HISTORIAS DE LA CIUDAD, LA NOCHE, LOS AUTOS Y LA RUTA

HISTORIAS DE LA CIUDAD, LA NOCHE, LOS AUTOS Y LA RUTA

"Ya he escrito toda la carretera. He ido rápido porque la ruta es rápida. Es sobre tí, sobre mí y sobre el camino"
(Carta de Jack Kerouac a Neal Cassady fechada el 25/5/51)





sábado, 28 de enero de 2012

CRUZAR EL RIO


A principios de los ochentas todas las noches escuchaba un programa de radio de trasnoche en mi radiograbador portátil JVC conducido por una locutora llamada Graciela Mancuso. Lo escuchaba casi completo aunque al otro día tuviese que levantarme muy temprano para ir al colegio. El programa se llamaba “Sonrisas”, y no sé realmente si mucha gente recordará aquella audición nocturna previa incluso a la aparición de otros clásicos como “Cuero Pesado” con Daniel Aguilar, o de la llegada en el `84 de la Rock and Pop. Con la luz apagada de mi cuarto que tenía vista a la autopista y al puerto, la voz de Graciela en el JVC gris y cuadrado creaba un clima absolutamente mágico donde uno podía disfrutar un reportaje a Miguel Abuelo, o el último tema de Serú Girán, o hasta a un muy joven Roberto Pettinato por entonces director de la mítica revista “Expreso Imaginario” dándome las mejores lecciones de cultura musical y hasta general de las cuales hoy puedo sentirme orgulloso. La preciosa información que aquella audición transmitía era de tal valor, que todos aquellos que tuvimos la suerte de recibirla, hoy debemos dar las gracias por semejante bagaje educativo. Nunca olvidaré cuando un muy joven Juan Carlos Baglietto seleccionaba temas de Manhattan Transfer para explicar los arreglos vocales, o cuando el mencionado Pettinato –quizá sin imaginar que algún día se convertiría en un bufonesco animador televisivo- me contó la historia de Frank Zappa, de los Specials o hasta de los Clash, relatando hasta los más mínimos detalles anecdóticos, como ese referente a la vez en que Joe Strummer le rompió una guitarra por el lomo a un desafortunado espectador que decidió invadir el escenario de aquella mítica banda punk. Algunas noches incluso se invitaba al programa a algún fan jerarquizado de alguna de las superbandas que aún existían para contar la historia de su grupo favorito como por ejemplo Genesis, y a medida que se avanzaba en el relato se iban pasando temas de la agrupación explicados por el supuesto “entendido” que nos esclarecía las letras y el contexto de cada etapa y álbum. También recuerdo los separadores del programa en la dulce voz de la Mancuso a quien yo por entonces imaginaba bellísima, los cuales solían tener algún mensaje que a mis oídos sonaba como pura poesía. Aún resuena en mi cabeza uno en particular donde Graciela terminaba diciendo: “vivirás…yo sé que vivirás”. Y yo me sentía realmente inmortal.
Por las tardes en mi JVC de un solo parlante y con su manija superior rectilínea, me sumergía en otra fabulosa vía de escape directo desde mi cuarto con vista a la autopista hacia dimensiones desconocidas. Era cuando en el horario en el cual yo supuestamente hacía mis tareas del colegio, sintonizaba “El Tren Fantasma”, conducido por Omar Cerasuolo, que con su voz grave y con mucha cámara me llevaba por caminos misteriosos utilizando separadores grabados con sonidos de viejos dibujos animados y películas argentinas de los cuarentas. La calidad de la música que pasaban en “El Tren Fantasma” era inigualable por su sentido de vanguardia transgresora: Ultravox, Madness …y una vez más los Clash. Pero lo cautivante del programa vespertino de Cerasuolo eran unas cortinas con voces de Sandrini y Pepe Arias mezclándose con Betty Boop y el Gato Félix. ¿A quien se le habría ocurrido toda aquella genialidad que me alejaba de mis áridos deberes de matemáticas y me llevaba por senderos cautivantes y aventureros?
Mis recuerdos de aquellos viejos programas de radio de los primeros ochentas tienen en mi percepción el tinte verde desafiante de una jungla llena de fieras que me llamaban a enfrentarlas con mis nobles armas de trotamundos solitario. Y cuando digo esto me remonto a mis veraneos de aquellos días donde mis abuelos me llevaban a una pequeña casa de madera en el Delta, en el río Carabelas. Allí una de mis actividades predilectas era la de cargar –una vez más- mi radiograbador JVC y un rifle Mahely de aire comprimido en un antiguo y crujiente bote a remo que se llamaba “Taragûí”, traído por mi abuelo desde la provincia de Corrientes décadas antes, y salir a remar a la hora de la siesta mientras los “mayores” dormían. A mi no me llamaban la atención las rápidas lanchitas a motor con casco de plástico que a veces pasaban frente a nuestra quinta, yo prefería el trabajo físico de remar en el pesado bote -algo parecido me sucede hoy con los autos-.
