Aquella
noche, luego de una agitada discusión conyugal, mi amigo Quique salió dando un
portazo de su casa en zona sur -y bien al sur, donde por ese entonces vivía
cerca de la estación Turdera- y un rato más tarde terminó, quien sabe cómo, sentado
solo en una mesa del mítico Café Orleans de la avenida Córdoba y San Martín en
la zona de nuestro querido bajo porteño, pasada la medianoche de un martes, o
quizá miércoles muy frío de mediados de los noventas, cuando aquella esquina
era un faro en medio de tempestades, que atraía a todos los barflys náufragos
de Buenos Aires como nosotros. No importaba la hora, las 3 de la tarde luego de
la oficina, o las 3 de la mañana extraviados en la oscuridad, Orleans era un
lugar acogedor para los solitarios corazones de la contracultura beat en años
del “uno a uno”.
Con
sus mesitas de madera impecables, sus prolijos mantelitos, sus chicas
brasileñas algunas, centroamericanas otras y argentinas unas pocas, sus
cortinas con bolados siempre cerradas que protegían la intimidad del interior
del bar (era imposible ver desde la calle lo que adentro acontecía), y sus
mozos de viejo estilo con sus prolijos chalecos oscuros sobre blancas camisas,
que se acercaban a las mesas casi sin mirarte a la cara con una precisión
quirúrgica a tomar los pedidos -desde añejos tragos hasta el más simple de los
cafés en pocillo-. La amabilidad de aquellos camareros era propia de una Buenos
Aires señorial que desapareció; y estaban finamente entrenados para no cruzar
su vista con la de la clientela del local
(“no recordaré tu rostro” parecía ser el mensaje cómplice de quien sabe
de códigos).
No era un cabaret, no era un bar, no era un
café como todos los demás, o quizá era todo eso al mismo tiempo, allí podías
desayunar con unas excelentes medialunas a la mañana, tomar algo a la tarde
luego del trabajo, o echarte a perder en tu noche más melancólica, ya que como
todos los verdaderos lugares de leyenda, Orleans parecía nunca cerrar sus
puertas.
Lo
cierto es que el buen Quique allí estaba bajo la luna de un lejano invierno,
anclado como buque de gran porte cuyo puerto de escala era una mesita contra la
ventana justo en el corner norte de aquella cafetería crepuscular, posición que
le daba una visión de panóptico sobre todas aquellas aventureras de la vida que
lo miraban con ojos chispeantes, ojos de lobas (como diría el gran Hank), con
su metro noventa y sus más de cien kilos, mi amigo era un peso pesado al cual
respetar que se había acoderado en su mesa y levantaba las cejas resoplando entre
el humo que aún se respiraba en los locales nocturnos antes de que la
inquisición prohibicionista aboliera el cigarrillo primero, los cabarets luego,
y por último la vida misma. En aquel tiempo, aún se vivían noches reales donde
había que salir, lejos aún de la llegada del placebo de los celulares y las
nefastas redes sociales de perdedores.
Quique
había, por aquel entonces caído en la perversa telaraña de su primera esposa en
un matrimonio demasiado joven y prematuro que un tiempo más tarde no terminaría
bien. “Todo lo que termina, termina mal” diría el Salmón. Las discusiones eran
frecuentes, pero aquella noche al dar el portazo de salida hacia el bálsamo de
Orleans, de algún modo dejó atrás muchas inseguridades, reproches y aquel
sentimiento de tóxico cautiverio. Fue el comienzo de un final anunciado.
Poco
tiempo atrás habíamos visto Leaving Las
Vegas en el cine, y en la noche noventista de Buenos Aires era fácil
sentirse mimetizado con ese Nicolas Cage rescatado por una inolvidable
Elizaberh Shue encarnando a Sera, la puta más encantadora de la “ciudad del
pecado”.
