HISTORIAS DE LA CIUDAD, LA NOCHE, LOS AUTOS Y LA RUTA
HISTORIAS DE LA CIUDAD, LA NOCHE, LOS AUTOS Y LA RUTA
"Ya he escrito toda la carretera. He ido rápido porque la ruta es rápida. Es sobre tí, sobre mí y sobre el camino"
(Carta de Jack Kerouac a Neal Cassady fechada el 25/5/51)
"Ya he escrito toda la carretera. He ido rápido porque la ruta es rápida. Es sobre tí, sobre mí y sobre el camino"
(Carta de Jack Kerouac a Neal Cassady fechada el 25/5/51)
sábado, 29 de junio de 2013
"LAST CHANCE" MARCOS
Los profesionales de la salud habían sido directos y sinceros con Marcos. Su enfermedad llegó sin avisar y una vez instalada avanzó tan rápido como un ejército invasor sobre un pueblo desarmado. El era cardiólogo y como buen galeno siempre pidió palabras verdaderas a sus colegas. Ese joven sí que tenía coraje. En cuestión de pocos meses desde el diagnóstico fatídico, el mortal enemigo había hecho su trabajo destructor no obstante los tratamientos de drogas y quimios que en Marcos parecían no funcionar.
La junta médica final entonces, citó al paciente cuyo doctorado en el arte de curar lo volvía un sujeto informado en la materia, y que por esas cosas del destino ahora debía estar del lado de los pacientes. Terminales, quizá.
El presidente del cuerpo colegiado rodeado de sus colegas miró fijo a Marcos y leyó el informe lapidario. Una vez terminada la lectura, el cardiólogo -ahora convaleciente- afirmó en voz baja a sus colegas: “Así que digamos que me quedan unas semanas de vida y que la quimio ya no da resultados”. Uno de los oncólogos de la junta le dijo con voz de amigo: “Marcos, se trata de que tengas la mayor calidad de vida posible, pero de todos modos por el tiempo que quede aconsejamos la internación”. Pero el joven cardiólogo respiró hondo y simplemente respondió: “Tengo mejores planes para las próximas semanas, entonces”. Los integrantes de la junta científica no lograron hacer entrar en razón al Dr. Marcos.
El vivía solo en una casa pequeña en Luján. Toda su vida había buscado a su mujer ideal -o quizá idealizada por su frondosa imaginación- y como suele ocurrir, esa mujer nunca llegó a pesar de la incansable búsqueda de aquel cardiólogo que ahora se sabía con los días contados.
Al día siguiente, Marcos colgó para siempre su guardapolvo de doctor y se puso su campera de jean con un parche en la espalda de revólveres y rosas, esa que tanto le criticaban sus rutinarios colegas que solían vestir aburridos blazers. Y cambió su incómoda silla de paciente oncológico por la butaca de su Dodge Coronado 72, el que con cuidado sacó marcha atrás de su garage. Era una mañana soleada en Luján y Marcos encaró la ruta por la que su 6 cilindros rugiría por lo poco que le quedaba de vida. Ya no buscaba un amor, ni diversión, ni tampoco quitarse el estrés laboral, ni despejarse. Salió a ser él mismo antes de que fuese demasiado tarde. A capturar un poco de vida. El llamado de la carretera.
Y así llegó a Rosario, pasando por la YPF de San Pedro para almorzar. Luego de un par de días en la “Chicago argentina”, donde sacó fotos de su Coronado en la puerta del Bar El Cairo, siguió hacia Córdoba y pasó horas y horas en el camino de las sierras, donde se detuvo y desde lo alto arrojó su teléfono celular al vacío, quizá en un acto de liberación personal. Más tarde la noche lo sorprendió. Y estacionó frente a un lago para mirar la luna y las estrellas, y lejos de lamentarse, dio gracias a Dios por tanta belleza y tanta libertad. Si la junta médica le había aconsejado “calidad de vida”, esto era precisamente calidad. “Debí haber hecho esto mucho antes” pensó.
Y así pasó días y días en la ruta parando en grandes ciudades o pequeños pueblos para dormir y soñar, y luego seguir manejando sin rumbo fijo por el país, y así, sin darse cuenta, sus dolores físicos fueron desapareciendo a medida que encontraba paz en su alma. Una noche llegó a Tilcara en Jujuy, pagó una pequeña habitación en una posada entre los cerros, y allí, cerca del pucará construido hace siglos por los dueños antiguos de esas tierras respiró el aire puro de la oscuridad y le dijo al cielo: “La ruta es mi lugar en el mundo”.
A la mañana siguiente le dio arranque a su Dodge que rugió como en los setentas cuando salió de fábrica, y encaró la carretera una vez más. Retomó hacia el sur y buscó la ruta 307 de Tucumán pasando por Tafí del Valle y el camino de los cerros. Por primera vez en mucho tiempo Marcos no solo no sentía dolores en el cuerpo ni en el alma. Era como si la enfermedad hubiese desparecido desde el momento en que el dejó de pensar en ella. Solo era sentir el poder de la aceleración de un Slant Six bajo su pie derecho y disfrutar de la armonía de un motor verdadero rugiendo como puma entre la vegetación del noroeste.
