
No existían fronteras para mi Falcon ’81. El fue mi compañero de equipo en mis años más salvajes. Mi otra mitad en las recorridas nocturnas inigualables de los ochentas y noventas. Mi partícipe necesario en mis mejores delitos impunes.
Aprendí a manejar en aquel Standard de color celeste gastado por el sol. Y desde allí en adelante fuimos inseparables por casi quince años en los cuales no me bajé de él y él no se bajó de mi vida.
Nunca fue tope de gama. Tres punto cero con caja de tercera al volante. Aún recuerdo sus ópticas delanteras rectas y cuadradas y su inolvidable asiento delantero enterizo que no era nada deportivo, pero que hacía que no fuese necesario pasarse al de atrás con una o hasta dos chicas.
Cuando mi viejo Standard ’81 vuelve a saludarme a mis recuerdos, no visualizo precisamente un auto, sino que revivo noches, rutas, calles, sótanos, amores, victorias, derrotas y fantasmas que ya nunca me abandonaron. Gran parte de lo que soy tiene mucho que ver con él. Doy gracias a Dios por haberlo puesto en mi camino y darme sus llaves. El resto fue solo seguir la ruta. Llamalo como quieras, pero a veces estos autos nos buscan a nosotros para transformarnos en héroes: 400, Valiants, Ramblers: el destino del gladiador está marcado por su gladius, por la arena y en definitiva por la lucha. La voluntad de los dioses de la guerra y del camino hizo que aprendiese a manejar en un glorioso Falcon ’81. Y ya nada fue igual.
Si yo hubiese nacido en cuna de oro en los barrios al norte de Callao y con autos fabricados en las ejemplares plantas de Stutgart, mi vida hubiese sido muy distinta, mucho más tranquila y ordenada quizá. Pero no. Soy como un seis en línea de la vieja Argentina industrial, y tengo ese mágico olor a nafta que algunos desdichados nunca conocerán.
Todo se redimensionaba a bordo del Falcon, mi socio fiel en aventuras dignas de Julio Verne, de Kerouac o de Bukowski. Allí todo se transformaba en una odisea de héroe mitológico o de adelantado descubridor de nuevos continentes. Buenos Aires-Mar del Plata era como el New York –San Francisco de “On the Road”. Los recorridos que empezaban a las once de la noche y terminaban a las once de la mañana, los Irish Pubs, Ave Porco, el Morocco, el Club Caniche, El Dorado, y el mítico after Panteón de avenida de Mayo, que abría a las 7 de la mañana y donde pasaban a la por entonces “novedosa” banda Prodigy y su “Firestarter”!!
Mi primera novia, y la segunda, y el beso inolvidable, y las promesas infinitas en aquella noche de lluvia. Y las mujeres sin rostro. Y mi amigo y copiloto Andrés, y la críptica y oscura disco Star de avenida La Plata, donde había que entrar con contraseñas que cambiaban cada noche. Y la ruta 2, y la solitaria avenida Colón en Mar del Plata, iluminada como camino a las estrellas. Y “The Joshua Tree” sonando en la gastada cinta de mi cassette de aquel pesado Pioneer de carcaza metálica encastrado bajo la radio AM de fábrica. Todo ese universo encerraba mi viejo Falcon celeste. Éramos los mismísimos aventureros náufragos del fin del mundo.
En aquellas dos últimas y mágicas décadas del siglo veinte donde no existían ni los amigos virtuales ni las novias por Facebook, teníamos el desafío constante de aguardar a la caída del sol -como los vampiros de raza- y salir al apasionante desafío que nos proponía la noche, donde tu presa, acaso el amor de tu vida, debía ser capturada poniendo a prueba tus mejores técnicas de cazador. Quizá por eso me fascina tanto la figura del Stuntman Mike de Kurt Russell en Death Proof: un tipo de otra época, cuyo rostro muestra las cicatrices de su pasado, y que no acepta las modernas reglas del vacío y el mensaje de texto; su vida es perseguir y capturar chicas de la mitad de su edad usando las técnicas de la vieja escuela: un auto retro en la puerta, mirar a los ojos apoyado en la barra, y practicar el sagrado oficio de la “parla”, nada que ver con el chat.
Pero puedo ir aún más atrás en el pasado, y me veo a mi mismo de niño acompañando a mi abuelo a comprar aquel 3.0. de cero kilómetro en la agencia Quintana, si mal no recuerdo por la avenida Rivadavia, allá a la altura de Liniers o Villa Luro. Y luego volver andando hasta mi casa con el olor a nuevo de los asientos. Ese auto crecería a la par mía y de mis sueños, la mayoría de ellos rotos -desde ya-, pero que brillaban mientras aún latían en aquel largo asiento enterizo, sede de miles de juramentos y compromisos incumplidos de cara a las estrellas.
