se puso en cuclillas al costado de la carretera respirando profundamente para tratar de relajarse, luego de aquel incidente inesperado. Escuchó a los grillos, a las aves nocturnas y sintió el frío cada vez más intenso. Pero en ningún momento se arrepintió de no haberse subido a aquel auto de marca coreana que acababa de escapar como rata por la noche.
De repente sintió sobre su cabeza la vibración inequívoca del aleteo de un pájaro grande y pesado. Se incorporó de su posición y vio como una lechuza se posaba sobre el techo de su Dodge y allí se quedaba por un instante cruzando su profunda mirada con la de Marcos, que la observó en silencio por unos mágicos segundos hasta que aquel pájaro giró su cabeza y levantó vuelo. Mientras el ave se perdía en la oscuridad, el cardiólogo de Luján creyó escuchar que la lechuza susurraba su nombre mientras se alejaba sosteniendo la última letra (Marcosssss).
La perplejidad del dueño del Coronado fue interrumpida por el sonido inconfundible de un motor de 8 cilindros que se acercaba. Marcos se dio vuelta y vio como una camioneta de gastadas luces se aproximaba, y una vez más comenzó a hacer señas con su linterna. Al tener cerca a aquel vehículo, reconoció la silueta de una chata con la el mismo había soñado muchas veces: una Ford F1 de principios de los años cincuenta.
La camioneta se salió de la ruta unos metros, deteniéndose al lado del cardiólogo y su Dodge. Estaba oxidada por todo su casco, lo cual la hacía aún más hermosa. Marcos se acercó a la chata y acarició su chapa en forma horizontal sintiendo la aspereza propia del noble metal antiguo en la palma de su mano. De repente un tipo canoso y con campera de cuero negra tipo rocker se bajó de la F1 dando un portazo y le dijo: “Alguien que acaricia un auto de esa manera indudablemente sabe de fierros”. Marcos lo miró levantando las cejas y comentó: “es una ’50 o ’51...”. “Si, una Ford F1 modelo 51” contestó el tipo de la campera de cuero, agregando: “¿Necesitás ayuda?, ¿Qué te anda pasando?”. “Se me cortó el cable del acelerador y me quedé sin tracción” contestó Marcos especificando: “Todo lo que necesito es...”, “ ¡Un trozo de alambre!” se anticipó el tipo de la Ford, y se dirigió a la caja de la chata, de la que salió con un rollo de alambre finito y un alicate mientras la luna lo iluminaba. “Dejame a mí, que esto es una pavada” le dijo al cardiólogo mirándole las manos a la vez que le decía con mirada irónica: “¡Esas no son manos de de mecánico, ja ja ja!”. Y se puso manos a la obra en el motor.
Unos minutos más tarde el desconocido le dijo a Marcos: “A ver, dale arranque y pisá el acelerador”. El joven lo hizo y el Slant Six rugió en la noche tucumana como espantando demonios, mientras Marcos sacaba afuera del auto su mano izquierda pulgar para arriba.
Aquel hombre volvió a subirse a su oxidada camioneta. Marcos le agradeció y lo felicitó una vez más por la F1. En la radio de la chata estaban pasando “Paradise City” de los Guns’n’Roses. “¡Escuchá, escuchá!” le dijo el tipo. “Temazo” -asintió con la cabeza Marcos-, y luego le expresó a quien lo había ayudado: “La verdad que me salvaste”. Con toda humildad, el sujeto canoso de la Ford le dio la mano y le contestó: “No, vos te salvaste solo, amigo”. Metió primera y se fue por aquella ruta mientras de a poco empezaba a salir el sol en el horizonte. Comenzaba un lunes, pero eso a Marcos ya no le importaba. Años atrás alguna vez había reflexionado: “Seré realmente libre el día en que no me importe que sea lunes”.
Marcos bajó el capot de su Coronado, le dio arranque y salió a rutear una vez más. Sentía una infinita libertad y plenitud con los primeros rayos de sol en su cara.
Pocos kilómetros más adelante divisó al costado del camino a la chica más linda que había visto en todo su viaje, que con el cabello suelto y vistiendo unos jeans ajustados hacía dedo al costado de la carretera. Marcos paró y aquella belleza rutera se sentó en el asiento del acompañante. Ella tenía una remera que dejaba descubierta su espalda y permitía que allí se viese un tatuaje de unas grandes alas como de ángel. “Buenas alas, esas” fueron las primeras palabras del cardiólogo al volante del Dodge para con ella. Marcos nunca había sido tan feliz.
Horas antes de de eso, en la madrugada de ese lunes, la Policía de la Provincia de Tucumán encontró al costado de la carretera un Dodge Coronado modelo ’72 detenido con el cuerpo de un hombre sin vida en su interior. Los forenses dijeron que se trataba de un paciente oncológico fallecido debido a su enfermedad. Los peritos mecánicos encontraron el motor Slant Six de ese vehículo en perfecto estado con el solo agregado de un trozo de alambre en su cable de acelerador.
En el estéreo de aquel auto sonaba sin parar una vieja canción que decía “Take my down to the paradise city, where the grass is green and the girls are pretty...”.


