HISTORIAS DE LA CIUDAD, LA NOCHE, LOS AUTOS Y LA RUTA

HISTORIAS DE LA CIUDAD, LA NOCHE, LOS AUTOS Y LA RUTA

"Ya he escrito toda la carretera. He ido rápido porque la ruta es rápida. Es sobre tí, sobre mí y sobre el camino"
(Carta de Jack Kerouac a Neal Cassady fechada el 25/5/51)





lunes, 14 de febrero de 2011

EL VALIANT Y EL MOLINO


La historia de Luis tiene mucho que ver con esos mágicos lugares que guardan emociones en el aire que quizá no desparezcan con el paso del tiempo. Esos lugares donde amamos la vida.
Luis era un mecánico de zona oeste que tenía un ritual que cumplía cada tanto, después de medianoche. Pasaba una y otra vez por lo que fuera la famosa Confitería del Molino de Callao y Rivadavia, en la esquina misma de enfrente del Congreso. Estacionaba su auto bajo las estrellas sobre la vereda impar de Callao, y se cruzaba a contemplar en silencio y soledad la imponente fachada de la confitería ya cerrada desde hacía muchos años. En contraste con las luces de las avenidas, la oscura esquina se veía fantasmagórica. Grandes placas de madera y chapa cubiertas de desprolijas pegatinas de carteles y afiches con caras de corruptos políticos, cubrían los otrora elegantes ventanales de la que supo ser una de las más elegantes y europeas casas de té de Buenos Aires. En lo alto de la esquina elevándose indiferente y como ignorando el paso de los cartoneros de abajo, las grises aspas del inmóvil molino parecían aguardar silenciosas el tiempo de revivir e iluminarse nuevamente, y –¿por que no?– empezar a girar. Pero mientras tanto, el viejo molino de la “belle epoque” porteña era un gigantesco espectro dueño de un pasado lleno de días y noches de gloria en su memoria, cuando las familias de la ciudad y alrededores tomaban el té por las tardes, y los gobernantes y artistas mas destacados brindaban por las noches de una Argentina que se sentía ese “pedacito” de Europa en Sudamérica. Lo cierto es que Luis, ya de adulto, cuando de tanto en tanto pasaba por la esquina de Callao y Rivadavia solo veía la inmóvil escenografía espectral de la vieja confitería ya cerrada y silenciosa.
Y no era casualidad que en forma recurrente el volviese allí a contemplar esa muda y oscura postal. En su niñez, allá por la década del setenta, su madre solía llevarlo en las tardes de los domingos a tomar un submarino a esa confitería –“el mejor submarino de Buenos Aires”- como solía decirle ella para que el niño sintiera que estaba en un lugar importante. Para ello viajaban desde el oeste, hasta la Estación Once, y desde allí hasta congreso, todo para ese evento tan especial.
Aquellos habían sido días felices, llenos de luz y de ilusiones tan infinitas como las ilusiones de un niño pueden ser. Entre las gruesas columnas marmoladas del salón principal, en medio de humeantes submarinos y tostados de jamón y queso fue que con su madre, Luis había tenido tardes enteras de debate acerca de temas tan importantes como por ejemplo, si el personaje de Disney conocido como Goofy, o Dippy, o Tribilín, era en realidad un perro, dado que en las películas Pluto ladraba, pero él hablaba fluidamente con otros personajes como Mickey –no por casualidad recurrente dueño del mismo Pluto-, por ende: Tribilín no podría ser un perro, porque podía hablar, usaba ropa y no era mascota de nadie. Ello así, si en el universo de las películas e historietas de Disney, todos los animales hablaban –patos, ratones, loros, etc.– menos los perros, y Goofy hablaba como todos los demás, ¿Qué clase de animal sería? Aún así, por sus largas orejas caídas y su hocico, se veía muy parecido a un perro…
Y esa temática tan apasionante, llevaba a Luis y su madre que se llamaba Leticia, a otro campo de grandes enigmas de similares características, pero ya del ámbito local: si Carozo era un perro… ¿qué animal vendría a ser Narizota? Recordemos que en aquellas tardes en blanco y negro, las meriendas infantiles tenían como grandes protagonistas a esos personajes en su inolvidable programa donde eran acompañados por el Profesor Gabinete y una curiosa tortuga real que caminaba anárquicamente por todo el estudio de TV con una voz en off que supuestamente salía de su interior: Quelonio Galápagos. De un modo u otro, aquellas maravillosas tardes de debate de Luis y su mamá en El Molino solían terminar con el niño y su mamá cantando a dúo aquella canción en la cual Carozo y Narizota salían a pasear en mateo (¡por toda la ciudad!).