Con aquel Falcon anduve por calles, rutas, arena, barro y piedras. Y a mi derecha se sentaron princesas escandinavas, paulistas, eslavas y del conurbano bonaerense. Pero él jamás me falló. Y si alguien pudo haberse equivocado no una sino mil veces, ese seguramente fui yo en mi eterno western polvoriento, pero nunca mi caballo de tres velocidades y seis cilindros en línea.
Ángel guardián en noches y rutas extremas. Sabio sensei en caminos oscuros y encrucijadas endemoniadas. Junto a mi Falcon celeste salimos heridos y triunfantes de las profundidades más oscuras y de las tormentas más eléctricas y furiosas.
Juntos aprendimos y perfeccionamos miles de técnicas de supervivencia de esas que solo saben los guardianes de la verdadera y secreta sabiduría de las calles. Considero un privilegio haber forjado mi espíritu en aquel confiable 3.0 de asiento enterizo y tres marchas al volante.
Las lecciones del destino hicieron que un fanático de las Chevys como yo, tuviese como auto y hermano fundacional a aquel majestuoso Falcon ’81, que aún me saluda en sueños, en los cuales todavía puedo sentir el grip en las manos de aquel volante negro con su óvalo central.
La denuncia policial en la Comisaría 24 del Barrio de La Boca, consignaría en aquella fatídica noche de abril de 2002, que un Ford Falcon Standard celeste estacionado sobre la calle Lamadrid había sido robado en horas de la noche, mientras a pocas cuadras se jugaba un partido de la Copa Libertadores. Yo personalmente, creo que mi viejo amigo y maestro modelo ‘81, un día consideró que finalmente yo ya estaba listo para seguir mi camino solo, habiendo aprendido ya, sus valiosas enseñanzas en nuestro sendero marcial.
Te pido perdón entonces, guerrero de armadura de color gastado, si a veces me permito la debilidad de extrañarte. O de extrañar ese mundo que vivimos escuchando viejas canciones de los ochentas en aquel Pioneer de carcaza metálica.
Así que desde aquí me permito reverenciarte tal como los gladiadores lo hacían a su emperador: ¡los que van a morir te saludan!
Aprendí a manejar en aquel Standard de color celeste gastado por el sol. Y desde allí en adelante fuimos inseparables por casi quince años en los cuales no me bajé de él y él no se bajó de mi vida.
Nunca fue tope de gama. Tres punto cero con caja de tercera al volante. Aún recuerdo sus ópticas delanteras rectas y cuadradas y su inolvidable asiento delantero enterizo que no era nada deportivo, pero que hacía que no fuese necesario pasarse al de atrás con una o hasta dos chicas.
Cuando mi viejo Standard ’81 vuelve a saludarme a mis recuerdos, no visualizo precisamente un auto, sino que revivo noches, rutas, calles, sótanos, amores, victorias, derrotas y fantasmas que ya nunca me abandonaron. Gran parte de lo que soy tiene mucho que ver con él. Doy gracias a Dios por haberlo puesto en mi camino y darme sus llaves. El resto fue solo seguir la ruta. Llamalo como quieras, pero a veces estos autos nos buscan a nosotros para transformarnos en héroes: 400, Valiants, Ramblers: el destino del gladiador está marcado por su gladius, por la arena y en definitiva por la lucha. La voluntad de los dioses de la guerra y del camino hizo que aprendiese a manejar en un glorioso Falcon ’81. Y ya nada fue igual.
Si yo hubiese nacido en cuna de oro en los barrios al norte de Callao y con autos fabricados en las ejemplares plantas de Stutgart, mi vida hubiese sido muy distinta, mucho más tranquila y ordenada quizá. Pero no. Soy como un seis en línea de la vieja Argentina industrial, y tengo ese mágico olor a nafta que algunos desdichados nunca conocerán.
Todo se redimensionaba a bordo del Falcon, mi socio fiel en aventuras dignas de Julio Verne, de Kerouac o de Bukowski. Allí todo se transformaba en una odisea de héroe mitológico o de adelantado descubridor de nuevos continentes. Buenos Aires-Mar del Plata era como el New York –San Francisco de “On the Road”. Los recorridos que empezaban a las once de la noche y terminaban a las once de la mañana, los Irish Pubs, Ave Porco, el Morocco, el Club Caniche, El Dorado, y el mítico after Panteón de avenida de Mayo, que abría a las 7 de la mañana y donde pasaban a la por entonces “novedosa” banda Prodigy y su “Firestarter”!!