Por CÉSAR RODRÍGUEZ BIERWERTH

domingo, 28 de abril de 2013

AMIGOS DE HIERRO 2


El código del guerrero debe ser respetado.
Pertenecemos a una raza que nació para la ruta, por eso la buscamos todo el tiempo y ella nos llama en sueños. No sé si es una elección, quizá sea un destino.
Sabemos reconocer a nuestros hermanos, y cuando perdemos a un copiloto nos queda esa herida en el alma que nos recuerda nuestra condición humana dentro de la armadura de metal.
Aún recuerdo la tarde en que te fuiste y los colibríes vinieron a buscar tu alma. La eternidad está llena de momentos donde vos y yo nos miramos a los ojos y lo comprendimos todo.
Sentir que luchamos hasta el final. Sentir que respetamos nuestro sagrado juramento, que no nos rendimos y la peleamos juntos. Sentir que lo dimos todo.
El código del guerrero debe ser respetado.
Nuestra historia se escribe con sudor, sangre caliente, nafta súper y lágrimas verdaderas.
Podemos recorrer el país y el mundo en busca de esa pieza que nos falta, y luego hacer que funcione.
Podemos lamer nuestras heridas y sonreír ferozmente con la boca partida. Se que te levantarás como perro de pelea que con sus patas fracturadas se arrastra y busca morder la yugular. Está en tu naturaleza y ya nunca podrás cambiarlo.
Nadie nos regaló nada y no nacimos en cuna de oro. Cuando iniciamos este camino sabíamos que no sería fácil, y que recibiríamos golpes, heridas y decepciones. Sabíamos que destruirían nuestros corazones infinitas veces, y aún así aceptamos el desafío.
Bienaventurados aquellos que no se rindieron y hoy pisan el acelerador, porque de ellos es el reino de los cielos.
El código del guerrero debe ser respetado.
Los débiles no lo conocen, los cobardes le temen y los mediocres solo fingen ser racionales.
Los hombres de negocios jamás lo entenderán. Difícilmente comprenderían algo que no pueda explicarse en una insípida ecuación de costo-beneficio.
Los voceros de la derrota te pedirán que te rindas y que te pases al lado confortable. Te dirán que tu esfuerzo es en vano y buscarán que vendas a tu amigo a cambio de un fajo de billetes. Sus pequeñas vidas están llenas de excusas y se desplazan con chips en vehículos plásticos tan livianos como ratas de laboratorio.
Así que no me vengan con preguntas estúpidas respecto de mi auto: no sé cuánto consume, seguramente mucho, y eso me encanta. No tiene aire acondicionado, y no, tampoco tiene precio porque no lo vendo.
El cielo está lleno de gladiadores con filosas alas de metal, que nunca nos abandonan y no nos olvidan jamás. Ellos nos envían a sus ángeles guardianes para no dejarnos solos y que nunca detengamos nuestros motores salvajes en esta ruta que nos llama.
¿Cuál es tu excusa ahora para no luchar?
¿Quién puede detenernos ahora?
Haremos que el milagro que soñamos se vuelva realidad.
El código del guerrero debe ser respetado.
Vamos amigo que la carretera nos espera, y que la noche no termina.
Vamos mi viejo amigo de hierro. No temas, no voy a soltarte, no voy a dejarte caer.

