No
había visto cuervos tan grandes desde que estuve en la Torre de Londres,
algunos años atrás. Allí son un símbolo del imperio y se dice que el día en que
muera el último de ellos será el fin de la corona británica. Por eso los cuidan
tanto y los tienen tan bien alimentados, grandes como gallinas y graznando
impunemente por los jardines mejor cuidados del mundo. Su plumaje renegrido
brillante contrasta con el verde impecable del prolijo césped, y allí andan
dando pesados saltitos. Son cientos y están por todos lados, enmarcados por
esas murallas que atesoran historias de reyes, batallas, crímenes y prisioneros
que estampaban mensajes con sangre en las paredes de sus frías y húmedas
celdas. A mí personalmente, también me remiten a la película El Cuervo y al cementerio parisino donde
los vi posados sobre la tumba de Jim Morrison.
El problema es que no estoy en
Inglaterra, sino en la cafetería de una estación de servicio Oil de la ruta 38
en la zona de Punilla en Córdoba. Y allí los veo a través del vidrio picoteando
el raído pasto al costado de la carretera.
En la mesa de al lado, un tipo con
una gorrita de STP lee el diario. De repente levanta la mirada, y le digo:
“¿Viste esos cuervos? ... estamos en la Provincia de Córdoba. Debería haber
horneros...o chimangos. Alguien los debe haber traído e hicieron cría, seguro.
Muy loco, ¿no?”. El tipo se levanta la visera con su dedo índice como hacían
los cowboys con sus sombreros en las películas que yo veía de chico. Suspira y
me dice: “Si para vos son cuervos, entonces son cuervos”. Dobla el diario en
dos y se levanta y sale de la cafetería. Dejo de observarlo por un instante y
escucho el sonido inconfundible de un motor de seis cilindros con escape libre.
Entonces veo que el sujeto de la gorra de STP estaba afuera poniendo en marcha
una estanciera IKA impecable que brillaba bajo el sol de la tarde cordobesa.
Los cuervos levantan vuelo alborotados. Sé que en toda la zona de Punilla
existe un verdadero culto a esos autos en particular, trabajados por expertos
chapistas y mecánicos de Villa Giardino, de La Falda y otros lugares del área.
La mayoría les ha puesto mecánicas 250 o similares, y es un espectáculo ver y
escuchar esas máquinas bestiales tan hermosas.
En el televisor del bar de la
estación Oil donde estoy sentado están pasando un informe documental sobre
Martín Karadagián.
Los cuervos, la estanciera y Martín
Karadagián me transportan a tiempos mejores. Miro a través del vidrio de la
cafetería y más allá de los surtidores veo las sierras cordobesas. Afuera mi
Chevy cubierta de tierra luce como en su medio natural. Estoy lejos de mi
oficina de Puerto Madero y de mis expedientes y de mis obligaciones, y quizá aquí
no sea el Dr. Rodríguez Bierwerth; aquí simplemente soy César, el de los
cuentos de la ruta, o T Rex, el rey de los dinosaurios. Alejarse por la
carretera es reinventarse. O quizá encontrar la verdadera identidad.
Un par de mesas más allá veo una
pareja de veinteañeros, un pibe y una chica que toman unas latitas de Coca,
todo indica que es una primera cita. El pibe habla sin parar en un monólogo
acerca de que él cree en la fidelidad, y de que le gustaría tener una relación
en serio, y otras mentiras por el estilo. Yo hubiera mejorado ese speech,
incluso a su edad. Pero por los ojos redondos y grandes de muñeca tonta con los
que la señorita lo mira, creo que al chico no le hace falta más. Ese parece
territorio ganado.
En la FM de clásicos que tienen
sintonizada en el bar comienza a sonar “Please don’t go”, en la versión
original de KC and the Sunshine Band. Imposible para mí permanecer indiferente
frente a ese tema. Tremendamente movilizador en todas sus versiones, pero ésta
en especial.
Me levanto de la mesa y me acerco a
la cajera para pedirle que me prepare otro café. Nadie me apura, estoy de
vacaciones y tengo toda la ruta para mí. Vuelvo a sentarme y veo que por la
otra punta de la playa de estacionamiento lateral de la Oil, se detiene un
Falcon con franjas de Sprint. Se bajan dos tipos y se ponen a mirar a mi Chevy
y comentan entre ellos. Uno hace gestos afirmativos con la cabeza, y el otro
parece decir que no. Entonces el que decía que sí, me señala con el dedo al
verme sentado dentro del bar, y los dos entran a hablar conmigo. El “positivo”
se para frente a mi mesa y me dice con acento cordobés: “Que esa no eh laa
Maaaga”. El “negativo” le replica en tono burlón: “Que va a ser la Maga, si la
Maga es de Buenooos Aires”. Entonces yo les digo que sí, con lo cual el
“positivo” saca pecho y mirando de reojo a su compañero le ratifica: “¿Viste?,
yo te dije que era la del video”. Me da la mano, y sin mediar interrupción me
recita de memoria una frase textual de mi cuento “Balada para un Falcon 81”. Lo
felicito y le digo que ni yo me acordaba esa línea tan bien como él. Entonces
invito a los dos amigos a que se sienten en mi mesa. Me cuentan que son
lectores de la revista, que ven mis videos. Por un instante siento que los
conozco de toda la vida. Me comentan asimismo, que pertenecen a una agrupación
de autos clásicos de la zona llamada “La 38”, por la ruta, claro. Y arreglamos
para encontrarnos allí mismo la noche siguiente para cenar junto a los otros
integrantes de esa banda, que según me juran, conocerían mis trabajos. “Seguro
que hay muchos del grupo a los que les va a encantar conocerte”, me dice uno de
ellos. Y así acordamos para nuestra cena pactada para la siguiente noche a las
21 horas. Uno de ellos al retirarse y pasar junto a mi auto, le pega una calco
en la ventanilla trasera derecha que decía “La 38”con letras negras sobre un
fondo amarillo.