Al tomar la ruta 301 poco antes de llegar a San Miguel, repentinamente sintió que pisaba en vacío, y que el pedal del acelerador se iba a fondo a la vez que el Dodge iba perdiendo velocidad paulatinamente. Signo inequívoco de una cosa: se había cortado el cable del acelerador. Por suerte eso pasó en una recta, y de a poco fue acercando su auto al costado de la banquina. Una vez detenido, se bajó y al levantar el capot comprobó que lo que había pensado era correcto: el cable que salía del carburador estaba desmechado y cortado. Comenzaba a anochecer y al revisar entre las herramientas del baúl no encontró ningún tramo de alambre que lo saque del paso. Y la noche se cerró y ya nadie pasaba por la carretera; entonces Marcos sacó una linterna de la guantera para hacer señas y pedir ayuda.
Así estuvo un largo rato, quizá arrepintiéndose de haber arrojado su celular desde aquella sierra cordobesa, hasta que en el horizonte del camino vio aproximarse un auto con potentes luces de xenón y leds que se acercaba y se acercaba.
Marcos le hizo señas con su linterna, y al llegar a él, el vehículo se detuvo. Era una Hyundai Tucson roja que en la noche relucía bajo las estrellas. Un sujeto regordete, sonriente, y vestido con un impecable traje de rayas finitas y gruesas solapas se bajó del auto de la marca coreana diciendo: “Buenas noches ¿Qué te pasó?”. Marcos respondió: “Nada, una pavada. Se me cortó el cable del acelerador y...”. Entonces el tipo del traje rayado lo interrumpió diciendo: “Si, claro, una pavada pero te dejó tirado en medio de la noche y de la ruta”. “Digamos que sí...” respondió Marcos agregando: “Todo lo que necesito es un trozo de alambre ...”. Y el misterioso sujeto del Hyundai echó una carcajada siniestra mirando al oscuro cielo, silabeando: “Un pe-da-zo de a-lam-bre, jajaja. No, mi amigo, imaginate que andando yo en un vehículo así de nuevo, no ando transportando pedazos de alambre en una caja, precisamente. A estos autos los escaneás y listo. No necesito saber lo que es un juego de llaves”. Fue allí cuando mirando fijo a Marcos y con una sonrisa compradora le efectuó una invitación: “Por que no cerrás ese Torino y te venís en mi auto hasta el pueblo más cercano. Hay uno acá a unos pocos kilómetros. Te puedo dejar allí, aunque sea para que no te quedes aquí en medio de la nada, y mañana te volvés a buscarlo si querés...con algún remolque del pueblo. No se...no creo que nadie se lo lleve”. El tipo abrió la puerta del su SUV haciéndole a Marcos un gesto como para que suba. Las butacas confortables del Hyundai irradiaban su olor a nuevo mezclado con el calor interno del habitáculo climatizado, que contrastaba con el frío de la noche tucumana.
Muchos se hubieran lanzado de cabeza a esa invitación a la comodidad que era como un escape de aquel inhóspito paraje. Muchos, pero no Marcos, que miró a su Coronado, lo pensó un segundo, y le dijo al personaje regordete: “No, gracias, no puedo dejar a mi auto solo aquí...algo se me va a ocurrir”.
El tipo de las grandes solapas se puso serio y le retrucó: “¿Algo se te va a ocurrir?, ¿Cómo que?” y repitió exasperado: “¿Que cosa se te va a ocurrir?”. Y fue entonces cuando cometió un gravísimo error al golpear repetidas veces con la palma de su mano el techo del Dodge exclamando: “¿No te das cuenta de que este auto te dejó tirado?, ¡no camina más!”. Allí mismo Marcos lo tomó por el cuello, lo estampó contra el metálico casco de su Coronado, y metiéndole su linterna encendida en un ojo le dijo: “Si no te rajás ya mismo en tu auto de marica, el que no va a caminar más sos vos”, agregando: “Y no es un Torino, es un Coronado”.
Una vez que lo soltó, aquel tipo entró raudamente a su SUV Hyundai con la respiración agitada, lo puso en marcha y se fue del lugar. Mientras se iba giró su cabeza echando una última mirada al joven cardiólogo varado en el camino, quien en la oscuridad de la noche vio como el ojo de ese desconocido, violentado por la linterna, se veía de un color rojo furioso, y lo miraba como lanzándole maldiciones.
Marcos se quedó solo una vez más y se puso en cuclillas al costado de la carretera respirando profundamente para tratar de relajarse, luego de aquel incidente inesperado. Escuchó a los grillos, a las aves nocturnas y sintió el frío cada vez más intenso. Pero en ningún momento se arrepintió de no haberse subido a aquel auto de marca coreana que acababa de escapar como rata por la noche.