La
Sera de Quique resultó ser una dominicana de piel más oscura que una noche sin
estrellas y un acento que para el oído del pirata romántico sonaba como el
canto de una sirena del caribe. Con ella compartieron algunas cervezas en
Orleans y un turno en el hotel de allí a la vuelta cuando acordaron todo. Pero
la charla fue lo más encantador de la velada, hablaron de viajes, de dejar
atrás un pasado que los oprimía por distintas razones, y de cómo escapar por
fin en busca de esa quimera de la libertad que mi amigo no parecía encontrar en
Turdera ni la dominicana en su lejana isla. Ese sueño de “la vida mejor” que
destella allá a lo lejos y parecemos nunca alcanzar. Por aquellos tiempos,
salir solo en la noche era como salir al mar en busca de un reino idealizado
como la leyenda de El Dorado. Atrás quedaba aquello de lo cual escapábamos y
por delante, quizá, una ilusión, pero en el océano éramos libres del oscuro
puerto de partida dejado a nuestras espaldas en busca de un anhelo. Lejos aún
de la irremediable irrupción de la tiranía de las redes antisociales, en ese
entonces, la noche era la ruta de los sueños.
10
AM de la mañana siguiente. Y yo ya estaba sentado en mi escritorio cubierto de
papeles, cuando Quique irrumpió en la oficina desprolijo, con el nudo de la
corbata flojo y sin afeitar. Me dijo: “estoy sin dormir. Vengo del telo de la
vuelta de Orleans”. Inmediatamente comprendí que la historia que tenía para
contarme era mucho más interesante que mis expedientes. Así que hice a un lado
dodos esos grises escritos judiciales y me dispuse a escuchar el relato de la
aventura nocturna de mi amigo, quien con lujo de detalle me relató su odisea.
Ocasionalmente
Quique resultaba ser mi compañero de salidas a la noche, en un tiempo donde
ambos éramos quijotescos conquistadores en recorridas porteñas más cercanas a un
guion de película de Olmedo y Porcel que a un film de superhéroes. Lugares ya
desaparecidos como el precitado Orleans, el mítico Montecarlo de la Calle
Carlos Pellegrini, o Affaire, de Córdoba y Pueyrredón solían servir como
nuestros refugios donde entre cerveza y cerveza nos dedicábamos a debatir sobre
los primeros largometrajes de Tarantino, o simplemente a putear a algunos de
nuestros jefes, con quienes jamás nos cruzaríamos en aquellos santuarios de la
vida y de la nocturnidad; hay sujetos a los cuales cuesta imaginar fuera del
horario laboral, gente que nació para el trabajo de escritorio y no podría
sobrevivir al caer la noche.
Trabajábamos
en el área de legales de una repartición de la Administración Pública. Allí no
abundaban los soñadores, por eso resultó natural que dos outsiders como Quique
y yo congeniáramos desde el principio. Ambos
éramos fanáticos del boxeo en tiempos en los cuales había grandes combates para
comentar los lunes: Tyson/Hollyfield 1 y 2, De la Hoya/Chávez etc. Y los dos
teníamos gustos similares en materia de cine, libros, música, etc., por eso
resultaba gratificante intercambiar opiniones acerca de Bukowski, Sabina, o
Nick Cave, mi amigo tenía además una prodigiosa memoria y era capaz de recitar
de corrido poemas o diálogos de películas, todo lo cual resultaba un idioma
críptico incomprensible para el resto de nuestros compañeros de celda en aquel
edificio público de paredes grises y geométricas.
El
gran Quique se desplazaba con la lentitud y la pesadez propia de su gran
lastre. Cercano a los dos metros, se cansaba con facilidad, sobre todo al subir
las escaleras desde la planta baja hasta apenas el segundo piso donde estaban
nuestras oficinas, y no era poco frecuente que cuando caminábamos por la calle,
me pidiese que aminore la marcha. “¡El león es el rey de la selva, pero con el
elefante no se mete!”, le dijo una vez a modo de consuelo al pasar por un
pasillo uno de nuestros jefes (de los pocos a quienes realmente apreciábamos):
el Doctor Lupani, un gran sujeto que una tarde de noviembre de 2002 se voló la
cabeza con su revólver Smith & Wesson
357 Magnum harto de la chatura que lo
rodeaba. “A mí nunca me verán envejecer”, le escucharon decir el día anterior
al salir de su oficina. Hombre de principios firmes.