Mi primera novia, y la segunda, y el beso inolvidable, y las promesas infinitas en aquella noche de lluvia. Y las mujeres sin rostro. Y mi amigo y copiloto Andrés, y la críptica y oscura disco Star de avenida La Plata, donde había que entrar con contraseñas que cambiaban cada noche. Y la ruta 2, y la solitaria avenida Colón en Mar del Plata, iluminada como camino a las estrellas. Y “The Joshua Tree” sonando en la gastada cinta de mi cassette de aquel pesado Pioneer de carcaza metálica encastrado bajo la radio AM de fábrica. Todo ese universo encerraba mi viejo Falcon celeste. Éramos los mismísimos aventureros náufragos del fin del mundo.
En aquellas dos últimas y mágicas décadas del siglo veinte donde no existían ni los amigos virtuales ni las novias por Facebook, teníamos el desafío constante de aguardar a la caída del sol -como los vampiros de raza- y salir al apasionante desafío que nos proponía la noche, donde tu presa, acaso el amor de tu vida, debía ser capturada poniendo a prueba tus mejores técnicas de cazador. Quizá por eso me fascina tanto la figura del Stuntman Mike de Kurt Russell en Death Proof: un tipo de otra época, cuyo rostro muestra las cicatrices de su pasado, y que no acepta las modernas reglas del vacío y el mensaje de texto; su vida es perseguir y capturar chicas de la mitad de su edad usando las técnicas de la vieja escuela: un auto retro en la puerta, mirar a los ojos apoyado en la barra, y practicar el sagrado oficio de la “parla”, nada que ver con el chat.
Pero puedo ir aún más atrás en el pasado, y me veo a mi mismo de niño acompañando a mi abuelo a comprar aquel 3.0. de cero kilómetro en la agencia Quintana, si mal no recuerdo por la avenida Rivadavia, allá a la altura de Liniers o Villa Luro. Y luego volver andando hasta mi casa con el olor a nuevo de los asientos. Ese auto crecería a la par mía y de mis sueños, la mayoría de ellos rotos -desde ya-, pero que brillaban mientras aún latían en aquel largo asiento enterizo, sede de miles de juramentos y compromisos incumplidos de cara a las estrellas.
Con aquel Falcon anduve por calles, rutas, arena, barro y piedras. Y a mi derecha se sentaron princesas escandinavas, paulistas, eslavas y del conurbano bonaerense. Pero él jamás me falló. Y si alguien pudo haberse equivocado no una sino mil veces, ese seguramente fui yo en mi eterno western polvoriento, pero nunca mi caballo de tres velocidades y seis cilindros en línea.
Ángel guardián en noches y rutas extremas. Sabio sensei en caminos oscuros y encrucijadas endemoniadas. Junto a mi Falcon celeste salimos heridos y triunfantes de las profundidades más oscuras y de las tormentas más eléctricas y furiosas.
Juntos aprendimos y perfeccionamos miles de técnicas de supervivencia de esas que solo saben los guardianes de la verdadera y secreta sabiduría de las calles. Considero un privilegio haber forjado mi espíritu en aquel confiable 3.0 de asiento enterizo y tres marchas al volante.
Las lecciones del destino hicieron que un fanático de las Chevys como yo, tuviese como auto y hermano fundacional a aquel majestuoso Falcon ’81, que aún me saluda en sueños, en los cuales todavía puedo sentir el grip en las manos de aquel volante negro con su óvalo central.
La denuncia policial en la Comisaría 24 del Barrio de La Boca, consignaría en aquella fatídica noche de abril de 2002, que un Ford Falcon Standard celeste estacionado sobre la calle Lamadrid había sido robado en horas de la noche, mientras a pocas cuadras se jugaba un partido de la Copa Libertadores. Yo personalmente, creo que mi viejo amigo y maestro modelo ‘81, un día consideró que finalmente yo ya estaba listo para seguir mi camino solo, habiendo aprendido ya, sus valiosas enseñanzas en nuestro sendero marcial.
Te pido perdón entonces, guerrero de armadura de color gastado, si a veces me permito la debilidad de extrañarte. O de extrañar ese mundo que vivimos escuchando viejas canciones de los ochentas en aquel Pioneer de carcaza metálica.
Así que desde aquí me permito reverenciarte tal como los gladiadores lo hacían a su emperador: ¡los que van a morir te saludan!
CESAR RODRIGUEZ BIERWERTH