Con el tiempo aquel chico fue creciendo y ya de adolescente comenzó a trabajar en talleres mecánicos de la zona oeste apasionado por los autos, sobre todo por aquellos que le recordaban a los clásicos americanos que veía en las películas.
Leticia murió cuando Luis era aun muy joven y nunca llegó a ver a su hijo como dueño de su propio taller.
Pero pasaron los años, y Luis, alquiló un viejo galpón, donde se instaló por su cuenta para desarrollar su actividad en la zona de Moreno, donde si bien se trabajaba en todo tipo de autos, se daba preferencia a la especialidad de la casa: los Valiants II, III y IV y sus motores Slant Six. Su obsesión personal era armar un Valiant III con un motor V8 Hemi 5.7, el mismo que traía el Chrysler 300C, con nada menos que 340 cv. Para ello, luego de años de mucho trabajo y sacrificio, mas algún préstamo personal con una tasa medianamente accesible, logró traerse desde Estados Unidos a semejante monstruo de 8 cilindros, para instalar nada menos que en un Valiant III de 1965, al cual se lo reformó para crear un pura sangre bestial, cambiando desde el tablero e instrumental, hasta el sistema de escape. Cuando llegó la caja embalada al taller conteniendo al dragón de 8 cilindros envuelto en nylon, todos sus amigos se reunieron y lo festejaron con un asado en la terraza del tallercito del oeste, imaginando increíbles aventuras con el engendro salvaje que se estaba gestando. Con sus ópticas redondas como ojos de tiburón asombrado, el blanco Chrysler sesentista parecía agradecido cuando Luis y sus amigos del taller presentaron el motor americano colgado de cadenas para instalarlo haciendo las adaptaciones que fueron necesarias, y hasta hubo que meter mano en todo lo referente a caja y diferencial, para que la feroz potencia del 5.7 se aproveche sin romper nada. Todo ello sin mencionar los trabajos de suspensión y chasis que le dieron al bólido, la firmeza necesaria para ser un verdadero misil que resumía el espíritu naftero que conjugaba la mística del legendario fierro argento con la potencia al más puro estilo Detroit. Para ello tanto Luis como su fiel banda de amigos trabajaron durante muchos fines de semana, mate y facturas de por medio… bueno, digamos que Luis y alguno mas trabajaban mientras el resto tomaba mate y comía facturas.
Hasta que un domingo por la tarde, luego de semanas y semanas, la gavilla de dementes de zona oeste, finalizó la colosal tarea. Una vez que el auto tuvo instalado el motor con todas las reformas incluidas, el grupo de amigos brindó hasta la noche con cervezas varias, algunas botellas de new age, un tinto y Fernet más gaseosas. Entre brindis y brindis, alguno le pedía las llaves a Luis para acelerar un poco en el lugar al Valiant que rugía eufórico con su nuevo corazón de más de 300 burros. Hasta los vecinos se acercaban a mirar y pedían que lo pongan un poco en marcha. A medianoche, poco a poco los muchachos comenzaron a irse cada uno para su casa, tratando de no pensar que al día siguiente había que levantarse temprano para ir a trabajar; abrazando y felicitando a su dueño, con el sentimiento de que el auto con el nuevo motor si bien era la locura de Luis, era también un poco de todos. Y así, en un momento el mecánico que muchos años antes tomara submarinos con su mamá en El Molino, en un momento se quedó solo en su taller. Miró de frente al Valiant 65 con una mirada cómplice, y se dirigió a un cajón de madera en la parte de atrás del taller, del cual sacó un calco que especialmente había mandado a hacer a una casa de plotters, que con letras negras cursivas decía “Leticia”. El pequeño homenaje a su madre fallecida hacía años quedó estampado en el casco del Chrysler a la altura del guardabarros delantero izquierdo entre la puerta y la rueda.