Por César Rodríguez Bierwerth

sábado, 9 de marzo de 2013

POR SIEMPRE A MI LADO

Con profundo dolor e infinita tristeza, debo anunciar que mi querido y fiel perro Patrick, quien aparece en varios de mis cuentos y videos, falleció esta tarde a los 12 años. Todos saben cuanto lo quería y lo querré. Hasta siempre, AMIGO DE HIERRO. Que Dios y San Patricio te reciban y seas allí feliz. Ya nos reencontraremos algún día para nuevas aventuras eternas. Luchamos juntos hasta el final. Por siempre estarás en mi corazón. CÉSAR RODRÍGUEZ BIERWERTH.-

miércoles, 30 de enero de 2013

"AMIGOS DE HIERRO (balada para un auto clásico)" Texto Completo


Cuando yacías injustamente bajo capas de óxido y olvido, yo creí en la inmortalidad de tu alma, y tuve el privilegio de escuchar tu voz llamándome al rescate. Esa voz que muchos no saben escuchar.
Aun arrumbado y con tus huesos crujientes, tus líneas eran majestuosas y transmitían la ferocidad de un tigre de Bengala.
Fue solo cuestión de tiempo curar tus heridas de dragón sangrante y maltratado, y luego te encargaste de agradecer ese gesto llevándome en tus alas por los caminos de la aventura y la libertad.
Con el sonido de cada acelerada de tu motor, se activan y suenan las alarmas de terror de los autos nuevos.
Te mostré las calles y esquinas de mis noches del pasado y vos me llevaste por caminos y pueblos fantasmas, que seguramente habitaban en tus recuerdos.
Vimos atardeceres en la ruta y fuiste testigo de mis ilusiones.
Todo cambió en mi vida cuando llegaste, y hasta me hiciste una mejor persona.
Juntos nos volvimos más fuertes, más completos. Compartimos sueños y fuimos felices.
…Y nunca me fallaste. ¿Por qué habría yo de fallarte ahora?
No temas, no voy a soltarte. No voy a dejarte caer.
Prefiero un motor V8 de casi 300 hp antes que invertir en un auto pequeño para todos los días, porque nací para ser libre, y no para vivir como esclavo.
Prefiero un viejo Impala de los sesentas antes que un auto nuevo de lujo, porque siempre me fie más de los guerreros que de la realeza.
Y prefiero una suspensión Four Links antes que un aire acondicionado, porque los autos siempre me gustaron más que las oficinas.
Volvería a elegirte, mi fiel compañero de hierro, una y mil veces en esta vida y en la otra, a pesar del trabajo, y del calor y de los contratiempos. Volvería a elegirte como se elige a un buen amigo. Y como un buen amigo, no te abandonaré jamás. Así como vos no me abandonaste en medio de tormentas feroces o caminos desconocidos.
¡Ya puedo imaginar el rugido de tu motor en todas esas rutas que nos quedan por recorrer!
Y la comodidad siempre fue el camino de los débiles y de los cobardes, esos mismos que abandonaron a sus buenos amigos, y a sus padres ancianos y a sus autos verdaderos cuando las cosas se pusieron difíciles.
Y para vos, que sos parte del sistema y te compraste el Full Pack Premium Plus y aún no entendiste de lo que hablo dentro de tu estúpida burbuja de plástico: más vale que te apartes de nuestro camino. Porque vamos a pasarte por encima en una caravana de toneladas de auténtico metal.
Así que, no insistas en preguntarme por qué no me rindo, y por qué no me detengo en este loco viaje de ida. Los de tu clase jamás lo entenderían.
No temas no voy a soltarte. No voy a dejarte caer.


Por César Rodríguez Bierwerth
*El cortometraje compacto de este texto puede verse en Youtube y en mi blog.