Quique
tenía cierto pesar que arrastraba de familia. Quizá por tradición, mandato
cultural o vaya uno a saber qué, en su primera juventud se había volcado a
estudiar derecho, en contraposición con su hermano que solo jugaba al básquet.
Lo cierto es que con el tiempo, ese hermano que hacía picar una pelota de goma,
llegó a ser jugador de la selección nacional y luego Director Técnico de
equipos en Europa, con toda la fama y el glamour que eso conlleva, en tanto
quien había seguido los pasos formalmente correctos de ir a la facultad terminó
arrumbado en las frías oficinas de los empleados estatales. De allí, que seguramente
Quique se transformó en una suerte de hippie crónico comparado con quienes
ocupaban los escritorios que lo
rodeaban, como forma de tardía rebeldía.
Pero
igualmente cabe destacar que mi gran amigo era desde lo profesional,
inobjetable. De los mejores abogados penalistas que yo haya conocido. Cuando un
tema de justicia criminal era realmente picante, se lo asignaban a el, y todas
las críticas que le efectuaban por su manifiesta informalidad personal,
parecían esfumarse. El Quique tenía en su estudio privado paralelo a su trabajo
estatal, una nutrida cartera de clientes que incluía a sujetos de áspera
estirpe del bajo mundo del delito, y allí se movía como pez en el agua con una
agilidad que contrastaba con su fatigoso andar ya descripto. Si tenías un
problema de materia penal, el era el profesional indicado, ¡y a no dudarlo!
Tenía la pasta y los nervios de acero que esos menesteres requieren. Cierta vez
estábamos almorzando en un bar, y le sonó el celular, atendió y escuchó durante
unos segundos, luego se despidió cortésmente y cortó resoplando resignado.
“Quien era”, le pregunté. “No, nada. La familia de un preso, amenazándome de
muerte”, contestó. Y siguió charlando
conmigo como si nada.
Por
su forma de ser siempre fuera del sistema y de las formas, nunca fue valorado
en toda su magnitud desde lo profesional o laboral en aquella estructura
estatal donde trabajábamos. Sus desprolijidades, su impuntualidad y la falta de
cuidado de su imagen personal parecían -a los ojos de la “superioridad”- pesar más
que su inobjetable talento como abogado. Era como un Houseman del derecho. Y
por sus ironías nunca bien recibidas por la jefatura de turno, se asemejaba más
bien a un Ringo Bonavena con título universitario que se daba de bruces con la
rectitud y falsa sensatez de la pirámide jerárquica en la cual habíamos caído.
Con
esos pergaminos de irreverencia, el Quique no podía ser menos que uno de mis
mejores amigos y nunca me falló en las malas, cuando los cobardes suelen
hacerse a un lado.
Con
el paso de los años y las rotaciones de personal en la oficina, dejamos de
vernos a diario. No obstante cada tanto nos hacemos un tiempo para algún café o
una cerveza en nuestro medio natural: las calles del microcentro. En la
actualidad nuestras charlas conservan su halo de disconformidad y queja
permanente, propias de dos viejos antisistema en estado crónico. Pero seguimos
hablando de mujeres, de Bukowski y de Tarantino. Solo que ahora todo tiene un
dejo de nostalgia, esa nostalgia que de a poco empieza a ocupar el lugar
protagónico que antes tenía la ilusión.