Durante minutos y minutos, solitariamente Luis miró a su blanco caballo de corazón renovado, dando vueltas alrededor de él a paso lento con una mano sujetándose la pera pensativo, entre los vasos de plástico y botellas vacías que habían quedado en el piso junto a las herramientas dispersas; hasta que se detuvo frente a la parrilla del Valiant que le mostraba sus dientes desafiantes. Allí y lo miró y le dijo como si el auto tuviese vida propia: “ok, dale. Me convenciste, hay un lugar que te tengo que mostrar. ¡La autopista nos espera!”.
A eso de la 1 de la mañana ya del lunes en una calma oscuridad, bajo las estrellas, el mecánico de Moreno abrió el portón de chapa de su taller y le dio arranque al Hemi V8, bajo el capot de su corcel. Metió primera y salió haciendo vibrar las ventanas de los vecinos encarando la calle que lo llevaría al Acceso Oeste. Allí subió en cuestión de segundos y con autopista despejada dio rienda suelta a la potencia del 5.7, que hacía girar las patas traseras de la bestia a una velocidad sobrenatural y con un agarre de la hostia. Pasó el primer peaje, y enseguida volvió a acelerar, haciendo que suban las agujas de cuanto Autometer tuviese el habitáculo. El Valiant por fin rugía libre por el Acceso rumbo a Capital para tomar la autopista 25 de Mayo con un destino bien claro: la Confitería del Molino.
Los autos que aparecían en el horizonte duraban solo un instante antes de quedar atrás y los sorprendidos conductores solo sentían que sus cascos temblaban ante el paso de algo que parecía ser…un Valiant que los superaba como postes. “¡200 km/h con un clásico de los sesentas!” gritaba Luis dentro del misil blanco a la vez que un Bora 1.8 T se hacía a un lado aterrorizado por la bestia que lo aventajaba rugiendo.
De repente fue el turno de probar el sistema de dirección. Ya en la 25 de Mayo a la altura de cancha de Vélez, al frente se veían tres autos casi en paralelo con el espacio justo como para calcular un pase bien finito entre dos de ellos. Enseguida Luis apuntó y pasó justo por el medio de una Eco Sport y un Corsa por cuestión de centímetros, pero al sobrepasarlos, se vio encarando una cerrada curva. Pisó el freno, el auto derrapó chirriante con su tracción trasera haciendo que las ruedas giren en falso a altísimas RPM quemando caucho y se desplazó por varios metros patinando en forma lateral mas violentamente que un coche de drift hasta quedarse detenido atravesado en la autopista entre una nube de humo de gomas quemadas. Allí, se vio venir de frente hacia su lateral a los 3 autos que acababa de sobrepasar como si fuesen la misma muerte que lo estaba por arrollar. Fueron apenas unas fracciones de segundo, lo que le tomó volver a poner punto muerto y enseguida primera para salir de esa posición, y rápidamente enderezó la trompa del Valiant blanco que salió despedido hacia delante frente a la mirada aterrada de los conductores de los otros autos que pensaban que se lo comían.
Una vez encaminado de nuevo, Luis trató de tranquilizarse después del tenso momento vivido, y en cuanto pudo descendió de la autopista y se encaminó por avenida Entre Ríos lentamente hacia Rivadavia mientras se secaba la transpiración de la frente y trataba de que bajen sus pulsaciones. La ciudad se ve tan calma y silenciosa a esas horas de la madrugada, ese tiempo posterior a la medianoche y anterior al amanecer, donde las calles y avenidas no tienen tránsito y los carteles de neón nos miran pasar antes de que los mortales despierten.