sábado, 12 de enero de 2013

EL NUMERO 1


Hace apenas un mes te vi comiendo solo en una mesa de "El Cuartito", de Talcahuano y Paraguay. Nosotros estábamos esperando para conseguir lugar donde sentarnos en esa pizzería tan porteña que siempre está llena. Al verte tan solo en la multitud con tu aire de dandy crepuscular, recordé todos aquellos programas de TV de mi niñez y adolescencia donde aparecías y tanto me divertías al hablar de fútbol con tu estilo tan loco, inigualable. Y recordé hasta cuando en el '81 nos colamos con un amigo del colegio en "Polémica en el Fútbol" en los estudios de Canal 13.
De repente terminaste de comer tu pizza y te fuiste entre la multitud. Nadie te saludaba, nadie te decía nada. ¿Como podía ser eso posible? ¿Acaso no se matan las masas para pedir autógrafos a tantos inútiles sin talento alguno de la tele de hoy en día a la salida de los teatros de Carlos Paz o Mardel? ¿Peter y Paula? ¿Ricardo Fort? Y la turba de infelices aclamándolos y rogándoles una mísera foto. Pero a vos, un verdadero grande, la gente ni te hablaba.
Yo te seguí hasta el estacionamiento de El Cuartito y finalmente me animé, y acercándome a vos y mirándote de frente te dije: "¡EL NÚMERO 1!", y vos me contestaste con tono agradecido: "¡que graaaande!". Entonces te pedí una foto, y vos accediste con una verdadera expresión de alegría donde yo leía agradecimiento. Nos sacaron la foto. Entonces yo te dije: "Un honor".
Después de eso nos dimos la mano, y el agradecido fui yo.
Siempre pensé que no hay que ahorrarse las muestras de gratitud en vida, y ahora lo confirmo: creo que te di una alegria en aquella noche, y vos a mi me diste un momento que no olvidaré, en el cual me remonté por un instante a un pasado de inocencia en los mágicos años ochenta cuando me hacías reir tanto por la tele con tus comentarios.
Así que ahora, maestro GUILLERMO NIMO, te doy la "perla blanca" y te digo una vez más, sin miedo a equivocarme:"Siempre serás el número 1 de los comentaristas deportivos" Porrrr lo menos, así lo veo yo!