Mis abuelos sostenían que las siestas en el Delta eran especiales, y hacían de ello todo un ritual, durmiéndose tan profundamente entre la brisa de la tarde y el canto de los zorzales, que resultaba difícil despertarlos durante horas. Era entonces cuando yo remaba alejándome del blanco muelle de la quinta con mi equipo completo de explorador, el cual incluía -además del JVC y del Mahely- una cantimplora, mucho Off para los mosquitos y un machete para despejar la maleza. Mi travesía favorita era la de remar hasta una finca abandonada que quedaba sobre la margen de en frente del río, que se llamaba “La Sarmiento”. Según contaba la leyenda, la vieja casa debía su nombre a que a que en el siglo XIX el mismísimo Domingo Faustino Sarmiento había visitado esa casa en un alto para refrescarse durante alguno de sus viajes, y se había sentado en una silla mecedora de madera que se encontraba en el interior del viejo casco de la vivienda que se erguía tras una fila de altísimas casuarinas a pocos metros del río. Aún me veo a mí mismo a los 13 años atracando al “Taragûí” en los pobres restos musgosos del muelle de “La Sarmiento” entre los juncos y avanzando con mi rifle y el machete en la cintura hasta llegar a la vieja morada de madera derruida por el tiempo para apoyar mi nariz en la tela metálica oxidada de las ventanas y contemplar desde allí, agudizando la vista al legendario asiento mecedor cubierto de telarañas en un rincón del interior del antiguo comedor abandonado. Yo pensaba: “Así que allí se sentó Sarmiento”, e imaginaba al viejo prócer aún amacándose en la butaca y clavándome sus enojados ojos desde ese salón fantasmal. ¿Cómo imaginar al emblemático sanjuanino sino con esa mirada severa y de reproche con la que aparece en todos los cuadros?, la cual resultaba potenciada por el entorno sombrío y espectral de aquella vieja finca. Luego volvía al bote, me mojaba la cara con el agua marrón del río y retornaba remando hasta la casa de los abuelos antes de que despierten jurando no contar a nadie respecto de mi cruce de miradas con aquel ser de ultratumba.
Han pasado ya tres décadas, creo, desde aquellas épocas mágicas. Y a veces tengo la sensación de que el tiempo se escurrió de entre mis dedos como el agua del Carabelas en aquellas tardes paranormales.
En la radio ya no pasan a los Clash ni a Serú, y solo hay programas llenos de insoportables tandas publicitarias con molestas voces aceleradas leyendo la letra chica de los contratos que especifican hasta cuando dura la “oferta válida” de alguna estúpida promo. Los restos del “Taragûí” hoy descansan en el fondo del río como un esqueleto silencioso que atesora historias subacuáticas. Por su parte, hace años que mis abuelos decidieron dormir una dulce siesta entre los árboles y los zorzales de la cual jamás despertaron.
Hace pocas semanas, en la noche de celebración del año nuevo 2012, presenté a mi familia mi nuevo motor GM 350 recién instalado en mi cupé Chevy. Antes de sentarnos a cenar, vi a mi madre –católica celta de San Patricio- salpicar al recién estrenado corazón V8 con agua bendita que llevó al efecto, en una suerte de bautismo ritual, tal como si el auto fuese un navío presto a cruzar los siete mares. Seguramente ella, conociéndome como pocos, sabe que hoy mi Chevy tiene la función que otrora tuviera mi radiograbador JVC o el bote “Taragûí”: la de rescatarme y llevarme a descubrir nuevos mundos por caminos infinitos. Las palabras de mi madre esparciendo las santificadas gotas sobre las tapas de válvulas tenían la solidez del acero que imagino, puede haber tenido un discurso de Speranza Wilde en la Irlanda del siglo XIX. Con mi mujer Carolina, mis suegros y algunos amigos formábamos asombrados en silencio un círculo en torno de la Chevy como un cerco guerrero ritual.
Creo sinceramente, que jamás perdí aquel espíritu de salir a remar y cruzar el río.
En mis oídos y en mi mente aún resuena la voz de Graciela Mancuso en ondas radiales perdidas en el tiempo diciendo: “vivirás…yo sé que vivirás”.

Por CESAR RODRIGUEZ BIERWERTH