Comenzaba a oscurecer y volví a mi
hotel en lo alto de las sierras de Capilla del Monte, frente al Cerro Uritorco.
Allí dejé a mi Chevy en el improvisado estacionamiento que habían levantado
junto a las habitaciones con unos palos de madera y techo de chapa a dos aguas.
Si mi auto está bajo techo puedo descansar tranquilo. Esa noche se largó una
feroz lluvia y el cielo se pobló de rayos enmarcados por los oscuros picos de
los cerros. Escuché las pesadas gotas azotar el metálico tejado que protegía a
mi auto y sentí que podía dormir apaciblemente.
A la mañana siguiente me despertaron
esos mismos graznidos que había escuchado el día anterior. Cuando me asomé a la
ventana de mi cuarto y corrí la cortina para ver de qué se trataba, ellos
estaban allí una vez más: los cuervos saltando en los jardines del hotel, y
chapoteando en los charcos que la lluvia de la noche anterior había dejado.
Entonces salí de mi habitación y allí cerca vi que estaba el jardinero del
lugar haciendo su trabajo con un rastrillo. Le dije: “Hey, ayer también los vi.
No sabía que había cuervos tan grandes en esta zona”. El empleado levantó
apenas la mirada y me contestó: “Si para usted son cuervos...”.
Horas más tarde, esa noche me
presenté en el horario acordado en la estación Oil de la ruta para
reencontrarme con mis nuevos amigos de La 38. Llegué poco antes de las nueve de
la noche. Y se hicieron las nueve y media, y las diez menos cuarto, así que
pensé que quizá no vendrían. Cuando estaba por poner en marcha mi auto para
irme, escucho rugir motores verdaderos, y veo que la gente sale del
autoservicio para ver el espectáculo. Parecía que el suelo vibraba, el sonido
de los motores de seis cilindros había irrumpido en el silencio de la noche
serrana, y hasta los encargados de los surtidores corrían a mirar. Así que bajé
de la Chevy y los vi llegar. Con sus
luces encendidas bajaban en caravana por el sinuoso camino. Falcons, Chevrolets
400, Chatas C10, Torinos, y por su puesto varias estancieras IKA. El
espectáculo de luz y sonido con los muchachos de La 38 pisando los aceleradores
era impresionante. Se habían agrupado y acudían a la cita. Llegaron hasta el
playón donde yo los esperaba y estacionaron alrededor de mi auto. Allí se
detuvieron con sus faros prendidos y sin apagar sus motores. Cuando se bajaron
de sus vehículos resplandecientes se acercaron a saludarme. Me contaron sus
historias de sacrificio y pasión para restaurar esos clásicos, me pidieron que
levante mi capot para ver el V8, y hablamos entre todos un idioma que
compartíamos.
Jamás olvidaré la llegada de aquella
caravana de metal, descendiendo de las sierras solo para encontrarse conmigo.
Escribo estos recuerdos en un cuaderno en el
“Café de la Ciudad”, frente al obelisco en pleno centro de Buenos Aires. En la
mesa contigua a la mía otro chico le hace el verso a otra chica, al igual que
aquella parejita cordobesa; solo cambia el acento. Y miro en el horizonte de la avenida
Corrientes esperando que quizá aquel ejército fierrero cruce la 9 de Julio para
venirme a visitar, dando un espectáculo que los habitantes del microcentro
jamás olvidarían. No creo que sea imposible, cuando uno escribe, la realidad y
la magia suelen mezclarse, por eso he visto cuervos en Punilla.
Siento que “algo” golpetea la
ventana del “Café de la Ciudad”. Una oscura ave fantasma me trae imágenes de otros lugares y otros tiempos.
CÉSAR RODRÍGUEZ BIERWERTH
La magia atraviesa las líneas de este cuento alucinante, los cuervos de la reina , los del Valle de Punilla y los del Café porteño acompañan ese clima con sus graznidos fantasmales, por allí ronda el amor ingenuo de la primera cita, la pasión arrebatadora por los autos clásicos "rescatados del polvo y del olvido", por ahí ronda la música que nos mueve el alma, y la nostalgia de un Martin karadagian , el de la infancia, el de la pureza, por ahí ronda el llamado de la ruta y sus acólitos, los de "La 38", en medio de tanta magia, ¿porqué no sentir que el suelo vibra, y el corazón se agita y por la Avenida Corrientes viene una Legión de apasionados fierreros que vienen a ver a un escritor que pone el alma en cada frase y que tiene una Chevy legendaria? Yo lo creo, alguna vez sucederá, y los cuervos se alborotarán con el sonido de tanto metal! ...y si vos decís que son cuervos......
ResponderEliminarTodos tus textos son impresionantes, me encanta leerlos con una buena musica de fondo.El proximo cuento que hagas debe tener como protagonista a un Muscle americano pero en argentina (Chevelle, Olds 442, GTO, Ford Torino, Dodge Coronet, entre tantos otros) Saludos desde Rosario
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