Por CÉSAR RODRÍGUEZ BIERWERTH

lunes, 7 de enero de 2013

SANTA FE Y CALLAO BLUES


Lo siento, pero el McDonalds y el Starbucks de Santa fe y Callao nunca serán como Cinema o como Pippo. Les falta la mística, la porteñidad, la noche, la leyenda. Las chicas más lindas de la ciudad siguen pasando y pasando incesantemente por esa esquina, pero no es lo mismo mirarlas desde adentro de un local de comidas rápidas con olor a hamburguesas rodeado de fotos de combos y promociones que desde aquel café tan cargado de sueños.
Cinema abrió sus puertas hace casi veinte años, a mitad de los noventas cuando la zona de Santa Fe y Callao era un área poblada de salas cinematográficas en ebullición –de allí su nombre- que hoy han desaparecido. Sobre Callao al lado de donde existiera el cine América se encontraba Pippo, con lo cual el plan perfecto para una salida con tu chica o con tus amigos era ir a comer a ese restaurante, luego al cine en función trasnoche y después de ello terminar con un café en Cinema, que como todo lugar digno, estaba abierto las 24 horas. Incluso antes de ir a comer era recomendable pasar un rato por Tower Records a ver CD´s de las mejores bandas y solistas del mundo allí a pocos metros, pero adivinen que: también desapareció, ya que no existe más la industria discográfica.
Cinema era un café absolutamente mágico y sería incontable el número de anécdotas que por haber vivido allí puedo relatar en primera persona. Para mí ese bar era el punto obligado de encuentro con cualquier chica en una primera cita, ya que sea ella de donde fuere, cualquier persona sabía como llegar a Santa Fe y Callao. Al mismo tiempo, por ser un lugar de 24 horas, podías ir allí luego de que las discotecas cerraran en las madrugadas cuando el sol salía y las chicas se ponían sus anteojos oscuros a la salida de Big One o del sótano de Shamrock.
Creo que una salida con pastas en Pippo, luego una película, y luego un café en Cinema tenía ese toque de porteñidad popular del “Super Vermichelli Pippo”, el placer de un evento artístico de un buen filme y por último el condimento de glamour de un cortado americano en Cinema que te servían con bombones de chocolate como acompañamiento. “People have no class” dice aquel fragmento de “Los Fabulosos Baker Boys” con aquella Michelle Pfeiffer que cantaba sobre el piano de un extasiado Jeff Bridges. Y justamente por que “la gente no tiene clase” es que poco a poco los lugares más característicos de la ciudad van desapareciendo y allí donde estaba Cinema hoy pusieron un McDonalds y al lado un Starbucks y la entrada del viejo cine América esta tapiada por inmensas placas con publicidades de teléfonos celulares.
En frente el café Filippo, desde donde escribo estas palabras mientras espero a un viejo amigo, se resiste a morir, con sus mesas de madera que gracias a Dios nunca cambiaron. ¿Quién te iba a decir, pequeño Filippo, que tu inmenso competidor Cinema de la vereda de enfrente dejaría algún día de existir para ser devorado como un Big Mac por el grasoso monstruo payasesco de las comidas rápidas en la esquina más paqueta de Buenos Aires?
¿Acaso todo aquello verdadero como los buenos bares, restaurantes, Discos y películas debe estar destinado a desaparecer? La respuesta a esa pregunta me la da el inconfundible sonido del motor cuatro cilindros con carburador Solex de mi amigo Fernando, que estaciona su Peugeot 404 blanco sobre Callao en la puerta de Filippo y desde adentro saca su mano izquierda y me invita a subir gritando: “¡vamos, vamos, che!”. Los transeúntes y los que están en las mesitas de afuera lo miran como si fuera un salvaje. Para mí es la voz heroica de los buenos viejos tiempos aullando un grito de guerra que dice simplemente “¡vamos, vamos, che!”
Dejo mi café pago sobre la mesa con propina incluida y salto a la vereda. El 404 de Fernando llena toda la esquina con olor a nafta y su sonido de luchador callejero ancestral desafía a un Ford Ka y un Honda City que tratan de pasarle lejos para no lastimarse. Paso adelante del Peugeot que mira el horizonte con sus faros redondos y antes de entrar por la puerta del acompañante le pego dos veces al metálico techo blanco con mano abierta como quien palmotea la espalda de un amigo al saludarlo: pak pak suena la chapa en la esquina y Fernando me dice: “¡fierro papá!”. Me siento a su derecha y el demencial piloto del auto de la marca del león rampante acelera llenando de música un atardecer de Barrio Norte. Nos mandamos directo por Callao en dirección hacia Libertador y el Peugeot parece deslizarse, pero lejos de toda suavidad, lo hace con la aspereza y el rugido del viejo león de los sesentas. Miro para afuera y recuerdo aquel tango de Piazzolla que hablaba de locos que veían a “la luna rodando por Callao”. Esos locos somos nosotros, pienso.
Fernando está lleno de sueños, y esos sueños viajan en un mágico 404 blanco que recorre frenéticamente las calles de la ciudad. Me habla de chicas, de viajes por la ruta y de muchas mejoras que piensa hacerle a su Peugeot que según el, lo llevará a recorrer el mundo. Otro 404 algo desvencijado nos cruza en una esquina y su conductor nos saluda pulgar para arriba. Cuando veo a sujetos como mi amigo Fernando siento que la vieja mística de lo verdadero no está perdida –tal como minutos antes estaba comenzando a creer- y quizá aquellos héroes cuya misión es rescatar lo auténtico sean tipos como mi viejo amigo del Peugeot, que prefieren apostar al desafío de revivir un 404 y salir a atronar ciudades y rutas, antes que entrar en la mentira de los planes de endeudamiento programado a cambio de autos de plástico y confort para cobardes.
Recorremos la ciudad y se hace de noche, y tenemos calor entre las chapas del 404 y el olor a nafta huele tan auténtico como la amistad, o quizá como un buen café de Cinema o un Super Vermicelli Pippo.
Cuando bajamos por Corrientes entre las luces nocturnas de los teatros, tengo la sensación de que desde otro auto a nuestro lado nos saludan el negro Olmedo y el gordo Porcel y somos parte de la película “Los Caballeros de la Cama Redonda”. Y hasta por un momento creo ver a Pappo que nos pasa con una Harley acelerando hacia el horizonte de una ciudad sin tiempo.
“Estos autos son muy agradecidos” me comenta Fernando, y agrega: “siempre te van a recompensar por haberlos rescatado”. Y yo se que no miente, al viajar en autos así siento que se puede vencer al tiempo.
“Volvé para Santa Fe y Callao”, le digo a mi amigo. “A lo mejor reabrió Cinema y vamos a tomar algo”.-


Por CÉSAR RODRIGUEZ BIERWERTH