Hoy
siento el viento frío de una tarde de invierno que me pega en la cara mientras
camino por la avenida Córdoba desde el bajo en dirección a Florida. Nuestro
querido Café Orleans ha sido clausurado allá por el año 2015 a raíz de una
infame denuncia de una ONG a la cual la Justicia Federal hizo lugar. Al
parecer, el lugar, vinculado a una consejal del
kirchnerismo, servía como base para el ejercicio de la prostitución de
algunas mujeres que de forma encubierta se sentaban en las mesas del bar,
desvirtuando la habilitación original de dicho local. ¡Quien lo hubiera dicho!,
¡cosa deshonrosa si las hay!, ¡enciendan las hogueras de la farsa del
puritanismo y arrojadlo todo a las llamas eternas! La hipocresía nuevamente
logró que las chicas de San Martín y Córdoba deban ocultarse ahora en páginas de
escorts de internet para continuar trabajando, solo que en forma insegura y
bajo su propio riesgo.
Los
hermosos ventanales clásicos de estilo francés del Café Orleans han sido
tapiados con inmensas placas de metal que impiden ver hacia adentro del local,
sobre los cuales se entretejen redes de alambres de púas a modo de bestial muro
de Berlín que resguarda a las almas puras que circulan por la calle del peligro
de los demonios pecadores que de seguro no fueron exorcizados de dicho antro y
aún moran en su interior… junto a nuestros recuerdos.
Aún
así, entre las abyectas chapas que a modo de blindaje moral cubren toda la
esquina, alcanzo a ver entre los cortantes filos del alambrado de navajas en
forma de espiral, un nombre grabado en letra cursiva en los cristales del
ventanal que se pretende ocultar. En medio de ese muro del horror, de cables de corona de espinas, por sobre las
placas, aún en tipografía dorada puede leerse: Café Orleans. El vocablo rebelde parece saludarme como un viejo
amigo prisionero que saca su mano entre las rejas y me dice: “no me olvides”. Y
claro que no te olvido, así como no olvido a los buenos compañeros de la ruta y
de las noches, como el gran Quique.
Justo
me está llamando, veo su nombre en el identificador de mi celular. Vayamos pues
por unas cervezas y brindemos por los buenos tiempos.
Por César Rodríguez Bierwerth
Uno mas d tus cuentos excelentes, llevándonos al recuerdo de tiempos legendarios. felicitaciones!
ResponderEliminarMuy bueno ! Felicitaciones por este nuevo cuento .
ResponderEliminarGracias, José y Roque por sus comentarios. Gran abrazo.
ResponderEliminarMuy bueno tu nuevo Cuento, felicitaciones, siempre me emociona leerte. Gracias.
ResponderEliminarGrande ! Otro de tus cuentos que nos hacen viajar a otros tiempos , con mano maestra . Espero que no pares de escribir. Te felicito.
ResponderEliminarCuánta nostalgia. Me llevaste a revivir otros tiempos con más color y más vida. Agradecido por estas historias que transportan en el tiempo. Seguí regalándonos estos buenos momentos. Abrazo.
ResponderEliminarGracias, y gran abrazo tambièn.
EliminarDesde Mar del Plata, un saludo hermano, hermosas tus historias. Dale para adelante.
ResponderEliminarUn saludo a vos y a mi querida Mar del Plata.
EliminarQué historia amigo César!Cuánto recuerdo de épocas no muy lejanas , pero tan diferentes.Gracias por revivir todo aquello , siempre es una alegría encontrarse con otro de tus Cuentos.Saludos .
ResponderEliminarQué bien que alguien escriba la historia de ese Buenos Aires que conocimos y que ya nos es lo mismo, esos lugares, esa noche, , tantos recuerdos. Gracias por ser el cronista del Buenos Aires que ya no está, , se transformó en otra cosa. Gracias. Seguí contando lo que vivimos pero, no todos lo sabemos convertir en palabras! Un grande César.
ResponderEliminarSiempre es un placer leer tus historias César. que sigan apareciendo, saludos desde Temperley.
ResponderEliminarOtra historia en la q es facil poder identificarse, sera tu don q permite dejar escrito lo q se esconde en la memoria colectiva de quienes nos resistimos a entregar nuestros recuerdos de estos lugares, q siempre vamos a encontrar en tus escritos un poquito de lo que vivimos... un abz...!
ResponderEliminarExcelente historia.
ResponderEliminarCésar quisiera saber donde conseguir tu libro. Muchas gracias. Saludos