Así llegó hasta el congreso, y ni bien pasó, estacionó el auto frente a la confitería del Molino, en la vereda impar, justo cuando Entre Ríos comienza a llamarse Callao. Salió del Valiant y se apoyó en el largo guardabarros delantero izquierdo mientras el aire fresco le pegaba en la cara. Cerró los ojos y se preguntó una vez mas por qué en forma recurrente volvía una y otra vez a ese lugar sagrado simplemente a mirar la fachada del viejo bar cerrado hacía tiempo. Entonces fue cuando le pareció escuchar una música que retumbaba lejanamente desde la vereda de la confitería y contrastaba con el silencio de la calle. Lleno de curiosidad, cruzó la avenida caminando a paso rápido y se acercó a las placas de chapa y madera que tapiaban los viejos ventanales de El Molino, con sus sucios afiches arrancados. La música era indudablemente tocada por una banda en vivo, sonaba al estilo de las viejas orquestas de jazz y tango que animaban los bailes de principios del siglo veinte, y se escuchaba cada vez mas cerca. Cuando Luis estuvo en la esquina de la confitería apoyó su oreja en uno de los carteles que cubrían las ventanas que daban a Callao, y pudo escuchar que allí adentro indudablemente estaban realizando una gran fiesta, no solo se escuchaba la banda, sino también el bullicio de la gente y el ruido de los cristales de las copas y los metales de los cubiertos. Luis entonces, se sintió fascinado y pensó que seguramente por más que la confitería ya no funcione, debían alquilarla como salón para algún evento. De todos modos no había ninguna puerta visible para entrar a la celebración o preguntar que tipo de reunión se estaba desarrollando.
Su curiosidad fue más fuerte que él, y comenzó a buscar un espacio entre las grandes placas para poder ver algo o eventualmente…colarse y entrar. Así fue recorriendo chapa tras chapa para buscar una rendija que le permitiese pasar, hasta que finalmente sobre la vereda de Rivadavia, encontró una pequeña grieta que dejaban dos de las hojas de madera. La música se escuchaba más fuerte aún en el espacio que dejaban las grandes placas entre sí. Por allí pudo espiar que el salón estaba iluminado y la gente bailaba y brindaba en lo que parecía ser una gran fiesta privada. Luis entonces no lo pensó dos veces, y tomó aire como para hacerse más flaquito, y así muy despacio logró pasar para el lado de adentro de la confitería a la cual no entraba desde hacía más de veinte años.
Una vez adentro pudo ver las hermosas arañas que iluminaban el techo del salón, las majestuosas columnas y los mostradores tan brillantes como en los buenos tiempos; habían corrido además las mesas centrales armando una gran pista de baile que estaba repleta de gente vestida de etiqueta bailando alegremente temas de Glenn Miller. Un mozo se le acercó con una bandeja de copas de Champagne, y Luis pensó que lo invitarían a retirarse habiendo advertido que el no había sido invitado. Pero por el contrario el camarero muy amablemente le ofreció una de las copas burbujeantes que el mecánico de zona oeste, aceptó para disimular.
El estado de fascinación de Luis con su fina copa en la mano frente a toda esa escena de plenitud, era absoluto. Fue entonces que sintió que alguien ponía una mano suave y liviana en su hombro y desde atrás escuchó una dulce voz familiar que le traía los más tiernos recuerdos a través del tiempo, cantándole al oído la canción de un viejo e inolvidable programa de TV de su infancia: “Carozo y Narizota se fueron a pasear, se fueron en mateo por toda la ciudad…”. Con los ojos llenos de lágrimas Luis solo tomó la mano que se apoyaba sobre él y simplemente dijo: “Te extrañé”.
Antes de que salga el sol en la madrugada del lunes, los restos de un Valiant III blanco con motor V8 fueron removidos por las grúas del gobierno de la Ciudad de la autopista 25 de Mayo a la altura de la cancha de Vélez. Por la mañana, los canales de noticias pusieron al aire sus respectivos informes acerca del fatal accidente donde había perdido la vida un conductor aparentemente alcoholizado.


CESAR RODRIGUEZ BIERWERTH

viernes, 11 de febrero de 2011

LA MAGA EN TC URBANO


En el número 163 de la revista TC Urbano, que publica mis cuentos, apareció una nota a cuatro páginas con fotos en color sobre mi Chevy "La Maga" con un texto mío donde describo todo sus detalles y proceso de restauración. Además aparece en este número (163) mi cuento "Los Posters del Tiempo", ya publicado en este Blog.