De repente sintió sobre su cabeza la vibración inequívoca del aleteo de un pájaro grande y pesado. Se incorporó de su posición y vio como una lechuza se posaba sobre el techo de su Dodge y allí se quedaba por un instante cruzando su profunda mirada con la de Marcos, que la observó en silencio por unos mágicos segundos hasta que aquel pájaro giró su cabeza y levantó vuelo. Mientras el ave se perdía en la oscuridad, el cardiólogo de Luján creyó escuchar que la lechuza susurraba su nombre mientras se alejaba sosteniendo la última letra (Marcosssss).
La perplejidad del dueño del Coronado fue interrumpida por el sonido inconfundible de un motor de 8 cilindros que se acercaba. Marcos se dio vuelta y vio como una camioneta de gastadas luces se aproximaba, y una vez más comenzó a hacer señas con su linterna. Al tener cerca a aquel vehículo, reconoció la silueta de una chata con la el mismo había soñado muchas veces: una Ford F1 de principios de los años cincuenta.
La camioneta se salió de la ruta unos metros, deteniéndose al lado del cardiólogo y su Dodge. Estaba oxidada por todo su casco, lo cual la hacía aún más hermosa. Marcos se acercó a la chata y acarició su chapa en forma horizontal sintiendo la aspereza propia del noble metal antiguo en la palma de su mano. De repente un tipo canoso y con campera de cuero negra tipo rocker se bajó de la F1 dando un portazo y le dijo: “Alguien que acaricia un auto de esa manera indudablemente sabe de fierros”. Marcos lo miró levantando las cejas y comentó: “es una ’50 o ’51...”. “Si, una Ford F1 modelo 51” contestó el tipo de la campera de cuero, agregando: “¿Necesitás ayuda?, ¿Qué te anda pasando?”. “Se me cortó el cable del acelerador y me quedé sin tracción” contestó Marcos especificando: “Todo lo que necesito es...”, “ ¡Un trozo de alambre!” se anticipó el tipo de la Ford, y se dirigió a la caja de la chata, de la que salió con un rollo de alambre finito y un alicate mientras la luna lo iluminaba. “Dejame a mí, que esto es una pavada” le dijo al cardiólogo mirándole las manos a la vez que le decía con mirada irónica: “¡Esas no son manos de de mecánico, ja ja ja!”. Y se puso manos a la obra en el motor.
Unos minutos más tarde el desconocido le dijo a Marcos: “A ver, dale arranque y pisá el acelerador”. El joven lo hizo y el Slant Six rugió en la noche tucumana como espantando demonios, mientras Marcos sacaba afuera del auto su mano izquierda pulgar para arriba.
Aquel hombre volvió a subirse a su oxidada camioneta. Marcos le agradeció y lo felicitó una vez más por la F1. En la radio de la chata estaban pasando “Paradise City” de los Guns’n’Roses. “¡Escuchá, escuchá!” le dijo el tipo. “Temazo” -asintió con la cabeza Marcos-, y luego le expresó a quien lo había ayudado: “La verdad que me salvaste”. Con toda humildad, el sujeto canoso de la Ford le dio la mano y le contestó: “No, vos te salvaste solo, amigo”. Metió primera y se fue por aquella ruta mientras de a poco empezaba a salir el sol en el horizonte. Comenzaba un lunes, pero eso a Marcos ya no le importaba. Años atrás alguna vez había reflexionado: “Seré realmente libre el día en que no me importe que sea lunes”.
Marcos bajó el capot de su Coronado, le dio arranque y salió a rutear una vez más. Sentía una infinita libertad y plenitud con los primeros rayos de sol en su cara.
Pocos kilómetros más adelante divisó al costado del camino a la chica más linda que había visto en todo su viaje, que con el cabello suelto y vistiendo unos jeans ajustados hacía dedo al costado de la carretera. Marcos paró y aquella belleza rutera se sentó en el asiento del acompañante. Ella tenía una remera que dejaba descubierta su espalda y permitía que allí se viese un tatuaje de unas grandes alas como de ángel. “Buenas alas, esas” fueron las primeras palabras del cardiólogo al volante del Dodge para con ella. Marcos nunca había sido tan feliz.
Horas antes de de eso, en la madrugada de ese lunes, la Policía de la Provincia de Tucumán encontró al costado de la carretera un Dodge Coronado modelo ’72 detenido con el cuerpo de un hombre sin vida en su interior. Los forenses dijeron que se trataba de un paciente oncológico fallecido debido a su enfermedad. Los peritos mecánicos encontraron el motor Slant Six de ese vehículo en perfecto estado con el solo agregado de un trozo de alambre en su cable de acelerador.
En el estéreo de aquel auto sonaba sin parar una vieja canción que decía “Take my down to the paradise city, where the grass is green and the girls are pretty...”.
Por CÉSAR RODRÍGUEZ BIERWERTH
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